Novela Anagrama pública la segunda novela biográfica de Augusten Burroughs, centrada en su alcoholismo y consiguiente sobriedad
Aléjense de ese teclado con las manos en la nuca y no hagan movimientos bruscos. Les prohibí que escribieran nada antes de los 30. “La difusión de talento suele ocurrir entre escritores veinteañeros”, decía Bukowski, “sin experiencia suficiente ni carne que arrancar al hueso. No se puede escribir sin haber vivido, y escribir todo el tiempo no es vivir”.
Efectivamente, la mayoría de sub-30s que deciden aplicar sus bostezos espirituales a papel carecen de la imaginación, alma y empatía necesarias para suplir ese rodaje vital, con el escuálido resultado que todos conocemos. Como dijo mi maestro zen, Jim Dodge: “A no ser que seas verdaderamente excepcional, lo máximo que puedes aspirar a escribir a los 24 son los sueños y delirios particulares endémicos de esa edad”.
Augusten Burroughs no tiene que preocuparse por nada de esto. Por un lado, porque no publicó su primera novela hasta los 38 (Recortes de mi vida). Por el otro, porque es uno de esos seres “afortunados” con una vida tan extraña que daría para una carrera literaria entera. Su infancia y adolescencia se explican de forma tragicómica en aquel debut: la madre de Augusten era una fracasada poetisa y el padre un maestro dipsómano. Se separaron cuando él tenía 12 años y le dejaron en la casa de un excéntrico antipsiquiatra, donde vivió junto a la mujer legal del loquero, sus otras mujeres, sus chifladas hijas y un “hijo adoptado” de 33 años (pedófilo) que se lanzó sin demora a abusar del magullado Augusten. Sus desventuras durante esa época hacen una novela perfecta; cuando la leí no pude evitar imaginarme a todos esos escritores postmodernos llorando en sus camas como la literata farsante del Happiness de Todd Solondz, deseando que les hubiesen violado a los 14 para tener algo que contar.
La vida del autor continua aquí, En el dique seco. Como no hubiese sido de buen tino volverse normal después de todo aquello, Augusten es, a los 24 años, publicista y alcohólico. Uno que vive en una espiral de cebollón permanente, tratando de “engañar y manipular a la gente para que suelte dinero” (lo más suave que se dice de su trabajo, junto a “la publicidad es un trozo de mierda de perro que no logro limpiarme de la suela del zapato”).
La primera parte de la novela nos muestra al desgraciado Augusten, solo “de un modo profundo y terrible” y enviado de un puntapié por su empresa a un centro de desintoxicación para gays. Porque Augusten, por si no tuviera suficientes problemas, también es gay. Insospechadamente, su rehabilitación es la parte divertida del libro. Si algo sabe Burroughs es reírse de sí mismo (algo imprescindible en un autor que trabaja con el Yo), y las desventuras del lamentable tipo, tanto en la clínica como camino de ella (reserva plaza en el centro estando bebido, y dice: “Me viene a la mente que estoy haciendo algo contradictorio. Como quien para delante del escaparate de una tienda de ropa de bebé cuando va camino de abortar”) son impagables.
Pero a partir de aquí todo empeora, y en la segunda parte el protagonista trata de conservar su reciente sobriedad a pesar del desmoronamiento vital que le rodea: su mejor amigo y ex-amante, el abstemio Pighead, enferma gravemente. Y su nuevo amor, el apolíneo Foster, resulta ser un irreparable adicto al crack. Que la cosa acabe bien o mal es irrelevante, después del mundo de agonía que atraviesa el protagonista (y autor: recuerden que esto es -¡ay!- autobiográfico). Pero una cosa es constante en el libro: la lacerante agudeza con la que Augusten Burroughs retrata el mundo del alcoholismo. ¿Recuerdan Días sin huella de Billy Wilder? Bueno, esto es peor. Mucho peor.
Kiko Amat
En el dique seco
Augusten Burroughs
Anagrama
345 págs.
Traducción de Cecilia Ceriani
(Artículo inédito)