21 de set. 2006

El Maquiavelo situacionista

Novela Una obra ficcionaliza a los integrantes de la Internacional Situacionista y otra recopila textos de su líder, Guy Debord.

Guy Debord es como un novio intenso y a la vez aficionado al cuerneo; uno cae enamorado de él de manera fulminante, pero al tiempo va quedando claro que ese romance extático no será duradero. Todo suele empezar en las páginas de Rastros de Carmín, una “historia secreta del siglo XX” en la que Greil Marcus une el punk, dada, los anarquistas del año 1000 y –por poco- la tuna. En medio de ese funambulismo teórico, el neófito se topa con los situacionistas, el fascinante grupo subterráneo de agitadores borrachos de vanguardia que capitanea un tal Debord con bemoles de adamantium. Desde ahí, como un putxinel·li de frenética obsesión ‘situ’, el recién llegado descubre las recopilaciones editadas por Sadie Plant y Stewart Home, la bombástica biografía de Debord (The game of war, de Andrew Hussey) y todos los trabajos del grupo. Esto último acostumbra a provocar una jaqueca de proporciones Nagasakianas, especialmente La sociedad del espectáculo de Guy Debord, un críptico librito que mezcla Hegel y Marx con crítica destructiva a la sociedad moderna y que recomiendo leer con Ibuprofeno industrial a mano.

De todo ello se aprende que los situacionistas eran un grupúsculo de terroristas culturales que surgían de la Internacional Letrista. La Internacional Situacionista (S.I.) se fundó en 1957, y sus preceptos iniciales eran la superación y supresión del arte, formulación de un nuevo urbanismo, acabar con el espectáculo de comodidades del capitalismo, guerra a la pobreza moral de la vida diaria, y beber vino temerariamente. Sus principales figuras eran Raoul Vaneigem y Guy Debord. El primero, por ser gordito, belga y menos dado a la purga, ha quedado relegado a un segundo plano (a pesar de que su Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones es, en mi opinión, la mejor obra situacionista), así que nos queda Debord. Una especie de “Oliver Reed hegeliano” (como dijo Hussey), maquiavélico, aristocrático y automitológico, fantasioso y testarudo, apasionado y obsesivo. El prototipo de primer amor mezquino pero fascinante, en suma.

Con los años (¡ay!) se empiezan a detectar contradicciones insalvables en la supuesta crítica “total” de los situacionistas. Se descubre también que, aunque Debord clamó haber originado los hechos del Mayo del 68, esos meses en los que parecía que en Paris hubiesen llovido coches calcinados, lo cierto es que los situacionistas no fueron sino un apéndice de la revuelta. Es cierto que se utilizaron muchos de sus slogans, pero la gran mayoría de los participantes lanzaron sus adoquines en oposición al Plan Fouchet del sistema educativo (los estudiantes) y al Quinto Plan económico (los trabajadores). Si hubo algún líder del asunto no fue Debord (hubiese sido una risa) sino su archi-Némesis Daniel Cohn-Bendit. Lo mejor del caso es que, a pesar de lo mencionado, al final a Debord se le perdona casi todo; quizás por su intensidad, o porque su explicación de las cosas era mucho mejor.

Hoy celebramos la publicación por parte de Anagrama de dos libros para completistas del situacionismo. El primero es una novela de Michèle Bernstein, la entonces novia de Guy Debord y miembro de la SI, y fue escrita con el único fin de recaudar fondos. Su encanto reside en que los protagonistas son indudablemente ellos mismos: se pasan el día peleándose con amigos y conspirando adheridos al Ricard, y el personaje de Guy (“Gilles”) no cesa de soltar chulapadas grandilocuentes que son pura Debordiana. El efecto de leer la novela es parecido a desenterrar footage inédito de tu grupo favorito tocando tu canción favorita, como una polaroid cobrando vida. La novela, además, está bien escrita. En cuanto a El planeta enfermo, junta tres textos independientes de Debord; de ellos, el más interesante es el análisis de las revueltas negras de Watts y el menos El punto de explosión de la ideología en China, para el cual –perdonen el ripio- tendrán que sacar la aspirina.
Kiko Amat

Todos los caballos del rey
Michèle Bernstein
135 páginas. Traductora: María Teresa Gallego Urrutia.

