Ensayo Galaxia Gutenberg recopila en el tomo Elevación, elegancia y entusiasmo veinte años de artículos de Francisco Casavella
Que yo recuerde, siempre quise ser Francisco Casavella. Me encantaría creerme esto que acabo de decir, aunque lo cierto es que ignoraba su existencia hasta hace cuatro años. ¿Cómo? ¡Imposible!, exclamarán estupefactos todos ustedes; pero es la triste realidad. No sabría explicar la razón, aunque intuyo que –conociéndome- se trataba de que no era inglés (cosa que de ningún modo era culpa suya) y de mi natural prejuicio hacia la mayoría de autores españoles veteranos: siempre culpables (de tedio) hasta que no demuestren lo contrario.
La cuestión es que al final le leí, y se abrieron los cielos y emergieron siete ángeles con siete trompetas. Toda la vida pensando que andaba solo (literariamente) por las dunas de la narrativa en castellano, como el polvoriento poor lonesome cowboy de los westerns, y resulta que Casavella siempre había estado allí, a mi lado. Uno de los nuestros: de barrio, fan del pop y la música negra y la cultura popular, anti-cinismo y pro-entusiasmo, anti-advenedizos y pro-pasión. Y sus novelas no hablaban de otros escritores (muertos, rusos), ni se regodeaba en el canon literario de la burguesía, sino que su ficción hablaba de rumberos de su calle, delincuentes, bailarines de bugulú, legiatas, losers errabundos y borrachines.
Por supuesto, cuando digo que andaba a mi lado no estoy sugiriendo que pueda compararme a él. Sólo los memos creen que pueden sentarse así, por las buenas, a la derecha del padre. Casavella, desde mi primera lectura, se convirtió en mi héroe. Ignoren el aforismo pseudo-punk “No more heroes”: no hay que tenerlos cuando son de talento raquítico, aspiraciones fenicias y estilo plúmbeo. Cuando son elevados –como era él- es perfectamente lícito erigirles como inspiración y cima.
Desgraciadamente, casi no llegué a conocer a mi particular héroe narrativo, pero una de las pocas –y, maldita sea, breves- ocasiones en que hablamos me las arreglé para soltarle que me ponía negro que fuera mucho mejor escritor que yo, y que ni siquiera su senioridad me servía de consuelo. Él se tronchó, cómo no; más aún cuando mascullé que podía usar mi patética cita para el fajín de su próxima novela. Su respuesta aún resuena en mis oídos: “Siempre seré mayor que tú, Kiko”. La madre que lo parió. Como diciendo: ya no me pillas, tío.
Elevación, elegancia y entusiasmo es, además del libro con mejor título del año, una selección del Casavella no-narrativo, el que colaboraba con periódicos y columneaba aquí y allá. Pero no teman: es el mismo escritor, y su estilo (que intentaba ser “elástico, duro y hermoso”) está en todos y cada uno de estos ensayos. En algunos de ellos, el estremecimiento dérmico que provoca es parejo al que causaban cimas narrativas como El triunfo o El Secreto de las fiestas (que no es un libro menor, como insisten con miopía crónica algunos popes catódicos). Cojan “El gran momento” (El País, marzo de 1997) cuando habla de aquellos congéneres de su juventud aquejados de ínfulas intelectuales: “No comprendía cómo alargaban tanto sus días cuando la vida era tan corta (...), en lugar de triscar hasta la discoteca más cercana para morrearse a todas las chicas del mundo”. O el vasto universo que exhibe en la definitiva “Prueba del nueve” (El País, septiembre del 2004), una crítica del 31 canciones de Nick Hornby que empieza con la frase “En el principio, fue la música popular”, y añade que él mismo jamás hubiese entendido cierto punto y coma de Stendhal si no hubiese escuchado el parón orquestal de “It’s a man’s man world” de James Brown & The JB’s. En los lectores, bocas abiertas como túneles.
El Casavella más airado, el que odiaba a los apáticos y los fariseos, a los que sacralizan la banalidad y se enriquecen con la ignorancia general, sale a relucir en artículos como “Voltaire era punk, quedan avisados” (El País, enero del 2006), donde sale en defensa de la flaqueza humana y arremete contra Ken Goffman (autor de La contracultura a través de los tiempos) por despreciar el trágico ocaso de los últimos años de Kerouac. “El Kerouac que interesa a Goffman” –dice Casavella- “es el amable y manejable icono beat, no el hombre que se desmorona en casa de su madre. Pero el Kerouac beat atañe a lo espectacular y el Kerouac repugnante atañe a la condición humana. Y lo espectacular, a su vez, atañe a la tiranía, mientras el interés por la condición humana atañe a la libertad. Goffman, que también divide el mundo en buenos y malos, es de los malos”. Gritos y vítores desde el gallinero.
