Mi mente y mi cuerpo existen en edades distintas y, como en una chicane del Scalextric, sólo se encuentran muy de vez en cuando. En mi quinta personalidad trato de inmovilizar el paso del tiempo con discos y ropas, pero sólo consigo parecerme a un anciano extravagante de la corte del Rey Sol.
La gente habla de envejecer dignamente, sin darse cuenta de que es el mayor oxímoron de la historia: no hay forma de envejecer dignamente. La piel se resquebraja como la tierra de un viñedo, la carne se pudre y desprende, el espíritu sufre una hipotermia emocional por la que nada importa, nada trasciende nuestra superficie. No, yo no voy a hacerme viejo; lo he decidido. Como dijo el mago ocultista Alesteir Crowley, el niño en mí debe ser coronado y reinar. Y mi niño es un monarca absoluto, un déspota ilustrado que –como aquel personaje de Sandman- no envejece por el mero hecho de negarse a ello.
‘O sea, que no me acompañas al súper’.
‘Ir al súper es de viejos’.
‘¿Cómo?’
‘Me has oído perfectamente’.
La que pregunta es Naranja, mi novia. El que respondo soy yo, inusualmente chulo y a punto de morir asesinado. Naranja tiene el color de hilo de cobre de un cable pelado, y por su interior pasa la corriente AC/DC de mala leche de las pelirrojas genético-militares.
Hace unos días me acordé de aquella historia de H.P. Lovecraft, El antepasado, en la que el protagonista regresa a un estrato primitivo del hombre mediante determinadas drogas y cánticos. Y pensé, ¿será eso lo mismo que intento conseguir desde hace años? Congelar el proceso de decadencia mediante una sobredosis de música pop, peinados absurdos, chapas coloreadas. Quizás ese hacer ver que canto el “In the city” de los Jam en un micrófono intangible es mi sortilegio de la juventud, mi baile pagano de eterna pubertad. Porque a lo mejor hacerse viejo es un virus; algo que acontece cuando nos exponemos a la infección. Quizás si te apartas de su camino, evitas su tacto, consigues eludir la vejez completamente.
Desgraciadamente, envejezco igual. En días de resaca me siento y levanto con un estertor de la muerte que suena así: GKHHJJJKHHHH. El retrato de Dorian Gray en mi desván es ya un mural trompe l’oeil de 40 x 40 metros. El Peter Pan que me tatué en el brazo a los diecinueve años en un gesto de brutal desafío a la madurez (las palabras que lo rodeaban, “Forever Young; All or nothing”, sonaban en mis oídos como una especie de juramento suicida normando) se ha desplazado hasta mi codo, subido a un glaciar recalentado de piel muerta. Y, pese a todo ese deterioro, mi casa sigue decorada como la habitación de un adolescente, como un mapa que sólo reprodujera los relieves de mi mente y olvidara los surcos de mi cuerpo. Vivo en un modelo a escala del interior de mi cráneo teen, cercado por una muralla de discos y posters y películas, imaginando que paralizo definitivamente la atrofia corporal.
A eso le llamo yo negación de la realidad.
‘Por última vez: ¿Vas a acompañarme al súper o no?’, me insiste Naranja.
‘Ya te he dicho que es de viejos. No voy a ir’.
‘Pues deberías. Tienes 34 años, por el amor de Dios’.
‘Físicamente tal vez, pero ¿cuántos años mentales dirías que tengo?’, le pregunto, feliz de haberla atrapado en mis cepos de raciocinio.
‘Dos’.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 03 de Agosto del 2005)