El planeta enfermo
Guy Debord
89 páginas. Traductor: Luis Andrés Bellow
Anagrama

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 20 de septiembre de 2006)

El hombre antiestático

Pau Riba En septiembre se celebran los 35 años del lanzamiento de Dioptria, el mejor álbum de pop catalán de todos los tiempos.

Butifarra. Para usted, usted y también usted. Butifarra para las autoridades, los squares, y butifarra para el establishment en pleno. Butifarra es lo que Pau Riba ha significado desde su primera aparición en la constelación musical ibérica y catalana: un doloroso corte de mangas a la pusilanimidad de la cultura oficial. Se lo digo ahora, subido a una silla, y se lo diré una y otra vez hasta que me escuchen: Pau Riba es uno de nuestros primeros punks. No el punk de masa encefálica deficiente y slogan barato, por supuesto, sino el verdadero punk psicodélico de mazazo orgulloso contra el conformismo. Y del mismo modo en que la revista Bomp! realizó una encuesta en 1976 llamada “Vota por tu punk favorito” que incluía a Little Richard o Jerry Lee Lewis, es hora ya de celebrar a los auténticos punks locales. Y Pau Riba, claro, es nuestro mejor punk ácido, alguien que se arriesgó con monumentales butifarras de pagès en una época en que muchos se miraban los zapatos pretendiendo que “todo iba bien”. Permítanme que, aprovechando el 35 aniversario de su primer LP Dioptria, le rinda homenaje con algo de historia y un par de hip, hip, hurras.

Pau Riba, nieto del poeta Carles Riba, nació en 1948 en Palma de Mallorca. No voy a apuntarles nada de su infancia porque ignoro qué serie de factores forjaron al rebotado Puck, así que saltaré hasta el momento en que no fue aceptado como miembro de Els Setze Jutges, ese conjunto folk de señores envarados que parecían haber engullido escobas vía rectal. La parálisis estilística que sufría el principal grupo de música catalana provocó el nacimiento de El Grup de Folk en 1967 con el propio Riba, Jordi Batiste, Sisa y otros. De él brotarían Pau i Jordi, el dúo que Riba tenía con Jordi Pujol, y paralelamente la carrera en solitario de nuestro chamán preferido. Ya en los dos primeros singles de Pau Riba como tal, Taxista (1967) y L’home estàtic (1969), ambos con portadas diseñadas por él mismo (Riba sería durante años el grafista de Concèntric), se empieza a percibir a un artista folk que no tenía la menor intención de quedarse en el encorsetamiento de Pete Seeger. Riba admite en la contraportada que lo que buscaba no empezó a tomar forma hasta que hubo escuchado “muchas canciones beat, muchas canciones blues, muchas canciones pop, muchas canciones jazz, muchas canciones rock, muchas canciones soul”. Por supuesto, “Taxista” y “L’home estàtic” son dos de los mejores temas pop catalanes ever. Añádanlos a las versiones de Eurogrup, al “Verda” de Quico Pi de la Serra, al Miniatura (Riba aportaría su emocionante y Pentangleana “Al matí just a trenc d’alba”), al primer single de Màquina! y al Ovidi más cabreado y se darán con un canto en los dientes pensando que esa cultura acabó desembocando en la infinita basura de Sau y Sopa de Cabra. Menos mal que al final aparecieron Antònia Font, que si no...
Pero Dioptria. Dioptria es una obra maestra, un álbum conceptual cuyo tema central es -como diría el artista años después en una entrevista- “la ceguera de la gente, no física sino mental por todos los clichés que acaban tapando la realidad”. Dioptria, esa pintada en la pared contra la hipocresía burguesa, es un disco tematizado a la altura del Ogden’s nut gone flake de los Small Faces o el Village Green Appreciation Society de los Kinks (quien mencione el Sgt. Peppers va de cara a la pared). Poco importa que la revista Enderrock lo haya elegido “el mejor disco de rock catalán”; considerando los artistas que suelen salir en ella, esa sería precisamente una buena razón para no escucharlo jamás. Lo realmente importante es la calidad musical y humana del disco, las fenomenales letras, los detalles milimétricos (ese órgano Hammond aquí, esos grillos eléctricos allá, los cristales rotos de “Noia de porcellana”), la belleza de su portada y diseño. Dioptria, digámoslo ya, podría estar entre lo mejor de la tropicalia brasileña (el propio Veloso lo citó elogiosamente en 2005), del acid rock californiano y de la psicodelia inglesa. El desafino celestial de la mencionada “Noia de porcellana” podría pertenecer al Oar de Skip Spence. “Kithou” encajaría de narices en el primero de Buffalo Springfield o Moby Grape. Las armonías vocales de “Helena desenganya’t” no desmerecen de las de Free Design o American Spring. ¿Y las entrañables anécdotas que acompañan al LP? El intento de Riba de que los colores de las hojas interiores formaran una bandera republicana; la aparición como álbum doble en dos entregas (de ahí los dos años de edición, 1970 y 1971); la portada de Otto Runge; la nota que –en un arrebato de alarmante miopía cultural- añadió el dueño de Concèntric intentando explicar las poéticas palabras de Riba (de esto se desquitaría Riba en 1978 añadiendo una contranota en la reedición del álbum); y finalmente las negativas del Liceu y el Palau de permitir que se presentara en sus escenarios, y la butifarra real, adornada con una senyera, que les envió Riba como respuesta. Tras Dioptria, Riba continuaría con una carrera siempre desafiante e inventiva, pero aquel álbum continuará siendo irrepetible como la butifarra gloriosa y ácida que es. En lugar de esperar 35 años más, recomiendo celebrarlo a diario.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 30 de agosto de 2006)

