Aborrezco el turismo, y mi idea de un desplazamiento largo es una deriva situacionista por los bares del barrio. Es cierto, viajar no es lo mío, y mi localismo de gusano barcelonés la séptima ancla de mi psique multifacial. Como Byron, sólo me iré cuando alguien amenace con matarme a patadas.
“¿Sabes cuanto hace que no vamos de viaje?”
Estoy sentado leyendo un libro de humor inglés de los ‘50 de Stephen Potter, comiéndome unas anchoas, bebiéndome una cerveza. Es la una y media, una de mis horas del día favoritas; una de esas horas que son preludios de cosas, y que basan todo su placer en la anticipación de lo siguiente. Y es que, como cantaba el grupo femenino Delta 5, “la anticipación es mucho mejor”. Otra de mis obsesiones permanentes.
Al principio aparento no haberlo oído, tratando de recuperar mi instante de inmenso placer solitario. Cuando he releído la misma línea 100 veces me doy cuenta de que Naranja no va a moverse hasta que haga acto de reaccionar ante su presencia; su postura de ciudadano pompeyo atrapado en lava evidencia que planea quedarse inmóvil eternamente. Levanto la vista con cara de trágica inconveniencia.
“Un año y medio”, se autocontesta. Naranja siempre se autocontesta. Nuestras confrontaciones son un perpetuo frontón dialéctico en el que nadie me ha prestado una raqueta. Naranja, por cierto, es mi novia de colores. Con su cabeza oxidada y su pelaje jaspeado, en estos momentos parece un guepardo a punto de lanzarse sobre un ñu.
“Te agradecería”, continua, “que si no quieres irte de vacaciones a ninguna parte me lo digas ahora y me busco a otra persona”.
“Lo dices como si no me gustara ir de viaje”, contesto, manso como un mamífero con el cuello rebanado.
“El Carmelo y la Barceloneta no cuentan. Me refiero a un viaje de verdad, a otro país ¿Quieres irte de vacaciones o no?”
Por supuesto que no. Detesto viajar. No me gusta ir en coche, y mucho menos en avión, y cosas que hagan transpirar como la bicicleta están descartadas de entrada. Me pregunto qué provoca en mis congéneres humanos esa ansia irrefrenable de ir a hacer el ridículo a lugares lejanos. Imagino que el deseo de unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, como decían los Sex Pistols en ‘Holidays in the sun’. Imagino que la ilusión espectacular de superar la aplastante rutina diaria.
Admito que hacia esto último siento empatía aunque, como el dandy protagonista de ‘Au Rebours’ de J.K. Huysmans, estoy convencido de que no hay viaje que no pueda hacerse en casa con la ayuda de algunos libros, licores intoxicantes y discos adecuados. En caso de requerirse mayor exotismo, tan sólo haría falta añadir láudano, ragas de Ravi Shankar y un poco de incienso del Todo a 100 y ¡alehop! Visiones extracorpóreas en el Ganges, sin mosquitos ni pantalones cortos.
“Por supuesto que sí”, le contesto al fin.
“Perfecto. Apunta en este trozo de papel dónde te hace más ilusión ir, y yo haré lo mismo. Luego miramos las que coinciden”.
Durante unos segundos sólo se escucha el crepitar de los lápices sobre el papel. Pasado un tiempo prudencial, le leo mis respuestas.
“Frente del Ebro, 1938. Whitechapel 1860. Soho 1961”, y me echo a reír. Cuando veo sus ojos, paro en seco y empiezo a romper el papel en trozos cada vez más pequeños.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 17 de agosto del 2005)