‘Conozco esa mirada. Sé lo que significa’, digo, despellejándome la piel de los dedos, agazapado detrás de mis gafas de sol de 3 Euros.
‘¿Qué mirada? Nadie te está mirando, Kiko. Estamos en la playa’.
Esa parte es verdad: estamos en la playa. L’Escala, verano del 2008. Sol de huevo de avestruz frito y millones de hijos trotando y defecando sobre las dunas. Y sólo uno es mío.
Aplico crema protectora en sus bracitos y les miro alternativamente, a mi mujer Naranja y a él. Los dos del color de los albaricoques, encogidos bajo la sombrilla, huyendo del sol como Gremlins al borde de la abrasión. Una calabaza de Halloween y a su lado, Pippi Langstrumpf; su madre. Indices de melanina rozando el cero, untados de crema, aceitosos como entrañas a la brasa. Pelirrojos, joder. Se suponía que estaban en peligro de extinción, pero un sólo vistazo a mi hijo debería convencer a cualquier escéptico de que sus genes son dominantes, y se impusieron a mi débil ADN en un fulgurante blitzkrieg genético.
‘Ese tío me está mirando desde hace rato’, insisto, haciendo autoestop con el pulgar parapetado tras mi propio pecho. ‘Disimula’.
Naranja se vuelve lo más ostentosamente posible, volviendo la cabeza 180 grados a lo Linda Blair.
‘Es cierto. Te está mirando. Pero quizás es por el bañador de anciano que llevas’, dice, dirigiendo su mirada a mi entrepierna.
Hundo la cabeza entre los hombros como un sol poniente, y echo un vistazo a mi bañador. Me lo compró mi propio suegro -su padre- un día en que no pudo soportar más la vergüenza ajena por el antiguo, una cosa 60’s de paramecios marrones que era pa’verla. Lo compré en una Humana por 600 pesetas, y no pasa un día en que no me acuerde de él. Me encantaba.
Me pongo en pie y observo a mi alrededor. Familias catalanas hablando del tiempo, señoras mayores, púberes kumbayás y ni un sólo francés a la vista. ¿No es maravilloso? Llevamos un par de años viniendo a L’Escala, aunque el lugar ha sido destino familiar desde tiempos de mi abuelo. Antes no veníamos porque mi mujer se había empeñado en que teníamos que hacer Vacaciones Motrices. De un lado a otro, perdiendo útiles y odiando a la raza humana.
Aquello terminó hace tres años, cuando Naranja insistió en que fuésemos a una isla francesa. Tras un vómito de cuatro horas en el Ferry, una estancia dramática con un amplio elenco de accidentes automovilístico-gastronómicos y un regreso amenizado por un bouchon de 14 horas en las carreteras francesas, me vi obligado a tomar el mando. Fue un coup, sí, pero lo hice por su bien.
Desde entonces hacemos Vacaciones Estáticas en L’Escala. Los únicos signos externos de que hemos avanzado un día en el calendario son las páginas de nuestros libros, el menú cambiante, la coloración de la caca de mi hijo. El resto del escenario es inmutable.
Y es mejor así.
‘Mi antiguo bañador sí que era de puta madre’, le digo, regresando al tema anterior. Y el tío aquel, que no me quita ojo de encima.
‘Si exceptuamos que parecías Cliff Richard en Summer Holiday. Y que se te salía un huevo’.
Eso también es cierto. Se me escapaba un huevo al menor movimiento. Cruzaba las piernas y, ¡zas! Ahí estaba Humpty Dumpty. Viejo y arrugado y ofensivo como sólo los testículos de personas mayores son. Era asqueroso de presenciar; no culpo a mi suegro, no.
‘Conozco la mirada de ese tío’, insisto. Y pongo los brazos en jarras, y parezco el gigante verde de los botes de guisantes. Por el color, no por la estatura. Hay gente que tiene la piel morena y los dientes blancos; yo tengo los dientes morenos y la piel blanca. Lo dijo Bill Hicks.
Naranja coje de los sobacos a nuestro hijo, que abre y cierra los paréntesis de las piernas y trata sin mucha fortuna de mantenerse en pie sobre el pareo extendido en la arena. Su cabello parece incandescente. Sé que mi hijo es mío, no del butanero, pero me sigue escamando el parecido con una bombona.
Cuando ve que no consigue mantenerse tieso, dice Te-Te-Te. Mi hijo, no su madre. Yo simulo reir amargamente. ‘Es por los tatuajes’.
Naranja nos mira a mí y a ese tipo, a mí y a ese tipo, tres o cuatro veces. ¿El tipo? Cara de mapa de Córcega, peinado de casco cartaginés (cepillo arriba, calentador de nuca), bermudas con gran algarabía cromática.
‘Es verdad. Váis tatuados los dos igual’, dice, sin darle importancia.
‘Igual ni hablar, chata’, le digo, quitándome las gafas. ‘Eso es lo que él cree. Yo iba tatuado en una época en que solo iban tatuados los gitanos, los skinheads, los legionarios, los yonquis y los rockers’.
‘Qué buenas compañías’, afirma sarcástica, abanicos chinos en sus ojos semicerrados por la luz. En su piel, dibujos de unir las líneas de puntos.
‘Podría haber sido peor’.
‘¿Sí? ¿Cómo?’ dice, poniendo al niño del revés, que se troncha. Tenemos el mismo sentido del humor, él y yo. Alegrías simples: alteraciones de la gravedad, ruidos corporales, excreciones en general. La vida, la vida.
‘No sé. Curas tatuados, por ejemplo’. Y me pongo en cuclillas, las manos sobre las rodillas, mirando al infinito. Como Robert Duvall en Apocalypse Now. Y me río solo.
‘Tu padre está loco’, le dice Naranja a mi hijo, que se troncha en su regazo. Luego ella dirige los ojuelos hacia mi omoplato derecho y murmura algo más, la boca a un lado de la mejilla, cara cubista.
‘¿Decías?’, le pregunto, escondiendo barriga y enderezando joroba, porque han aparecido al galope por la playa unas cuantas adolescentes locales. Las chicas me sortean con cuidado para no derribarme, como si fuera una mezcla de Ricardo III y el abuelo Simpson.
‘Y eso de la espalda...’, contesta Naranja, dando un golpe de barbilla hacia mí.
‘Eso de mi espalda es un Spiderman en pleno salto’.
‘Pues parece una cagada de gaviota’. Lo cual es en parte cierto, pero yo no tengo la culpa de que en los 80 los tatuadores mezclaran la tinta con gaseosa.
Mi hijo vuelve a troncharse, la boca sin un solo diente, el cabello cobalto y puntiagudo, arremolinado de Samitier.
‘¿Y tú de que te ries, fatty?’, le pregunto.
‘Te’, dice él.
O sea, de mí. Como todo el mundo, menuda novedad.
Kiko Amat
(Relato publicado originalmente en el suplemento de verano de El País del 25 de julio del 2008)