“No es por ahí, inútil”, le dije a la cigüeña. Pero nada, ella ni caso; me soltó en el extrarradio de Barcelona, cuando estaba claro que tendría que haberlo hecho en Bethnal Green. Esa pifia atizó en mí una anglofilia maníaca que confunde aún más la disfunción catorcephenil de personalidades.
A todos los efectos, siempre he querido ser inglés. La primera vez que puse mis pies en Londres, el calambre que me recorrió las puntas de las orejas fue de reconocimiento, de retorno, no de sorpresa. Eso me convenció de que se había cometido un error administrativo, y que algún día –como en ‘A vida o muerte’, de Powell & Pressburger- se me daría la oportunidad de hacer mi reclamación ante el Ser Supremo.
“Mira Dios, aquí ha habido un error”, le diría. Dios, por cierto, tiene cara de Karl Marx.
“Caramba”, me diría él. “Tienes razón, hijo. ¿Qué puedo hacer para subsanar este desgraciado incidente?”
“Primero mátame”, le diría yo. “Con autocombustión, si a ti te da lo mismo una que otra. Y luego reencárname en Holloway Road”.
“¿Se puede saber qué estás murmurando?”.
De golpe me doy cuenta de que, en efecto, estaba murmurando y riéndome solo. Le digo a Naranja que nada, cosas mías. Naranja, mi novia, me mira y se pone el plumero de nísperos que tiene por cabello tras las orejas.
“Nada no. Has dicho Holloway Road”, me contesta, sospechando. “¿No estarás pensando en Londres?”.
“Para nada”, le digo.
Mi anglofilia es, a ojos del mundo, como una deformidad facial especialmente chocante. Y eso que mi caso no es excepcional. Otros antes que yo habían sufrido la misma obcecación británica: Voltaire, Mazzini, el Barón de Coubertin, incluso el Kaiser Guillermo II. La única diferencia es que a mí, cuando al fin logré irme a vivir a Londres, se me fue la mano. Empecé a comer sólo comida inglesa –chips, salchichas saveloy- que regaba con abundante salsa de menta; ese hecho aislado ya bastaría para que me vinieran a buscar los loqueros. Pero es que además empecé a intentar hablar con el acento ‘working class’ del Geoffrey Ingram de ‘Un sabor a miel’. Empecé a beber sólo Guinness y té. Me iba a bailar a clubs de soul a las siete de la tarde. Empecé a pasar días en Whitechapel bajo la lluvia torrencial buscando el sitio exacto donde cayeron las prostitutas del destripador.
Me convertí en un personaje ridículo y monomaníaco, en resumen. Pero valió la pena “haber vivido estas cosas, haber vivido en la gran ciudad de Londres, el centro del mundo...”, como decía el Moses de ‘The Lonely Londoners’. Qué ciudad, Londres. Podría estar hablando de ella durante horas.
“De ella y de cualquier cosa”
“Bah”, contesto. “Tengo cosas que decir. Cosas importantes”.
“Si tienes tantas cosas que decir y tan londinense eres, ¿por qué no cuentas lo de la vez aquella en que casi te echan del trabajo por tu pésimo inglés?”
Horror. Ha sacado su arma favorita. “No sé de que me estás hablando”, le digo, con voz temblorosa.
“Lo sabes muy bien. Aquella vez que, vaciando una papelera asquerosa, en lugar de decirle a tu jefe ‘Me da tanto asco como a ti’, le dijiste ‘Me da tanto asco como tú’”.
“Yo no lo recuerdo así”, susurro, y Naranja suelta una tremenda risotada, y al final acabo riendo yo también. Pero es sólo por no llorar.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 14 de septiembre del 2005)