8 de gen. 2008

Un prólogo para El Cadillac

Por una G casi no acabo conociendo a Jim Dodge. Por una maldita G. Una letra puede cambiar muchas cosas y embalado, embalado, embalado como iba, casi me la paso de largo. Si se fijan, tampoco es tan grande como para verla de lejos: G.
Fue, como tantas otras referencias-flecha que uno ha acabado siguiendo y llevando a su lógica conclusión (ergo, al fagocitamiento e inclusión en el panteón privado de héroes y obsesiones), en un artículo del periodista y escritor inglés Kevin Pearce. Por desgracia he olvidado de qué hablaba originalmente aquel artículo, pero sí recuerdo que en un punto del escrito se hacía referencia al autor “Jim Dode, hijo espiritual de Richard Brautigan”. Cito de memoria, podría ser también “primo lejano de” o “mellizo separado en el parto de”; eso no es importante. Lo es –ya se habrán fijado- ese error tipográfico, sin duda culpa de las prisas y la mala edición, por el cual desapareció una G del apellido de Jim. Obviamente, siendo Richard Brautigan uno de mis autores favoritos –y por añadidura, uno al que no es fácil encontrarle familia o primos o mellizos- me precipité como un ñu en busca de los libros de Dode. Al poco tiempo me di cuenta de que Dode debía ser el autor más secretivo y out of print del mundo, pues su nombre no aparecía en ninguna parte. Intenté camuflar mi decepción con una falsa alegría por haber conocido al autor más underground de la historia (había sido borrado de ella; ¿Qué puede ser más underground?), pero no funcionó. Dode, como el Dodo, se había esfumado bartlebyanamente, ripvanwinkleanamente, del universo literario.
Hasta que un día apareció la G. Una G de estar en medio de Dodge, no de Gansta ni de Hombres G. No recuerdo como la encontré, o quizás lo he querido olvidar por la cara de burro que debí poner. Con la G llegó el primer libro de Jim Dodge y el primero que leí yo, Fup (1987), y estuvimos encantados de habernos conocido. Dodge iba a convertirse en uno de mis autores favoritos, y sus libros en perpetuos acompañantes de mi periplo en busca de pasión, alma, gozo y sabiduría (he hecho una frase Dodgeana a propósito, no crean) y sus libros también en constante regalo proselitista para amigos que a día de hoy están tan encadenados al autor como yo mismo. Y un día seremos muchos y ese día se gritará viva la revolución. Pero más de revoluciones más adelante; hay algunas, se lo aviso.

Primero, presentaciones: Jim Dodge es un autor californiano nacido en 1945. No les voy a contar su peripecia vital, ni su ristra de empleos extraños, ni su situación familiar, pero ya puedo adelantarles que Dodge va a caerles bien. Con su cara de pionero del Mayflower, su barba Amish y sus vivos ojos de jilguero, Dodge es uno de esos autores que –como sucede con Kurt Vonnegut- uno desearía conocer personalmente. Eso es algo menos habitual de lo que imaginan; personalmente puedo afirmar que no tengo (o hubiese tenido) el menor deseo de conocer a algunos de mis escritores favoritos. Como si lo viera: BS Johnson, borracho e insultándome; Bukowski intentando pegarme o tirarse a mi mujer; Brautigan en un rincón, llorando, aferrado a una botella de Whisky barato y jugueteando con un Winchester. Con Dodge es distinto. Dodge, como Vonnegut, es un hombre bueno, que no un “buen hombre” ni un pobre idiota. Una cosa es ser bueno, y la otra un maldito hippie. Dodge, como el cantante Mose Allison, es un artista que admitidamente busca comunión espiritual con su audiencia. Sus libros, como los discos del segundo, no son un sermón, ni una demostración de malabarismo, sino un intento de intercambiar emociones. El propio Dodge admitía en una entrevista reciente que “siempre he visto el escribir como un acto de colaboración con el lector, donde la imaginación se toma como el nexo del intelecto, la emoción, el cuerpo y el espíritu (o la intuición, si lo preferís). [Kenneth) Rexroth llamaba a la imaginación “el órgano de comunión”, y yo obviamente estoy de acuerdo, por tanto me siento agradecido cuando los lectores sienten algún tipo de conexión con mis esfuerzos (...) Mi papel es intentar hacer que esa transmisión se desarrolle lo más lúcida y graciosamente posible”. Les ruego se tomen estas palabras de manera literal; como sucede con el jazz, la prosa de Jim Dodge desea ansiosamente que se produzca un intercambio de almas, que se forje un vínculo íntimo entre autor (o protagonista) y lector. Esto es pasión proyectada directamente, como un show de Dexy’s Midnight Runners, y al final del foco está usted. O usted. O, mismamente, yo. Ya que estamos todos aquí, pues, cojámonos de las manos y bailemos, hombres y mujeres, alrededor de la hoguera infinita de nuestras vidas. ¡Yii-ja!
El primer libro de Jim Dodge, como les decía al principio, es Fup. Fup es una enternecedora historia de cariz rural-montañesco cuyos protagonistas son el abuelo Jake Santee –que se cree inmortal- su nieto Tiny –cuya pasión es construir cercas- y un pato con un prodigioso apetito y total incapacidad para volar, Fup (el nombre es una abreviación de Fucked-Up). Las comparaciones con Richard Brautigan vienen, como imaginan por los referentes a lo A Confederate General from Big Sur, de aquí. Fup es además un libro sobre la pasión (“They also shared their passions, which were different in kind but not in intensity”), sobre los vínculos de sangre, sobre el afecto y la pérdida, y sobre el no-ser-normal-y-que-te-dé-igual; en éste último sentido su obra también podría compararse al universo de inadaptados de Tom Spanbauer. Fup, además, habla de la obsesión, y lo hace de maneras tan insuperables como ésta: “La obsesión en cualquiera de sus formas era, por la experiencia del abuelo, totalmente traicionera; no podías nacer si no te dejabas ir primero, y muy poca gente podía desembarazarse de la obsesión”. Fup, por cierto, no está traducido a nuestro idioma (y sin embargo Martin Amis se tira una ventosidad y sale en 14 lenguas y en tapa dura, así va el mundo), o sea que ya pueden irse apuntando al First Certificate.
El segundo libro de Jim Dodge es Not fade away (1987), el que tienen en las manos, El Cadillac de Big Bopper. Pero éste luego, y con detalle. Voy a dar un salto Fossbury y me voy a plantar en el tercero, Stone Junction (1990), aquí editado como Introitus Lapidis por Alpha Decay. En él se confirman varias cosas que le llenan a uno de alborozo. La primera es, obviamente, que nos encontramos delante de uno de los mejores narradores angloamericanos de las últimas décadas. Stone Junction es divertido y rítmico a matar, sí, pero hay algo incluso mejor: Es el libro que les enlazará políticamente con el que pronto va a ser su autor favorito. Pues Jim Dodge es, como Thomas Pynchon, anarquista de los buenos y Stone Junction un panegírico de la revuelta, de la resistencia al control gubernamental, de la pasión no regulada y de las explosiones de vitalidad sin sello oficial. El protagonista es Daniel Pearse, un niño huérfano que, tras la muerte-asesinato de su madre se une a la AMO (Alianza de Magos y Forajidos); ésta es una sociedad secreta que lleva luchando contra El Poder desde el principio de la humanidad, la mano oculta que está detrás de todos los levantamientos inspiradores de la historia, hogar subterráneo de gitanos, científicos locos, místicos, cuentistas y revolucionarios. La historia es una de búsqueda y aprendizaje: Daniel irá pasando de mentor en mentor, y cada uno de ellos le educará y enseñará trucos para conseguir su meta: Ser invencible jugando a cartas, dominar todas las drogas y alucinógenos, volverse invisible, viajar en el tiempo, transformarse físicamente en quien deseen... Stone Junction tiene todo aquello que siempre han querido encontrar en una novela mágica los que, sin embargo, detestan el género de espada y brujería. En ella Jim Dodge se nos muestra como un Pynchon que no da dolor de cabeza, que sabe controlar el número de páginas y personajes. De hecho, el propio Pynchon es un gran fan de nuestro Dodge y firma el prólogo a la edición inglesa. Y dice: “Leer Stone Junction es como estar en una fiesta sin fín donde se celebra todo lo que importa de veras”. Fiesta y baile; dos símiles que siempre se utilizan al hablar de Dodge. La literatura como fiestorro exultante de gozo y amor y demencia, en lugar de mausoleo sin alma de rancios charlatanes desapasionados.
Stone Junction tampoco está traducido en la península ibérica. No me digan ahora que esto les sorprende.