Adiós a los hits irreverentes

Revistas musicales Rolling Stone celebra su número 1000 y Smash Hits se despide tras 30 años de frescales artículos pop

Este pasado marzo la revista Rolling Stone llegó a su número 1000; disculpen si no me emociono. Para celebrar el aniversario, sus editores decidieron lanzar una edición especial con los artistas más representativos que habían sido portada unidos en una pompo-lujosa cubierta en 3-D (“a lo Sgt. Peppers”). O sea, un quién-es-quién de los personajes más engreídos y dañinos del rock, como premio a estos por haber deformado su concepto hasta la total irreconocibilidad. He de admitir que la noticia me hizo recordar la existencia misma de Rolling Stone; durante toda mi vida, la visión de un ejemplar en el quiosco me había creado sensaciones parecidas a las que tendría viendo a un dodo o un arqueopterix -o cualquier otro animal extinto- en el escaparate de una pajarería: Ah, ¿pero éstos aún...? Y a continuación: ¿Por qué?
Dejen que –conteniendo la irritación que me invade- les cuente su historia, y así quizás comprenderán mi natural rechazo a esa revista. Su legendario editor Jan Wenner (cuya edad mental situaba The Observer cercana a los 11 años) fundó el magazín en 1967. Desde sus más blandurrios inicios, RS fue el espejo de las ideas políticas de Wenner, al que podríamos definir sin temor como el arquetípico “american liberal”; es decir, el pusilánime estadounidense medio, defensor a ultranza de la ley de mercado y el capital, pero con algo de izquierdismo cosmético de buen rollo. Así, RS fue decididamente anti-guerra de Vietnam, pero a la vez las mujeres no pudieron acudir durante años a las reuniones editoriales y el tema de la América negra era tabú (Wenner declaró una vez célebremente que la muerte del Reverendo King “significaba poco o nada para la mayoría del pueblo americano”).
Vomiten ahora, por favor.
En cuanto a música, Wenner y Rolling Stone eran igualmente cerriles. En sus páginas se loaba a Eagles, Grateful Dead, Lennon, Rolling Stones y otros caraduras del paleo-rock, a la vez que se ignoraban por completo el punk, la escena de Seattle y –cómo no- el hip hop. Hacia la década de los 90, su orientación era descaradamente pro-rock licuado MTV y pro-Reagan, y hacia el final de la misma década no podían venderlo ni como envoltorio de bocatas de atún. ¿Cómo es posible entonces que Rolling Stone haya sobrevivido hasta hoy?, se preguntarán. Alguien –Wenner, posiblemente- se dio cuenta de que el punto máximo de ventas a finales de los 60’s fue el que coincidía con el conflicto de Vietnam. De ahí se pasó a la ecuación: Guerra + politización = $$$$$. En efecto, el actual posicionamiento anti-guerra de Irak le ha reportado ya a RS 250.000 nuevos lectores. Apuesto a que Wenner está rezando por el estallido de la IIIª Guerra Mundial.

