Tony (James Fox) es un pijo inglés. Un pijazo pomposo y malcriado, incapaz de prepararse un huevo frito y que nació con media panadería bajo el brazo. Barrett (Dirk Bogarde), por otra parte, es un pieza. Un criado-mayordomo servil pero sutilmente insolente que entra al servicio del primero. El sirviente describe la forma en que se corrompe la relación entre ambos, en una creciente podredumbre conyugal orquestada con subterfugios por Barrett, quien para entretenerse y atizar el fuego de su rabia de clase no deja de practicar juegos jode-mentes con el memo de su amo. Entre ellos está el incorporar al servicio de la casa a su “hermana” Vera (Sarah Miles) -atención: vienen spoilers- quien al final no es su hermana sino su amante, y quien termina beneficiándose también a un confuso Tony, situado en un triángulo amoroso-pestilente que ríete tú de las novelas de Shena Mackay. Tony, al descubrirlo, pone de patitas en la calle a Barrett y a su “hermana”. Pero entonces Vera deja a Barrett, y Tony (abandonado a su vez por su prometida Susan) readmite al ponzoñoso criado, inaugurando una nueva fase en la que ambos juegan a la destrucción mutua con renovadas fuerzas. La cosa termina fatal, como se imaginan.
Considerando este argumento, es lícito preguntarse si El sirviente es un sulfúrico comentario sobre la lucha de clases y la necesidad de dominación de un hombre por otro o “va de un hombre y su criado”, como se dice que comentó Harold Pinter, su guionista. Cuando nació como noveleta en 1948 de la pluma de Robin Maugham (sobrino de Somerset) era más bien lo segundo, pero Joseph Losey contrató al dramaturgo -entonces pre-laureado, y quizás el autor de teatro con peor fama del Reino Unido- para hacer el script. Pinter lo hizo con tenazas y aguarrás, dejando tan sólo la más mínima expresión de la estructura original. En aquella, el mayordomo Barrett parecía la caricatura de uno de los Doce Sabios de Sión, pues Maugham le pintaba antisemíticamente como “un pez con los labios pintados”, describía su apariencia y voz como “aceitosas” e insinuaba -utilizando otras palabras- que su peor defecto era no ser de clase alta. Harold Pinter agarró todo esto y lo cercenó una y otra vez con su espada triunfadora, transformando mágicamente la obra en una suerte de glosa del “socialismo espontáneo” (como dijo David Caute, biógrafo de Losey).
Con todo, El sirviente no contiene traza alguna de panfletarismo, pues Losey -sin ser un sucio delator como Elia Kazan- era el menos rebotado de los americanos damnificados por la Caza de Brujas (firmó decenas de voluntarios affidávits en los que se autoexculpaba de cualquier conexión izquierdosa). A Losey lo que le interesaba era describir “la destructividad que provoca el intentar vivir bajo estándares obsoletos y falsos... Este es un filme sobre gente para quien el servilismo es una forma de vida”. Por ello, aunque el guión era de Pinter y muchas de las escenas contenían toques sugeridos por el director (en una colaboración idílico-laudatoria entre ambos que el obsesivo Losey no volvería a conseguir junto a nadie), fue Dirk Bogarde quien se llevó el gato (bolchevique) al agua. Son sus gestos de contenida irritación proletaria, su malévolo deambular alrededor del amo, sus expresiones de asco sonriente las que le dan a Barrett ese toque ai uix. Bogarde admitió en una entrevista para la revista Isis que se había metido en el papel de Barrett como si “llevase una cremallera en la espalda”. Y Harold Pinter añadiría que la constante intención carroñera de Barrett no estaba en su guión, donde las acciones del criado respondían más a un espontánea manifestación de hartazgo que a una planificada campaña de terror. Es decir, que una parte del espíritu del sirviente se debe en exclusiva a Bogarde: no hay más que ver la tensión muscular asesina que soporta su mandíbula durante la entrevista de trabajo con el señorito Tony para darse cuenta de que Barrett ya está conteniendo su ira anti-patrón. Y sólo han pasado tres minutos desde los créditos de inicio.
El sirviente triunfó en toda Europa a su estreno en 1963, le devolvió a Losey el prestigio perdido en Estados Unidos y no tuvo más que críticas celestiales en Inglaterra, donde sólo perdió el premio a Mejor Película de la SFTA porque ese mismo año también estaban nominadas (agárrense) Tom Jones (Tom Richardson), Billy Liar (John Schlesinger) y This Sporting life (Lindsay Anderson). 1963 debió ser un gran año para ir al cine.
Kiko Amat
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 30 de septiembre de 2009 con ocasión del ciclo Joseph Losey en la Filmoteca de la Generalitat)