29 de gen. 2010

Bailaré sobre tu copyright


Cultura del remix
El filme Rip! A remix manifesto explora la naturaleza revolucionaria del mash-up y su principal artista, Girl Talk.


Ha muerto Roy E. Disney, sobrino de Walt; perdonen si no me levanto. Como sucedía con el tío Walt, su cara de honrado tendero escondía una alma negra como un tizón, y su empresa ha simbolizado desde siempre el afán de lucro salvaje. Y es que es imposible hablar de leyes de copyright sin hablar de Disney, su principal lobby de presión. Sí, lectores: las leyes de extensión de copyright de 1998 (por las cuales se extendía el copyright de una obra a 70 años tras el fallecimiento del autor) son un invento tan Disney como Peter Pan o Pinocho.
Pero, un momento... Ustedes ya habrán cazado la patente hipocresía que se agazapa tras estos títulos: ¡Eran obras ajenas! He aquí un inmejorable ejemplo de delirio capitalista: la empresa que ha impuesto las peores leyes de copyright de la historia no hubiese triunfado de haber existido esas mismas leyes hace medio siglo. Walt copió todos sus hits de la tradición popular europea, y luego les metió cerrojazo para que nadie pudiese imitar su vil plan. ¡Viva el mal, viva el capital!

Toda esta diatriba anti-Disney que estoy escribiendo (a escondidas de mi hijo) viene a cuento de un artista llamado Girl Talk, y un documental sobre el mismo titulado Rip! A remix manifesto. Girl Talk es el pseudónimo de Gregg Michael Gillis, un chaval americano de 29 años definido por The New York Times como “un pleito en ciernes”. Girl Talk, a quien amo, es uno de los más célebres representantes del mash-up, de la cultura del remix o, si ustedes son lectores del Babelia, la “recontextualización musical”.
No se me asusten por el palabro: lo que hace GT es fácil de explicar, y el ejemplo más claro de que un claro posicionamiento anti-corporativo no implica jeremiada manuchaera. GT se autodefine como “entertaining avantgarde”, y no para darse aires: su música, felizmente inclusiva, cruelmente bailable, es realmente el arte folk del futuro. Canciones pop de dos minutos y medio hechas a partir de pedazos de otras. Pues sí: Girl Talk agarra por su cara bonita esa línea de bajo de los Jacksons, ese riff soez de Queen y ese verso fino de las Emotions (y 20 cachos más), y los hace una canción suya. Aquellos de ustedes que estén pensando “Pero eso es copiar” es porque (no se ofendan) no se han molestado en investigar la creación del arte a lo largo de la historia.
Cuando el simpático Conde de Lautréamont dijo, en pleno subidón de opio, “el plagiarismo es necesario; el progreso lo exige” no estaba intentando colarnos una flácida excusa para la vagancia intelectual; simplemente efectuaba una deducción basada en hechos históricos. Aunque quizás “plagiarismo” suene feo: mejor decir que el progreso se fundamenta en agarrar ideas previas y transformarlas para mejor. Esto es irrefutable tanto en ciencia como en cultura; campos tan dispares del conocimiento humano como la lucha contra el cáncer o el rock’n’roll están sujetos a la misma ecuación.

El documental Rip! A remix manifesto (Brett Gaylor, 2009) demuestra el teorema sobre la pizarra y con ejemplos pop: el “Whola Lotta Love” de Led Zeppelin es una fusilada nota-a-nota del “You need love”, un blues de Muddy Waters. “The last time” de The Rolling Stones es casi la misma canción que “This may be the last time”, un gospel de 1955 de The Staple Singers. Indudablemente, la versión de Jagger/Richards añade ese patibulario ritmo del garaje que no existía en la original, pero es que de eso se trata: pinzar un X del dominio público y manosearlo para conseguir un mejorado Y.
No deja de ser paradójico que el sector lunático de los detractores del hip hop y el sampleo ponga siempre como ejemplo de música “auténtica” a sonrojantes plagios rock de la música negra y el folk. Uno diría que el acto de imitar un riff de R&B, cambiarle un poco la letra y meter un pedal wah-wah, y llamar al resultado “una canción nueva”, es exactamente lo mismo que hace Girl Talk. Pues no: según los abogados de copyright y el sector corporativo que representan, lo segundo es el refrito ilegal de un delincuente con laptop. Como ven, es la situación Peter Pan-Disney una vez más: Yo sí puedo, tú no puedes, y mi papá le pega al tuyo.
Esta actitud provoca sinsentidos tan jocosos como el del conocido pleito Stones-The Verve de 1997. Los últimos tomaron prestado un arreglo de la versión del “The last time” que hizo The Andrew Loog Oldham Orchestra -un frankestein creado para exprimir aún más la ubre stoniana- y lo adosaron como melodía base de su hit “Bittersweet Symphony”. The Rolling Stones demandaron al grupo por plagio, y el juez dictó sentencia a su favor, obligando a The Verve a pagar un inaudito 100% de los royalties. Poco después, los Stones vendieron la adquirida sinfonía de The Verve para un anuncio de Nike. Y el ojo oscuro de Mordor, entretanto, cada día más poderoso.

Rip! A remix manifesto demuestra, entre muchas otras cosas, que -como tantas otras guerras justas del pasado- la batalla copyright-copyleft tiene los lados bien definidos, y estos se definen también por quién defiende qué. En un momento clave del film se nos muestra un debate televisivo del año 2000 sobre Napster (la ilegalizada red de intercambio peer-to-peer) entre Chuck D (de Public Enemy) y Lars Ulrich (de Metallica). ¿Han visto alguna vez a una mamá tratando de hacerle comprender a un niño especialmente cejijunto por qué hay que compartir, y por qué es malo acaparar todos los juguetes? Pues el debate es algo parecido, pero entre músicos adultos; lo único que falta es el coscorrón final al Ulrich. Que yo le arrearía, como imaginan.
Kiko Amat

Rip! A remix manifesto
Brett Gaylor, 2009

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 27 de enero de 2010)