‘¡Emborracharos!’ dijo el poeta elegante, y algunos lo tomamos más al pie de la letra que otros. El impulso del brindis, el trampolín de la discusión que desata el vino, llevan al hombre a la gloria y a mi personalidad múltiple a las mazmorras del oprobio. Pero no se puede hacer tortilla sin romper unos cuantos huevos.
Levantarse no debería ser así. No debería ser una mezcla del film de cabezas estallantes ‘Scanners’ y la tortura que sufrió Prometeo por llevarles el fuego a los hombres, con la serpiente masticando su hígado durante toda la eternidad. En mi boca, como decían los Pavement, no debería haber un desierto. No debería ser así y, sin embargo, es.
Me pongo en pie, veo el cono de tráfico al lado de la cama y, cegado por el dolor, rezo porque Naranja no lo haya visto, porque ayer no hiciera nada peor, porque no tratara de mear por la ventana.
“Buenos días”, le digo al entrar en el comedor arrastrando los pies y el alma. El saludo nunca ha significado menos.
Al verme, cae al suelo en un San Vito de carcajadas.
“¿De qué te ríes?”, le pregunto, aunque lo intuyo. “¿Hice algo raro ayer?”.
Naranja me observa un momento de arriba abajo con los ojos sumergidos en lágrimas. Naranja es mi novia y, con todos esos incendios pelirrojos en la cabeza, parece una botella de butano del revés.
“¿No te acuerdas de nada?”
“Grmrmbrl”, balbuceo, y quiero decir: Sea lo que sea, lo lamento.
Ella vuelve a carcajearse.
No tengo intención de negar que los bares, con su formica y su jolgorio, ejercen en mí una formidable atracción magnética. En los bares se experimenta una cancelación momentánea de la vida normal, y la bebida -tomada racionalmente- es una de las puertas de entrada al juego, a lo no-serio. O, al menos, esas son las tonterías que se te ocurre decir cuando estás bajo sus efectos.
La verdad es que, como decía Colin Wilson en su ‘The sex diary of Gerard Somme’, todo intento de vivir la vida con una cierta intensidad es una constante guerra contra la vagancia y mortalidad de nuestro cuerpo. Para vencer este combate de wrestling contra la conciencia existen una serie de llaves útiles que liberan lo bello, divertido y no-productivo: la música, los libros, el sexo, algunas drogas y –por supuesto- el alcohol. El viejo John Barleycorn. Según Jack London, “la compañía ideal para caminar por la senda de los dioses”, ideal para “gentes que queman su vida en las llamas de su propio ardor”. Porque ya lo decía Guy Debord, “uno ha de haber bebido mucho antes de encontrar la excelencia”.
“Deja de romantizar tu borrachera con citas”, me contesta. Debo haber estado pensando en voz alta. “Ayer no hiciste nada heroico, aparte de dedicarme El Conejo Heavy Metal y Le Petit Nudiste”.
Oh, no. Esos dos son mis bailes patentados de ebriedad. En el primero, un hombre flaco, desgarbado y poseído hace ver que toca la guitarra eléctrica en calzones y con un calcetín en cada oreja. En el segundo, el mismo hombrecillo de antes da brincos de ballet clásico, pero completamente desnudo.
“¿Algo más?”, pregunto, sin esperanza.
“Me escribiste un poema. Fue muy dulce, la verdad”, me contesta, alcanzándome el bloc de notas.
Y en la hoja sólo aparecen unkz pwar de linkeass dhe indsdeshcuifrable dislehgcxia alcohggohloica.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 24 de agosto del 2005)