21 d’ag. 2007

Césares en Vespa


Festival Euro YeYé Cinco intensos días de celebración de la cultura y la música sixties en el decano evento mod Gijonés

Los mods nunca mueren. No, quiero decir: nunca mueren, de veras. No era un slogan propagandístico de permanencia subcultural. Cada uno de ellos parece exento de la muerte, casi como el Gnossos Pappadopoulis de la novela Been down so long it looks like up to me de Richard Fariña. Los mods son inmortales, quizás por la razón que explica Gnossos: “Se me ha otorgado la inmunidad porque nunca pierdo mi cool”. Es chocante ver a mods danzando al alba, frescos y radiantes tras 36 horas despiertos como búhos y moviendo el esqueleto, especialmente cuando algunos rozan la cuarentena. Tiene que ser gracias al cool. La prueba la tienen en el Festival EuroYeYé, la farra mod-neosixties que se celebró del 1 al 5 de agosto en Gijón. Cuando tipos que pasan seis días al borde de la inanición y más allá de la intoxicación tienen esa pinta de salud... O sea, alguien debería revisar las teorías del envejecimiento. Los squares del mundo que dejaron de salir de noche tras la boda sufren descomposición facial y alopecia universal, mientras los que viven en el lado salvaje de la existencia mantienen la vejez a raya. Pues los mods son fetos (con perdón) sumergidos, no en formol, sino en vasos de gin tonic y discos de soul raro. Vampiros hedonistas que viven sólo para el ritmo y la velocidad, y que se retiran a sus camas chasqueando los dedos cuando el resto del mundo abre las pestañas. Los mods, como las ratas, nos sobrevivirán. ¿No es maravilloso? Veo un nuevo mundo, que decía Joe Meek.
Pero antes de hablar del EuroYeYé, un apunte histórico: Los mods de los 60’s, como fenómeno, eran el “White Negro” del que hablaba Norman Mailer en el ensayo del mismo nombre, el equivalente inglés y blanco del hipster negro americano. Los mods, en cuanto a subcultura de clase obrera de posguerra, nacieron tras los teddy boys, pero compartían poco con éstos. En lugar de tradicionalismo, exhibicionismo tribal, rock’n’roll y violencia, los mods proponían exquisita anonimidad urbana, amor por la más avanzada música negra (y por la negritud, en general) y una completa rebeldía basada en construir mundos secretos, en lugar de mostrarle burdamente el dedo corazón al sistema. Uno puede imaginarse a los primeros adolescentes mods de inicios de los 60’s como un germen, como los niños de El pueblo de los malditos, un virus teenager dedicado en cuerpo y alma a sus obsesiones y ritos de autoafirmación, negando con trajeada virulencia las convenciones de MundoAdulto y el camino de la procreación. Como casi todo el mundo sabe, el estilo de los mods acabaría (deformado y descontextualizado) dominando el mundo, sus grupos favoritos conquistando las listas –fueron los primeros en seguir a Rolling Stones y Who- y la masificación gang-osa de lo mod partiéndose los morros contra los rockers en las playas de Margate y Brighton. Un semifinal algo chusco, la verdad, para la subcultura elegante por excelencia.

Obviando la teoría que propone que el equivalente actual de los mods sería cualquier culto underground que amase los trapitos y escuchase la ultimísima música negra (¿Grime, hip hop, dubstep?), otro sector se decanta por rememorar la década en que aquellos nacieron y sus rituales nocturnos con fascinante testarudez. Y de ahí surge el Festival EuroYeYé. Un evento que es una inaudita celebración retro del estilo sixties y la gloriosa música que emergió de aquellos años. Una intensa fiesta de lo mod mutado en culto de fiel revisitación sesentas, como una insólita evolución-involución del movimiento que continúa en activo hasta hoy. En el YeYé, por supuesto, todo encaja de forma milimétrica, y nada se escapa del apabullante influjo sixties que domina cada uno de los días. Grupos, motos, pantalones, sonidos, peinados, películas... Todo es cosecha 1964-69, llevada hasta un punto de completa demencia perfeccionista; algún día tengo que ir vestido de Ali G, a ver qué pasa. Pero en serio: Los mods bailan y hablan durante 5 días, y las dos cosas las hacen con el fanatismo rayano en la locura del obsesivo. Nada es más importante, nada más interesa. Discutiendo de discos extraños, planeando acciones futuras, camisas por venir, o entrelazando sus piernas en la pista a ritmo de furibundo freakbeat y R&B, el asistente al Ye-Ye tiene en sus ojos el brillo acuoso e ido de la yijad sixties.

