El northern soul es un culto juvenil basado en la devoción completa hacia la música negra bailable de los 60. Siendo, como es, hija del fenómeno mod, se trata de la música negra más rara de los sellos más pequeños y los artistas más desconocidos de la black America (pues los mods de los 60’s funcionaban así, con sus perpetuos duelos de “más raro que tú” y constantes tengui-tengui-faltis interculturales). Pongamos que nació en 1969 en el norte de Inglaterra, puesto que hacia ese año culminaría la deriva de los mods sureños (o sea, de Londres) hacia otros sonidos: soul psicodélico, funk, psicodelia, incluso hard rock. Es lícito poner 1969 como frontera del insalvable cisma que separaría a los futuros hippies londinenses de los fanáticos de la música negra del norte de Inglaterra, aunque no del todo exacto; al fin y al cabo, los aniversarios subculturales no funcionan como los históricos. El nacimiento de una subcultura se debe a graduales mutaciones de cultos anteriores, ligeros vaivenes hacia costas de rituales nuevos, imperceptibles modificaciones de atuendo y comportamiento tribal que acaban culminando en el bautizo -en la confirmación- de algo nuevo. En cualquier caso, el 2009 conmemoramos el advenimiento de aquel nuevo fenómeno musico-cultural inglés, aquella nueva subcultura y escena (teóricamente) nacida en 1969: el northern soul. Una subcultura basada en la arqueología del olvidado soul 60’s, el baile descuajaringante, el clubeo subterráneo y el consumo de anfetas como si fuesen kikos. Una cosa aún medio mod, que conservaba su obsesión y afán de superar-al-otro, pero sin las ropitas prietas ni el preciosismo.
Pero hagamos algo de geografía, que también tiene su papel en esta saga. ¿Han estado ustedes alguna vez en las midlands inglesas, la zona atrapada entre Gales, el norte y el sur de Inglaterra? Wolverhampton, Stafford, Northampton, Wigan, Nottingham… Santo cielo. Tiene todo el sentido del mundo que el northern soul naciese allá, en aquella tierra marchita e inhóspita y llena de gente deseante de partirle vasos de pinta en la cabeza a uno. Recuerden la célebre frase de El Tercer Hombre sobre la Italia de los Borgia, con todos sus envenenamientos y atrocidades pero también su Da Vinci, su Renacimiento, su Miguel Ángel, y lo que tiene que ofrecer Suiza tras 500 años de paz: el reloj de cuco. A menudo, las mejores cosas no aparecen en los sitios más bonitos. El northern soul, ese glorioso culto de evangelización del sonido soul de Detroit, apareció como tabla de salvación generacional en los pueblos más feos y violentos de Inglaterra. Su afianzamiento en esas plazas se debe al afán de sus fundadores por escapar de la trilogía hooliganismo-pub-matrimonio que había sumido en la desesperación a tantos conciudadanos. ¿Saben qué se puede hacer en Strattford-culo-of-the-world un sábado por la noche? ¿Conocen sus opciones de ocio? Pues imaginen las que había en 1969. Las midlands a inicios de los 70 eran un sitio más frío, facha y antipático que Mordor. Si uno quería divertirse allí podía escoger entre derrumbarse en un lago de vómito a la puerta del The Horn & Bollocks tras 17 pintas de ale templadita, o morir matando en el gol sur del campo de los Wolverhampton Wolves contra un ejército de skins armados de cutters y tochanas. Ante esa tesitura, no es casual que tantos jóvenes se inclinaran hacia ir a bailar Bowie a las discos gays (el único lugar donde no te mataban a patadas en la boca si llevabas un peinado extraño) y, posteriormente, engrosaran las filas del northern soul. Oh, poder hacer cabriolas en el suelo encerado del Wigan Casino (Wigan: he ahí otro lugar infernal), inconscientemente afeminados, enfundados en esos pantalones ancho-de-canadiense, coreando con adolescente despreocupación los coros chillones de las Shirelles o Maxine Brown.
El northern soul se convirtió, a todos los efectos, en la única maldita razón por quedarse allí, en aquella Alaska de gastronomía atroz y ambiente autodefenestrante. Hacia 1972, cada pueblo inmundo tenía su club celestial; el Wigan Casino llegó, célebremente, a ser escogido mejor club del mundo de música negra. Si buscamos un símil no se me ocurre nada mejor que comparar el northern con los hongos alucinógenos que emergen de las más espesas plastas de vaca. El horror y la pestilencia como abono de la exultación y la belleza imparable. En lugares como Blackpool, el northern representó exactamente eso; e incluso hoy –pues el northern se ha mantenido sano hasta nuestros días- los organizadores de sus noches parecen buscar las mazmorras más insalubres de la isla, de Cleethorpes a Prestatyn. Tiene sentido, me parece a mí.
Kiko Amat
(Este artículo fue un encargo veraniego para El País que nunca llegó a publicarse. Lo pegamos aquí para contrarrestar la sensación de esterilidad que su no-publicación nos provocaba)