Dicen que me pillarán antes que a un cojo, pero eso está por verse. Mentira a mentira escurro el bulto y cimiento la leyenda, y un departamento de los catorce se dedica sólo a inventar historias que me dejen bien lindo para la posteridad. Al final, los enredos desplazan al rigor. Y es mejor así.
“¿Ya estás otra vez escribiendo esa columna?” me dice Naranja. De reojo puedo ver los rayos rojizos que aparecen sobre mi hombro, como si amaneciera en mi espalda.
“No”, respondo sin volverme.
“No mientas. Lo estoy viendo desde aquí. Es esa columna estúpida en la que yo quedo siempre como una cascarrabias”.
Me doy la vuelta y la miro. Como siempre, Naranja tiene una de sus cejas en paréntesis, fogatas en la cabeza y escarlatina perenne. Naranja es mi novia, y pertenece a otra raza refulgente de seres colorados. Me pregunto cómo serán nuestros hijos.
“¿Vas a contar la verdad esta vez?”, añade.
Me vuelvo hacia la mesa, dándole la espalda. “Claro, claro. No te preocupes”.
Plonk. Colleja.
“Eso por mentir”, dice, largándose.
Y es cierto, soy un mentiroso sensacional. Cuando Holden Caulfield decía en ‘El guardián entre el centeno’ que era el mentiroso más fantástico que podía imaginarse no sabía que el tiempo le traería un competidor de peso. Un campeón, dedicado a su arte con la convicción de los obcecados. Un über-embustero armado de dos trucos letales.
Primero, la Mentira de Salvación. Es el traductor internacional que transforma en “una cerveza más y vengo” verdades más complejas como “voy a llegar hecho unos zorros a las seis de la mañana”. Es el túnel de escape del cadalso. Es genial. Desgraciadamente, Naranja interceptó la clave del codificador Enigma, por eso me va preguntando nuevos detalles, buscando pescar alguna incongruencia en mis verdades por entregas. Mi serial de realidad a medias.
La última vez que me lo ha preguntado ha sido hace dos minutos. “¿Cuánto dijiste que te habías gastado este mes?”
Un montón. Me he comprado cientos de discos. He invitado a copas a señores desconocidos. Incluso me estoy haciendo un traje a medida. Pero ésa no es la respuesta.
“No me acuerdo. No mucho”, digo.
La segunda es mi favorita. La Mentira de Romantización. Dado que cuento siempre las mismas historias, se trata de cambiar de audiencia constantemente -como Quentin Crisp- o transformarlas cada vez que las cuento. Creo firmemente en alterar la realidad. Creo que la normalidad y el pasado están demasiado llenos de hechos banales y rutinas deprimentes para contar las cosas con realismo. Así que aumento las catástrofes, multiplico los triunfos, exagero lo hilarante, hincho lo grotesco. Al final, lo que sale de mi boca no se parece en nada a lo que en verdad sucedió. Y lo que es peor, mi versión me gusta más.
“Eso no pasó”, me dice Naranja en público cuando lo hago. Le encanta delatarme así. “Yo estaba aquella vez y no le contestaste nada al policía’.
“¿Qué más da? Queda mejor así”, le susurro al oído.
“No se trata de eso. Se trata de que no es la verdad”.
“¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto calvinista? La verdad es irrelevante”.
“La verdad es lo que diferencia a las personas de los Pinochos como tú”
“Yo no miento como Pinocho”, le digo, en voz más alta.
Naranja señala con su dedo al centro de mi cara. “Pero tienes su misma narizota”.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del dia 21 de Septiembre del 2005)