Yo sólo quería ir a bailar un rocanrol a la plaza del pueblo. ¿Era eso tanto pedir? Qué tristeza cuando me dijeron que eso ya no existía, y la plaza se llamaba Entorno Movistar. Me dijeron que ahora era la época del Festival. ¿Festival?, les dije yo. Suena divertido, les dije. Sólo que al poco me di cuenta de que no lo era.
El Festival Musical es la corporativización definitiva de la antigua Fiesta Mayor. Es la sublimación máxima de la idea de la música como máquina productora de dinero, en su manifestación física más nuremberguiana. Es el triunfo de la voluntad, sólo que es exclusivamente la voluntad de unos cuantos empresarios. Y, como tal, da miedo.
Miren ustedes qué excentricidad maoísta la mía, creo que los ayuntamientos están obligados a invertir en oferta cultural sin buscar réditos. En lugar de ello, y continuando con la tendencia a la privatización de la vida que lleva el país, han pasado la patata de los festejos a las corporaciones. La consigna es: Nada Gratis; y, desde luego, la música tampoco. Lo de bailar sin pagar es una cosa de anarquista loco de la Edad Media, algo totalmente passé. Sant Pere no volverá a cantar si usted no paga.
Eso sí, para que usted amortice el draconiano ticket, la organización del festival apretujará en una velada a la mayor cantidad posible de bandas. Es la concepción del Buffet Libre, aplicada al pop: el supersize me, la gratificación sin mesura, el atracón. Pero la ecuación “Si ver a 1 grupo mola, ver a 750 seguidos molará 750 veces más” no computa. En un Festival uno ve mucho pero no ve nada, y sale de allí con una amarga sensación de bulimia sonora.
Hay otros factores discutibles. Los obscenos cachés que se pagan a los artistas extranjeros (150.000 euros, por ejemplo, piden Arcade Fire), algo únicamente español, herencia clara de la cultura del pelotazo. Como admiten los propios directores de festivales, esta tendencia puede terminar con los conciertos en salas; nadie se planteará tocar en seis ciudades si cantando hora y media en un festival cobra ese pastón. Para los que sí lo harían, hay una sorpresa reservada: Los contratos de exclusividad. El grupo tiene que comprometerse a no tocar en tres meses en el área urbana del festival; es decir, en un radio de unos 100 km.
Se impone plantearse si otras formas de presenciar la fabricación de música pop son factibles. Formas más baratas, menos centralizadas, menos masificadas, más cercanas y más humanas. Festivales que, por su aforo reducido, escaso o nulo protagonismo del spónsor, cercanía física de los grupos (y organizadores), y reducido precio de entrada se conviertan en una experiencia distinta. Hasta que sea así, no me quedará más remedio que seguir dudando del modelo actual. Si me dejan, se entiende.
Kiko Amat
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 28 de mayo de 2008)