Ensayo El autor francés Daniel Pennac relata en Mal de escuela sus años de mal alumno y su metamorfosis de analfabeto a novelista
Un zoquete es un zoquete es un zoquete, pero no todos los zoquetes son iguales. Hay un tipo de zoquete -la palabra no es un insulto, aquí- que encarna el exitoso escritor francés y ex-maestro de escuela Daniel Pennac (Casablanca, 1944): el zoquete que se redimió, que logró ser algo. El ceporro que dejó de serlo, rompiendo el círculo perfecto de su burricie. Y luego está el zoquete que no lo era, pero al que el peso de las expectativas nulas (y las hormonas en rebelión) le convirtieron en uno. Una comparativa de la curva de zoquetería de Daniel Pennac con la del que esto escribe nos da una V perfecta: el final de su época de mal alumno es el inicio de la mía. Pennac deja de ser un zopenco a los 14, edad en la que yo descorchaba el champán de mi épico fracaso como bachiller. En un gesto de bravo periodismo de investigación he rescatado mi boletín de notas del cajón en el que lo tenía escondido, y lo que he encontrado me ha hecho reír. No tanto por el aumento geométrico de INSUF y MD que traía cada nuevo año, sino por el despatarrante despliegue de NP (en rojo sangre) escritos debajo de la casilla de Septiembre. Puñados de No Presentado, que llegan a su cenit glorioso en COU. No Presentado, que traducidos al lenguaje normal significan: Ya se pueden confitar ustedes la universidad, señores míos. ¿Dónde están todas esas fiestas, eh?
El caso de Daniel Pennac es distinto. Pennac era aquel niño que todos tuvimos en la clase en EGB; el que parecía tonto, sí. El que no acertaba una, y luego los demás masacrábamos a golpes de bolas de AEIOU en el patio. Mal de escuela es un libro sobre aquel zoquetón, y la redención que viene implícita en la propia existencia de esta obra, así como en sus años de maestro y autor best-seller. En sus páginas se nos presenta al Pennac niño, una auténtica piedra de río que ninguna materia puede penetrar. Un borrico revestido por la armadura del no-aprendizaje, blindado contra toda asignatura. O, como define poéticamente el autor: “Un zoquete sin fundamento histórico, sin razón sociológica, sin desamor: un zoquete en sí. Un zoquete arquetipo. Una unidad de medida”. El niño Pennac, “hijo de la burguesía de estado, nacido de una familia amorosa, (...) Y, sin embargo, un zoquete”. El memo inexplicable. El chaval que vive “la pasión del fracaso”. El que nunca llegará a nada, como tantas veces llegamos a oir ambos.
Mal de escuela es la crónica de su salvación. De la conversión de analfabeto a novelista, “la metamorfosis de zoquete a profesor”. Tras una primera parte en que Pennac abre su corazón de ex-asno, el escritor documenta su ascensión y nombra sus salvavidas: la lectura, por una parte, y tres profesores que confiaron en sus capacidades por otra. Pero Mal de escuela no es una glorificación de la clase docente, sino todo lo contrario; es la denuncia de una parte del profesorado como gang de destruye-futuros abúlicos e incompetentes (cuando no abusivos), una mafia de pasivos funcionarios incapacitados para enseñar a nadie, y mucho menos a chavales problemáticos. Pennac se ensaña educadamente con esa fracción; los que “prohíben el porvenir”, como define en el libro. Los que, de tanto “blandir el pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo” anulan toda expectativa de futuro en el alumno. Pennac sabe, por experiencia doble, que el profesor tiene que enfrentarse al último de la clase. Porque el maestro representa su salvación, por un lado, y también porque ese niño es “la encarnación de (su) propio fracaso profesional”.
Así, Pennac se salvó, terminó el bachiller y fue a la universidad. Fue maestro, y luego novelista. Es ese maestro old school el que, en la quinta parte del libro, examina al “zoquete contemporáneo”, la única sección de Mal de escuela que contiene un vago aroma a señor de otra era. Cuando Pennac relata indignado (uno casi puede verle levantando el bastón, jurando al cielo en pantuflas) que los jóvenes de hoy llaman a sus prendas por la marca, y grita “¡Los que os comen el tarro no son los profes! ¡Son las marcas!” no es tanto que le falte razón -los niños se han convertido, efectivamente, en clientes- sino que suena como alguien que acaba de materializarse aquí desde el siglo XVI. Pero es ésta una mella insignificante en un trabajo sobrio, sincero y muy necesario.
Kiko Amat
Mal de Escuela
Daniel Pennac
Mondadori
Traducción de Manuel Serrat Crespo
253 págs.
Mal d’Escola
Daniel Pennac
Empúries
Traducción de Joan Casas
264 págs.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 22 de octubre del 2008)