Cuando la disciplina de un artista vean cambiar, pongan su vergüenza ajena a remojar. O, dicho sin ripio: casi siempre que un creador ha querido dar un salto tránsfuga y pasarse a otro arte, la cosa ha acabado en lágrimas. Especialmente cuando son músicos con pretensiones literarias. Muy pocos han conseguido algo que no sea una curiosidad-con-firma porque, simplemente, escribir canciones y escribir novelas son dos actos creativos que no se parecen en nada.
Dicho esto, los defensores de tal axioma nos hemos llevado un buen chasco este 2009 con La muerte de Bunny Munro, de Nick Cave. Superada ya la fase de mimetismo principiante que exhibía en su debut And the ass saw the angel, Cave ha encontrado al fin su voz. Y su voz es una carraspera de resaca atroz con aliento insecticida que acarrea efluvios de total sordidez: costras de semen fosilizado, niños no amados y mujeres suicidándose en batín.
Por todo ello muchos críticos ingleses, al enfrentarse con la novela, han dicho “it’s too much”. Demasiado patetismo, tajadas, cocaína y cópulas deprimentes. Esos críticos, por supuesto, son una pandilla de mojigatos. Y, aunque es cierto que en Bunny Munro hay un montón de todas esas cosas, y que es un libro asqueante y deprimente, nadie dijo que estuviésemos en esto para pasarlo bien. Bunny Munro acarrea una consistente carga de dañina verdad, aunque toca puntualizar que no es la verdad de Cave; desde su publicación, el músico no ha dejado de manifestarse en contra de Bukowski y la narrativa confesional, e insiste en que esto no está basado en su experiencia. A lo que nosotros solo podemos responder: Gracias a Dios. De no ser así ya estaríamos llamando a los loqueros.
La muerte de Bunny Munro es la historia del pichabrava del mismo nombre. Un representante de productos de belleza “vencido por los fantasmas de su propio dolor”, más misógino que un franciscano del año mil y con una pasión por la taja atómica que hace que Henry Chinaski parezca un amish. A Bunny acaba de suicidársele la mujer (por culpa de sus frecuentes cornadas), y decide echarse a la carretera, hacia los domicilios de varias posibles clientas-affaires en la costa sur inglesa. Ese periplo lo hará acompañado de su hijo de nueve años Bunny Jr., quien espera en el coche mientras Munro culmina sus sórdidos asuntos.
Así que ya ven. Este es su protagonista: una basura de hombre, para qué negarlo. Por otra parte, algunos de los libros más adictivos del siglo XX se centraban en la figura del basura cirrótico (pienso en Dinero de Amis), así que eso no cuenta como handicap. Y además, Munro no es tan despreciable; es sólo que sabe que es incapaz de amar, y eso le tortura, y esa tortura sólo puede aliviarse con sexo barato y güisky peor. Cuando el pobre Bunny piensa en su “trágica y lamentable” vida, cuando rememora a su mujer y el nacimiento de su hijo (“era demasiado amor”), no vemos a un Rasputín miserable, sino a un infeliz presa de sus demonios. Alguien que desconoce el cariño, y lo suple con algo que se le parece atávicamente: el polvo deslucido y triste.
Toda la novela es un descenso al Hades, lo sabemos desde el título: Munro va a acabar mal y cada capítulo es un nuevo escalón de indignidad, miseria, alucinaciones y resacas suicidas hacia la redención final. Los únicos alivios que encontramos son el ocasional humor negrísimo que exhibe Cave y la dulce figura del hijo, todavía incondicional de ese charlatán ridículo que es su padre. Y ambas cosas hacen de La muerte de Bunny Munro un libro aún más terrible y magnífico. Hubert Selby Jr. lo habría celebrado.
Kiko Amat
NICK CAVE
La muerte de Bunny Munro
Papel de Liar
Trad. de Miquel Izquierdo
237 págs.
La mort d’en Bunny Munro
Empúries
Trad. de David Fernández
271 págs.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 21 de octubre del 2009)