Ante todo se impone decir que vinyl rules y que, cuando suenen las trompetas del Juicio Final, todos los que no posean discos de vinilo tendrán su herencia en el lago que arde con fuego y azufre, que es como la muerte segunda. Eso zanjaría sobradamente la cuestión de los formatos de audio que ha re-emergido a raíz del anuncio del aumento de ventas de vinilo (un 400%, se comenta), pero conviene matizar unos cuantos puntos, por amor al intercambio de pareceres y porque siempre es placentero aplastar a los enemigos de uno.
Lo primero que hay que apuntar es que teníamos razón, y tener razón está bien. El mundo, el público, el consumidor, han dejado bien claro que los formatos en alza son el vinilo y los MP3 downloadeables. El primero por todas las razones que no nos hemos cansado nunca de subrayar sus defensores: suena mejor (y más orgánico: el sonido conserva todas las frecuencias originales), el objeto como tal es sólido y perdurable -y se raya menos-, se mantiene la lógica conceptual del arco narrativo de caras A y B, y, finalmente, por tamaño de portada y forma, es mucho más atractivo estéticamente. El vinilo es mejor, un objeto emocional insustituible, y saber que está en alza (algo de lo que, por otra parte, jamás dudamos; sólo los periódicos y los memos se creyeron lo de su desaparición) nos llena de gozo.
En cuanto a las descargas de MP3, en fin... Como puristas nos importan un bledo, pero hay que admitir que -pese a los defectos que enumeraremos más abajo- su portabilidad y frecuente gratuidad les dan un barniz de guerrilla sónica que tiene su no-sé-qué. En todo caso, sólo los muy bobos (o crédulos) siguen defendiendo el CD como formato del futuro, y en eso estamos de acuerdo tanto los descargadores de MP3 como los estegosaurios del vinilo. Y, sin embargo, aún se oyen voces que lo defienden, y a esas voces les vamos a dar pa’l pelo desde esta página.
Hay varios argumentos en defensa del mísero CD, pero generalmente el debate suele resumirse en que es muy almacenable, que no suena tan mal y que “lo importante es la música”, no el formato, y que bravo por la música que nos hace mágicos. Sería fácil comulgar con esta última idea si no fuese por el estremecedor aroma Juan Pardo / José Luis Perales que desprende, además de que la historia nos ha enseñado a sospechar de cualquiera que se llene la boca hablando de lo “importante” de la música (ver SGAE, Ayuntamiento de Barcelona, cualquier cadena de televisión, todos los partidos políticos). Todos estos “amantes de la música” son precisamente aquellos a los que les importa un pimiento, aquellos que nunca han estado obsesionados con ella y a quienes nunca les ha salvado la vida, literalmente, como es nuestro caso.
Y es que la música no es sólo música, como quieren hacer entender nuestros adversarios. Un álbum de vinilo envía información emocional por 4 frentes: música, letras, cubierta y contexto. Un CD reduce de manera palpable un par de ellos, mientras que un MP3 los encoge a dos; nadie, absolutamente nadie, tendrá recuerdos importantes asociados a un MP3. No se registra el año en que se adquirió, el lugar, el periplo, las veces que se prestó, las novias que lo escucharon: todo este material vivencial simplemente desaparece. La música que contiene se convierte, así, en desechable; muzak para la vida cotidiana. Ninguna de estas cosas sucede con un disco de vinilo, esa poderosa presencia física, esa ancla sónica de la memoria. Es imposible imaginar su equivalente en MP3 (“oh, sí, 15 de abril del 2009: lo recuerdo perfectamente, me bajé el disco de los Franfurtiuns en mi laptop, fue chupis, jamás olvidaré aquellos 30.5 segundos de descarga en el Rapidshare”).
Pero volvamos al CD, ese insignificante Gollum sónico. Otro de los grandes argumentos a su favor es que “se almacena fácil”. Y no es que no sea verdad; es sólo que ese es un atributo que utilizaría una maruja para hablar del fenomenal armario empotrao que se ha hecho instalar para guardar los mochos. Creíamos que aquí se hablaba de materia vital, de asuntos a vida o muerte, no de funcionalidades domésticas. Esto no son lámparas: son discos. Lo más importante que conocemos. Si midieran 50x50m y estuviesen hechos de granito los atesoraríamos de igual manera.
Y eso admitiendo que, como sugieren los filisteos, el vinilo no es portátil y el CD sí. Es cierto, pero aún iríamos más allá: la portabilidad es, de hecho, la única ventaja del CD. Un CD es, a todos los efectos, una cinta de cassette que se puede rebobinar fácilmente, y como tal debería ser tratado. Es decir, como una cosa que es práctica, sí, pero también fea, malsonante y frágil. Y que quizás sirva para enchufar en el coche en viajes largos, pero jamás como formato rey en cuanto a almacenaje de canciones grandiosas. Y, en cualquier caso, la existencia del MP3 -que és 100% portátil- lo hace irrelevante. O sea, que: przzzzz.
Tras leer los alegatos en defensa de los formatos no-vinilescos, en resumen, le sobreviene a uno la ineludible sensación de que sus autores no poseen discos, no compran discos y, desde luego, no han edificado una remarcable parte de su vida en base a ellos. Sus opiniones sobre los discos de vinilo, por tanto, han de ser tomadas con una pizca de sal, pues provienen de gente que no está familiarizada en absoluto con el formato físico para el que se concibió TODA la música del siglo XX. Lo importante es que, al final, se ha hecho justicia: el CD nació de manera artificial, una necesidad no necesaria, una comodidad injustificable si no era desde el mero lucro empresarial (convenientemente camuflado como “avance tecnológico”). Y ahora lo vemos perecer bajo la espada de la razón, emitiendo espantosos grlgrlrgrlgrl digitales, implorando una prórroga, pidiendo disculpas. ¿No es un gran momento?
Kiko Amat
(Un segundo y final análisis de los formatos de audio y los CDs, publicado originalmente en la revista Bostezo#2)