Smash Hits
Al lado de los fastos imperiales del Rolling Stone #1000, la desaparición de la revista inglesa Smash Hits este pasado 13 de febrero ha sido tomada por el público como una simpática nota al pie. Su muerte se ha tomado como durante 30 años se percibió la propia revista en ambientes rockistas e intelectuales: en cachondeo. Pero dejen que les cuente un par de cosas, que tengo excedente de lanzas para romper. Smash Hits –que una explicación apresurada y blasfema podría llegar a comparar con nuestro SuperPop- era mucho más que una revista de pop tontaina para adolescentes cursis. Desde sus inicios –y mientras las publicaciones teen de aquí hablaban del monigote de Bosé, de ABBA o de italianos con jerséis rosa pastel- la revista inglesa abrazó el punk (entrevistaron a Sex Pistols, Clash e Ian Dury, y dejen que aquí ponga !!!), tuvo una sección de indie (en su estado primigenio y rebelde: su Top 10 de entonces incluía a Orange Juice y Swell Maps) y, en un momento en que revistas musicales “serias” como New Musical Express y Rolling Stone eran obstinadamente anti-sonidos negros, una sección de música disco. Permítanme un inciso fugaz: la disco music es algo mucho más revolucionario que lo que se suele creer. Les remito a los formidables trabajos Last night a DJ saved my life de Bill Brewster y Frank Broughton o el ensayo “1979: In defence of disco” de Richard Dyer para lecturas distintas de su inherente faceta anti-ídolos y pro-comunidad.
Ya en los 80, la política de Smash Hits se enfocó hacia los teen idols, los nuevos románticos o la factoría Stock/Waterman/Aitken de Kylie Minogue, Jason Donovan y compañía. Pero incluso así, Smash Hits supo alejarse de la norma. Como señaló Alexis Petridis en un artículo para The Guardian, mientras la prensa musical tradicional se volvía cada vez más pretenciosa (“en NME no podían criticar el nuevo single de Shakin’ Stevens sin mencionar a Roland Barthes, Wyndham Lewis e Ingmar Bergman”, apunta jocosamente Petridis), Smash Hits aún comprendía lo que significaba el pop. Su tono era siempre irreverente, mofándose -mediante la ironía y las bromas privadas- de cualquier afectación en sus artistas: a Chesney Hawkes le hicieron aparecer con una cacerola en la cabeza, in-joke con el que se representaba a los cantantes desesperados y algo patéticos, el Let’s dance de Bowie recibió la crítica “Bien... aburrido. ABURRIDO ABURRIDO ABURRIDO”, Paul Weller era humillado número sí, número no. La revista buscaba, resumiendo, una celebración del pop como formato instantáneo, excitante y completamente opuesto al arte serio. Que Smash Hits haya desaparecido (coincidiendo con el envaramiento de una época en que incluso el más lerdo de los cantantes hace un curso de relaciones públicas) confirma definitivamente la muerte del pop comercial como lo conocimos. Espontáneo, chapucero, insolente y plagado de calcetines coloridos. R.I.P.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 6 de septiembre de 2006)