Richard Brautigan dijo que las obsesiones son algo curioso, pero él no sufría la mayor de todas. Una obsesión total que es a la vez parte de mi multipersonalidad y embrión de todas ellas. Una cosa que empieza con O y rige mi catorcephenia con mano de acero. Que Dios nos ayude.
“¿Estás despierta?”, le murmuro a Naranja, tocándola en el hombro.
“¿Mhmmm?”
“Pensaba en Kennedy”, digo, incorporándome y encendiendo la luz. “O sea, ¿Cómo explicas lo de Oswald en Rusia, consiguiendo un visado en plena guerra fría? Es imposible. En esa época...”
“Son las cuatro de la mañana ¿Estás loco? Deja de obsesionarte y apaga la luz”.
A oscuras, miro al techo con los ojos como faros de llamar a Batman y pienso en cómo me gustaría poder hacer lo que me dice Naranja. La envidio. Envidio a la mujer calmada de cabello de whisky y piel escocesa que duerme a mi lado. Porque su mente, al menos, sigue pautas normales.
Lo que me pasa es, me obsesiono por todo. Es el rasgo principal de mi carácter, el anillo que controla todos los anillos. La obsesión, la obsesión soy yo. Y esa obsesión es como un hijo loco y delincuente de la pasión. Esa obsesión que se alimenta de la caza de ideas, la consecución de gestos, la repetición de frases, el detalle atrapado. Incluso me obsesiona la palabra: obsesión. Obsesión. Obsesión.
“Como no te duermas de una vez y dejes de murmurar a oscuras te vas al sofá”.
A pesar de la amenaza, tengo que decirlo una vez más. “¿Obsesión?”.
“Se acabó. Fuera de aquí”.
Lo que me pasa es como el trastorno compulsivo de los que tienen que cerrar un interruptor cien veces antes de salir de una habitación, pero en otras cosas. De repente pienso en algo y, como dice David Sedaris, “la idea pasa de ser una posibilidad a convertirse en compulsión”.
En este momento, tumbado en el sofá, se arremolinan los pensamientos alrededor de mi cabeza. Desde fuera debo parecer el planeta Saturno.
Pienso como me obsesiona llevarlo todo al extremo del fanatismo. “Tienes que ser frío o caliente, porque si eres templado, el buen Dios te escupirá de su boca”, decía Jerry Lee Lewis, una idea que pongo en práctica en sucesivos ataques de obcecación lunática. Haciendo mudanza hace poco, por ejemplo, descubrí que tenía 52 versiones de la canción “Watermelon man”. Ni yo mismo podía creerlo. ¿Qué clase de constipado intestinal puede necesitar 52 versiones casi iguales, en clave jazz, bossanova, moog y jota? ¿Quién persiguió esos discos con ojos de orate? Yo no, desde luego. Fue la obsesión, la obsesión de urraca por las cosas relucientes, las imágenes efímeras, las conexiones y los contextos. Obsesión por todos los temas de estas catorce columnas. Perpetua obsesión que cansa y vuelve chalupa.
Desde luego, es agotador ser yo.
“Más agotador es ser yo”, me dice Naranja desde el umbral de la puerta, toda supernova capilar y bronceado de colador.
Tiene razón. Como decían en una obra de Joe Orton, “en la locura, como con el vómito, el que está cerca es el que sufre la inconveniencia”.
Naranja se sienta a mi lado. “Venga, cuéntame lo de Oswald”, me dice, “pero sin hacer chirriar los dientes”.
Y yo se lo cuento mientras pienso en la suerte que tengo.
Crrrr. Crrrr.
“Sin hacer chirriar los dientes”.
Sin hacer chirriar los dientes, eso.
Kiko Amat
(Artículo publicado en suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 5 de Octubre del 2005. El artículo cierra la serie Catorcephenia)