Esta concentración de fanatismo sin parangón viene celebrándose desde hace 12 años. Fue en 1995 cuando los tres organizadores soltaron al mundo su primera edición, y en 1998 cuando se añadieron al triunvirato los Untouchables, la sociedad mod londinense. Desde entonces han pasado por sus escenarios grupos míticos de los sesenta como The Action, John’s Children o Downliners Sect (en diverso estado de conservación), artistas negros tan selectos como Reuben Wilson, Grant Green o la esplendorosa vocalista P.P.Arnold, así como grupos de garaje o R&B actuales, siempre en la línea inmutable del EuroYe-Yé. Este 2007, sin ir más lejos, el YeYé rescataba a Màquina!, el gran grupo catalán de psicodelia progresiva de los sesenta, y también a The Crazy World of Arthur Brown, la banda –bastante One-Hit Wonder- que firmó el célebre Fire, y cuyo cantante salía a escena con un bizarro casco flamígero (un acto que repitió con desigual efecto en el YeYé, ahora que recuerdo). La música es la reina en el festival, el centro de la atención, y los rarísimos singles que se pinchan en sus dos pistas –divididas en sonidos negros y blancos- los que despiertan los Aaaahs, Oooohs y Yeeeepas. Y los DJs que los seleccionan también, por supuesto; para la edición actual, un plantel que contaba con el fundador de las pioneras noches northern soul del londinense 100 Club, Ady Croasdell. Un señor tan mítico y con la maleta tan llena de acetatos y vinilos jamás publicados que el resto de mortales solo podemos escuchar y gimotear alrededor de su cabina cada vez que pincha.

Pero todo esto a la prensa local no le importa especialmente. No, lo que enloquece a reporteros y curiosos durante los días del festival son las Vespas y Lambrettas. Esos pasteles de boda con ruedas, esos muebles rococó móviles, esas catedrales churriguerescas que mods y scooteristas montan con orgullo de caballeros medievales por las calles de Gijón, provocando coronarias y accidentes de tráfico. La Scootercruzada (así se llama la concentración de scooters del YeYé; los organizadores tienen sentido del humor) ofrece exhibiciones, competiciones variadas y salidas a pueblos colindantes para todos los amantes de los “secadores de pelo” (como, recuerden, se las denominaba peyorativamente en el film Quadrophenia). También reparte premios a –entre otros- Mejor Lambretta, Mejor Vespa, Scooter Más Lejana, McGyver (la más llena de marranaditas y gadgets) y Scutre (sobran palabras).
Al final, tras tanto danzar, tanto chicle, tanto parloteo y tanto ir de arriba para abajo en motocicleta, los exhaustos EuroYeYeros dejan obligatoriamente tras de sí y en sus propios cuerpos –como apuntó uno de los poetas beodos e insomnes que suelen poblar el festival- “una catedral de escombros”. Pero ya lo dijimos: escombros cesáreos y elegantemente bien conservados. Y que sea por toda la inmortalidad.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 15 de agosto de 2007)
Notas: La comparación de los mods con los niños de El pueblo de los malditos es una idea original del amigo y socio y miembro de La Escuela Moderna, Miqui Otero, que fagocité grácilmente. Gracias por el préstamo, Miqui.
La Lambretta de la imagen pertenece al viejo amigo Félix, organizador del Euro Ye-Ye y persona en combustión interna permanente.

