Mi 10 es el diez del mal, el lado oscuro de la fuerza, la ciénaga apestosa de los resentimientos y los desplantes. Mi 10 es la parte que escondes en la cómoda cuando hay visitas, la lombriz de tierra que yo mismo deseo pisar. Por eso la muestro y propongo que se me administre una dieta equilibrada de palizas mil.
“Soy un gusano. Una mierda”, le digo.
“No empieces con eso otra vez”, me dice.
“En serio. Soy un ser malvado y abyecto, un perro loco y rabioso que sólo provoca dolor ajeno”.
“Te concedo lo de loco, pero respecto a lo demás no eres ni mejor ni peor que el resto del mundo”.
“No lo entiendes. Soy vil. Soy malo. Soy...”
“Al final me vas a convencer”.
Naranja y yo acabamos de meternos, una vez más, en uno de nuestros ‘cul-de-sac’ dialécticos. Naranja es mi novia, y vivir con todos sus colores corporales parcheados de jirafa al curry es vivir en un permanente carnaval. Naranja tiene cabeza de verbena, y su visión me hace sonreír siempre, pero no hoy.
“Soy un cerdo. Deja de engañarte”, exclamo, agitando como una persona loca la pluma estilográfica que estaba utilizando.
“No dramatices. También tienes alguna cosa buena”, me dice, tocándome la mejilla.
La miro fijamente. “¿Ah, sí? ¿Cuál, a ver?”
“Un momento, déjame pensar. Hummm... A ver. Un momento”
Media hora más tarde, aún estamos allí.
“No, espera un segundo. Seguro que me viene. Veamos. Hummm...”
Pero es inútil; hoy es día de juicio sumarísimo contra mí. La gente suele creer que me tengo un enorme aprecio, y se equivocan. Lo que sucede es que, como Charles Highway en ‘El libro de Rachel’ de Martin Amis, me pongo bastante sentimental respecto a mi persona. Soy como el pariente cariñoso y algo condescendiente de mí mismo; me caigo más o menos bien y me hago gracia y me doy dinero para ir a comprar tebeos. Hasta que, un día, se me caen las gafas de verme simpático y me topo de bruces con mi gran gilipollez.
Entonces me pasa lo que al millonario Carreidas del cómic de Tintin ‘Vuelo 714 a Sidney’: sólo quiero entonar un mea culpa exhaustivo. Sólo quiero, como si me filmara el Capra más desquiciado, reunir en el Palau Sant Jordi a todo el mundo a quien he tratado mal y admitir que soy un tipo repugnante e implorar perdón.
Decirles: sé que doy la opinión cuando no me la piden. Que soy un snob asqueroso que cataloga a la gente por los discos y las películas que tienen. Que, cuando alguien no me gusta, lo demuestro con gran despliegue de medios. Que adjudico roles de enemigos cuando no existen. Que puedo meter de repente a casi todo el mundo en una de estas tres categorías: 1) Pijo 2) Hippie o 3) Facha. Que manifiesto poco interés en los problemas ajenos. Que se me olvidan todos los cumpleaños y efemérides. Sé todo esto y no me gusta. Si yo fuera vosotros, me daría caza y muerte persiguiéndome con el rictus desencajado de la turba homicida. Pero estoy arrepentido, oh buen Dios. ¿No es eso suficiente? ¿Qué más tengo que hacer, andar descalzo y fustigándome hasta la cima del Gólgota?
“Lo que tienes que hacer es calmarte mucho”.
“Lo haría, pero mi manos están manchadas de sangre”
“No te pases. Nunca has matado a nadie”.
“No, lo decía en sentido literal. Acabo de clavarme la pluma estilográfica en la palma de la mano.”
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 7 de septiembre del 2005)