Siguiendo un ciclo estacional, mi personalidad trece me agarra como a un bebé espartano y me lanza al barranco de la morriña. Con los lacrimales a todo gas y la garganta atascada me pongo a compadecerme sin freno, como un pequeño animal atrapado en la ratonera del ‘spleen’. Y eso me deprime lo indecible.
Ha llegado el otoño de mi descontento. Con la nariz pegada a la ventana, siento como me atraviesa la nostalgia por el pasado, por el futuro, por mi niñez, por las decisiones equivocadas, por las opciones que descuidé. Observo a un grupo de jóvenes riéndose con afectación, terrorífica y alienadamente felices; la gente así me da ganas de llorar. Igual que la gente que no es así. De hecho, cuando me deslizo culo abajo por los toboganes de Port Depresión todo me da ganas de llorar.
Sin ir más lejos, Naranja ha llegado a casa esta tarde y me ha encontrado con la nariz metida en un bote de sirope inglés, los ojos empantanados.
“¿Se puede saber qué haces?”, me ha preguntado.
“Be esdaba agordando de aguellos pancakes gue nos cobibos en 1999”, le digo, sin sacar la nariz del bote.
Naranja me observa asustada, y con esa pirotecnia capilar y ese salpicado de motas faciales parece un petirrojo a punto de volar. Ella sabe que he entrado en uno de mis accesos de melancolía histérica. Sabe que durante dos días voy a estar echando leña a las llamas de mi añoranza, escuchando discos de soul lacrimógeno y country desolador, leyendo cuentos de la Rodoreda, poniéndolo todo perdido de mocos. Como el Yossarian de ‘Catch 22’, estoy atrapado en un bucle del que me cuesta horrores salir: estoy triste / por tanto, sólo me apetece escuchar música triste / eso me entristece aún más. Hay algo de sadismo en esa actitud estúpida.
Pero qué le voy a hacer, me siento blando. Y quizás esa palabra no es la adecuada. “Blando” implica una cierta consistencia de la que carezco cuando me tuesto en los infiernos de la remembranza. Mejor estoy licuado, incluso cristalizado, como en aquella canción de Jimmy Webb. Soy una caja de vidrios finos, llena de pegatinas de ‘Frágil’ y ‘No agitar’. Soy rompible.
“¿No estás exagerando un poco?”, me pregunta, con la sensibilidad de un tapir. Naranja no puede entender lo que me pasa porque ella nunca llora. La última vez que tuvo algo parecido a humedad en sus retinas fue porque le metí un dedo en el ojo bailando en un club.
La siguiente vez que me mira, estoy observando una foto mía de cuando tenía 3 años en la que estoy disfrazado de Mickey Mouse. En realidad sólo parezco un niño gordito con pajarita, porque me había quitado la careta. Pero lo que me rompe el corazón de esa foto es mi expresión de añoranza, como si ya estuviese echando de menos el pasado. El primer niño nostálgico del mundo.
“¿Sabes en qué pensaba?”, le pregunto a Naranja, cambiando a un nuevo tema deprimente.
“Pues no”.
“Pensaba en cuando te conocí en aquella tienda de discos, en 1995”. Me vuelve loco la mitología de años. Como en las letras de Go-Betweens o Dexys, me paso la vida rememorando sensaciones de algunos años: 1988, 1992, 1995, 2000.
“¿Por qué?”, contesta. “Te he contado mil veces que me pareciste un cretino petulante. No entiendo cómo puedes sentir nostalgia de un día así”.
“Yo damboco. ¿Me basas los Gleenex?”
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 29 de septiembre del 2005)