Beats y bongos y boinas

Beatniks O cómo la subcultura más anticomercial del siglo engendró la mayor cantidad de gadgets coleccionables imaginable

1. Sandalias, bongos, cara de estupor. Si la imagen que les ha venido a la cabeza es la de alguno de esos cargantes capoeiros que arruinan la playa con los tamborcitos, es que no han oído hablar de los Beatniks. No se apuren; poca gente les recuerda y, además, me he dejado varios referentes: una perilla mosquetera y una boina de lado. Un espresso o una botella de Chianti matarratas. El humo de mil cigarrillos haciendo Cúmulo Nimbus en un club oscuro. Una chica tuberculosa de cabello petróleo rasgando una guitarra con desinterés. Jazz frenético y poesía trufada de jerga callejera. Sobre la mesa, un libro de Kerouac y otro de Camus. It’s, like, beat, maaaaan. Son los Beatniks, y llegaron para NO quedarse. Cool daddies que hablaban como negros, olían como desagües y vestían como camas sin hacer. Planetas y galaxias reposaban sobre sus espaldas, y su respuesta a todo era: Estoy abatido, tíoooo. ¿Trabajar? ¿Qué? Estoy fuera de orbita, Big Daddy. Hip, momma. O sea, como, flipante, ¿no? So long King Kong. I dig, cats.

2. Por supuesto, suelto otro cliché más y reviento; mis disculpas. Lo que pasa es que los Beatniks fueron la subcultura más exploitada de la historia. A estas alturas, como define el libro Beatsville, ya es imposible separar lo que de verdad era un Beatnik con la idea que los medios le ofrecieron al mundo: “A un lado están los Beatniks de verdad; ése era el nombre que desde los medios se les dio a los Beats originales. Al otro, los Beatniks de caricatura, los “falsos”; las creaciones mediáticas que eran una mezcla de realidad y ficción”. O sea, la versión pop, marqueteada y comercializable, del fenómeno.
En cuanto a los Beats originales, ya les conocen. La generación beat. Kerouac, Ginsberg, Blas y los demás. Hipsters enamorados de la América negra y el jazz, asqueados por el convencionalismo cuadrado de la América blanca de clase media, insufladores de benzedrina, escritores hedonistas en sprint, habladores de slang jive, poetas anfetosos. Jim Dodge decía en su enorme Not fade away que “deseaban apasionadamente emocionarse (...) Los Beats al menos tenían el coraje de sus apetitos y visiones. Querían emocionarse con el amor, la verdad, la belleza, la libertad”. Y también: “Una erupción de gente con el alma hambrienta. Y, pese a las poses y la tontería, fue espléndida”.
En efecto, en el caso de los Beats, la tontería es muy aprovechable. Desde el instante en que un periodista del San Francisco Chronicle les bautizó como Beatniks (el sufijo –nik puede venir del Yiddish o ser un juego de palabras con Sputnik, depende de la teoría), empezó una avalancha de tiras cómicas, series de TV, películas, discos y revistas como nunca se ha visto en la historia subcultural. Nadie, ni siquiera los mods en 1964 o el sarpullido punk de 1977, ha tenido de este modo a una industria entera intentando extraer pasta sin escrúpulos de los significantes estéticos de un culto juvenil.
Dos series son las principales responsables del impacto Beatnik en los hogares americanos. Una era 77 Sunset Strip (1958-64); en ella aparecía un enrollado detective privado llamado Kookie, amante del jazz y los clubs, y cuyo colega era un Beatnik, Bongo Benny. La otra, y principal, era The many loves of Dobie Gillis (1959-63). El personaje Maynard G. Krebs era la representación física per-fec-ta de lo que los media consideraban un Beatnik. Krebs lo tenía todo: la perilla, la jerga, las sandalias, la boina, los discos de Charlie Parker, el hastío... Su impacto fue inmenso. El cineasta John Waters incluso afirmaba en su biografía Shock Value que se hizo Beatnik solo por él. Tras Krebs, las compuertas cedieron. Alfred Hitchcock saldría de Beatnik, con boina-perilla, en uno de los capítulos de Alfred Hitchcock Presents, y The Beverly Hillbillies exhibieron un par de capítulos Beat. “Lo que empezó como un movimiento social”, dice Beatsville, “quedó reducido a una simple moda”. Hollywood no se quedaría atrás. The Beat Generation (1959) con Mamie Van Doren y ambientada en una coffee house, sería de las primeras. En The rebel set (1959), Peter Falk (luego Colombo) hace de Beatnik, por difícil de imaginar que esto sea. Muchos otros filmes incluyeron escenas Beat; en Me enamoré de una bruja (1958) la bruja que interpretaba Kim Novak era bastante hip (esculturas africanas en las paredes, mallas en las piernas). Y, por si eso no fuese suficiente, aparecía Jack Lemmon haciendo de jazznik toca-bongos dubi-dubi-ba-ba-ba-du en un club.
A partir de ahí, la locura. Playboy sacó una centerfold Beatnik. Aparecieron revistas de humor beatnick (Sick, Yak Yak, Kookie), y el mítico Especial Beatnik de Mad retitulado Like, Mad de 1960, con un Alfred E. Neuman beatnikizado en portada. Beatniks en dibujos animados de Hanna-Barbera. Muñecos y muñecas Beatnik. Toallas de playa “Beachniks only!”, libros de cocina Beat, diccionarios de slang, novelas pulp de temática Beatnik (The far out ones, Beatnik bum...), descacharrantes cartas Beatnik de felicitación (“Ponte bueno... Para que podamos estar juntos en contra de algo”), bongos de venta por correo, artilugios de carnaval Beatnik (perillas, gafas, boinas)... Cientos de LPs se lanzaron orientados a la explotación de lo Beat (incluyendo fábulas de Grimm contadas en jerga hipster), e incluso existe un subgénero de singles de rock’n’roll -muy parecido a lo que sucedió con el Skinhead Reggae en Inglaterra – con canciones como Beatnik’s wish de Patsy Raye & The Beatniks o Benny The Beatnik de los Untouchables. Y todo ello es ahora un vertedero entero de gadgets, el único testimonio de una subcultura enterrada en el tiempo, joyas Beat desechadas que, o sea, tío, en plan, me sofocan, como si me dieran mal karma, ¿saben? O sea, papi, sea lo que sea, estoy en contra de eso. Sick! Sick! Sick!
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 8 de agosto de 2007)