Por todas partes, claro, reluce el humor sobrio e implacable del autor. En una ocasión -“Y los niños pasan página” (El País, octubre del 2006)- Casavella habla de dicho atributo sin darse cuenta de que está describiéndose a sí mismo: “La sabiduría es poseer un excelente sentido del humor, siempre bajo la atenta vigilancia de una lucidez nada presuntuosa”.
En innumerables ocasiones, el autor toca la emoción, el temblor apasionado, como si fuese aquel un fragmento destinado a brillar en su mejor libro. En el artículo que da título a esta selección, y que discute las tres aspiraciones que debe tener un creador (la trilogía es la misma que John Coltrane enumeró en A love supreme), el escritor concluye: “En Coltrane (...) se oye la hipnótica y algo histérica voz de los predicadores como se oyen los trucos de la música de baile y, desde luego, la inseguridad de todo gran creador, que lleva una carga, sin duda, pero la proyecta, fresca y dura como su magnífico arte, con elegancia, elevación y entusiasmo. Con dicha. Ahora”.
De vez en cuando, muy ocasionalmente, Casavella se equivoca o parece no alcanzar. No saben ustedes qué alivio, ver que también era humano y que, como tal, estaba sometido a imposiciones contractuales y lastrado por la repetición endémica del columnismo. En varias instancias se hace dolorosamente patente la lucha del escritor por sacarle algo de lustre a temas cotidianos que carecían de interés alguno. Hay un artículo llamado “Un día en la vida” en el que habla de un skin nazi y cuyo tono tertuliano es extrañamente apocado. Es un escrito muy poco Casavella que, sin embargo, cumple una función: recordarnos que el destino de todo aquel que escribe compulsivamente es tropezar alguna vez.
Invariablemente, es cuando habla de música que arde el coliseo y todos lanzamos los lepantos al aire. En sus textos sobre discos y canciones trasluce lo inaudito (en España): he aquí un narrador de excepción que a la vez tiene buen gusto musical. Casavella estaba loquito por los discos, el baile (las referencias al mover el esqueleto abundan en sus libros), el pop y la música negra. Amaba la rumba, el bugalú, el soul gentil de Curtis Mayfield y el cabreo frenético del punk, las luces de la nueva ola, el reggae y el ska, adoraba a los Fleshtones con devoción (“American beat 84” era de sus temas preferidos), le pirraban tanto el northern soul (del que dice “Sin esa música y esa gente no hay momento. Y sin una sucesión de momentos, no hay una emoción, ni una época”) como Dr.Feelgood. Nunca dejaba escapar la ocasión de predicar sobre el funk que le enamoró desde su más barbilampiña juventud en las discos del Paralelo, y muchos de estos textos se centran en aquellas canciones de club que, en cierto modo, le hicieron como era. Lean “El diablo en la canción” –donde habla de punk y de nostalgia, sentenciando “esas canciones son yo mismo ahora”- y entenderán la manera en que esos discos fueron su fuelle, el combustible para su pasión y dedicación.
Hace pocos días volví a pensar en Casavella, al acudir a la presentación de una excelente novela de un autor catalán. El corazón se me rompió cuando, comentando el escritor las referencias musicales de su libro, oí repetir los mismos lugares comunes sobre los “grandes” grupos del rock blanco de los 70, y los mismos desprecios paternalistas hacia la música disco (y también el punk) que son moneda común entre el sector rockista-cretácico y los fans de Led Zeppelin. Casavella sabía que aquello –la música de baile- no sólo no era basura efímera, sino una de las más gigantescas manifestaciones del gozo, la promesa, la comunión y la emoción que se han producido en el siglo XX. Allí pensé en Francisco Casavella; en cómo, enfrentado a esa condescendiente cerrazón rockera, se hubiese puesto en pie (con sus intimidatorios casi dos metros de altura) y hubiese cantado “Got to be real” de Cheryl Lynn como si se tratara de un himno. Y hubiese bailado, porque, como él sabía muy bien: ¿Qué es el sentido de la vida sino un ansia de bailar?.
Ah. Allí eché de menos a Casavella, más que nunca. Pero ahora, al menos, puedo abrazar el consuelo y la inspiración constante de Elevación, elegancia y entusiasmo. Una lectura tan didactica como apasionante.
Kiko Amat
Elevación, elegancia y entusiasmo Artículos y ensayos (1984-2008)
Francisco Casavella
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
997 págs
Prólogo de Jordi Costa
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 27 de enero del 2009. La foto muestra a Francisco Casavella y DJ Ragnampiza entrevistando a Gil Scott-Heron en el hotel Calderón de Barcelona, 1985)