El dandy catalán Francesc Pujols lo llamaba su vocació indumentària. Los que me rodean lo llaman completa chifladura del vestir. Y mientras decido cual de las dos cosas origina el lado más lechuguino de mi carácter catorcédrico, aún me sobra tiempo para buscar ese abrigo con el forro así y la manga asá.
‘¿Vas a tardar mucho?’, me pregunta.
Veamos. Me he puesto unos Levis blancos acabados de planchar sin raya, una camisa a cuadros azules con el cuello abotonado, unos calcetines de nylon azules a juego y unos brogues de piel girada marrón. Es el look que llamo “Almuerzo a la orilla del Tíber”; una mezcla tonificante de colorido continental y sobriedad británica. Una mezcla de los Four Tops del 66 con el Alain Delon de A plein soleil.
‘Ya casi estoy’, le contesto. ‘Es sólo que no sé si ponerme encima un cardigan amarillo o una de las chaquetas tejanas de pana. ¿Tú qué crees?’
‘Creo que vamos un momento al banco. Creo que te puedes poner cualquier cosa’.
‘¿Estás loca?’, le digo, alarmado. ‘¿Cómo se te ocurre decir algo así?’
Naranja me mira con cansancio, como un minero que hubiese pasado mucho tiempo en un túnel oscuro que no avanza. Naranja es mi novia. De lejos parece como si una cascada de zanahorias le surgiera de la cabeza, salpicando en todas direcciones. De cerca, su cuerpo está cubierto de topos multiformes, como un test Rorscharsch humano.
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre me ha perdido la ropa hermosa. De niño cuidaba con atención y Kanfort blanco mis bambas Paredes de velcro cuando todos mis compañeros de EGB las llevaban destripadas y llenas de fango. El primer día de clase de 2º de BUP me presenté con americana negra de tres botones y jersey de cuello alto gris cuando a mi alrededor todo eran tejanas holgadas y pantalones nevados; como un Terence Stamp perdido en Mundo Ramazzoti.
Me hice mi primer traje a medida a los 16 años, en un sastre del Carrer Hospital que se llamaba R. Ferran. Era marrón claro, de cuatro botones y solapas estrechas, y tenía los bolsillos de los pantalones horizontales. Adoraba esos toques minúsculos, como el botón ornamental de la nuca de los cuellos de camisa ingleses, y los bajos de los tejanos vueltos y cosidos para que siempre estuviesen firmes. Esos eran mis detalles sublimes, la poesía cotidiana de la que hablaba William Carlos Williams. Una elegancia fuera de contexto que se negaba a ser una nota en la partitura de las convenciones sociales. Una estética llena de códigos secretos que conjuraba estridencia y discreción en una esquizofrenia de tono be-bop. Calma recién planchada y una tormenta de mensajes encubiertos en forma de polos verdes de nylon, cinturones blancos, calcetines granate, bufandas universitarias, pañuelos de paramecios.
‘Ahora en serio’, insisto, una chaqueta en cada mano. ‘¿Cardigan o pana?’
‘Sabes de sobra que te vas a poner lo que te de la gana, diga lo que diga’.
Frunzo el ceño y miro al suelo, ofendido.
‘Vale, vale. Tejana de pana, entonces’, me dice, con la sonrisa maliciosa del que acaba de atar una camisa de fuerza después de un esfuerzo extenuante.
Pongo el cardigan delante de su nariz, y el vendaval de su carcajada de Goma 2 me levanta el cabello de las patillas.
‘Tienes dos oportunidades’, le digo.
Kiko Amat
(Artículo aparecido en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del dia 10 de agosto del 2005)