7 d’ag. 2007

EKINs (o una historia de terror)

En la entrevista que Kiko le hizo a Manolo Martínez de Astrud para Benzina (y que podeis leer aquí), Manolo se quejaba, con la ironía que le caracteriza, de que "(…) la opción por defecto, cada vez más, és poco menos que llevar tatuada una M de Movistar en cada mejilla".
Eso me hizo recordar que una vez encontré una página con fotos de gente que se tatuaba el logo de Apple y empecé a buscar por la red en busca de algo parecido. Lo que he encontrado da miedo.
Se ve que hay unos tios que se hacen llamar EKINs (Nike al revés) y que se caracterizan por ser trabajadores de Nike con una dedicación y amor por sus superiores no vista desde la familia Manson y que se pueden reconocer porque llevan el logo de Nike (el famoso "Swoosh") tatuado en el tobillo.
El otro día una tía de mi curro le estaba indicando una dirección de Barcelona a otra. La segunda le respondió que no le hablara de calles, que no tenía ni idea de los nombres ni nada. Que le dijera si estaba cerca o lejos de un Starbucks o un Zara, que era lo único de lo que ella sabía. Lo dijo así, tal cual, sin ruborizarse.
A mi estas cosas me dan mucho miedo, va en serio, no sé a vosotros.
Podeeis echarle un vistazo a la fascinante historia de los EKINs aquí y aquí. Leer sus declaraciones y las acciones de las que hacen gala hiela la sangre en las venas.
U.