Todo esto nos lleva al fin a Not fade away. Uno de mis libros favoritos, y uno de los mejores libros de la historia, y la mejor película no filmada de la galaxia. Not fade away es, de hecho, tantas cosas a la vez, que uno no sabe cómo empezar. Realmente, todo lo importante del espíritu humano está allí: Música, amor, redención, culpa, peregrinaje y alta velocidad. La novela se centra, como se nos repite constantemente a lo largo de la narración, en un regalo, “un regalo no entregado, un regalo sentido y absurdo destinado a celebrar la música y las posibilidades del amor humano”. Un viaje –una peregrinación, para ser exactos- en Cadillac cuyo fin es entregar un regalo nunca entregado. El libro, por ello, tiene algo de espiritualidad y sentido de “el trayecto es más importante que el final” propio de la generación Beat, pero también comparte el humor dulce de los mencionados Brautigan o Vonnegut. Algunos incluso, tomando su estructura carreteresca y la querencia del protagonista por los estimulantes potentes, la han comparado a Miedo y asco en Las Vegas. Dodge, sin embargo, disiente; afirma que los protagonistas de la obra de Hunter S. Thompson tienden a descargar su ira sobre la gente más desprotegida que encuentran (porteros, sirvientas, camareras...), y que ese chuleo psíquico desmerece una gran novela. En efecto, Miedo y asco... es una novela moralmente mala. Mala para el hombre, quiero decir. Not fade away, al contrario, y pese a utilizar algunos parecidos parámetros estilísticos y de trama, está llena de vida, bondad, temores, dulzura y romanticismo. Dodge, ya lo he dicho, es un hombre bueno. Cree en la redención y en la posibilidad de limpiarse fundamentalmente, sin moralismo ni santurronismo hipócrita, sino a través del exceso, la pasión desencadenada, el baile y el amor más furibundo y sincero.
Otro tema esencial del libro es el romanticismo, la causa perdida, el acto magníficamente inútil. “Me inclino ante lo romántico del gesto”, dice un personaje al conocer el propósito del viaje de George Gastin. “Yo era un caso grave de romanticismo”, confiesa el protagonista al presentarse. Otro personaje añade más adelante: “El romanticismo es un impulso peligroso, que se confunde fácilmente con el sentimentalismo más patético, y que sin embargo es maravillosamente capaz de una magnificencia soportada e iluminada no sólo por la simple resistencia, sino por una alegría tan elemental que de buena gana se arriesga a la monumental estupidez de su probable fracaso” (las cursivas son mías). Alegría elemental. Eso es Not fade away. La alegría del corazón romántico que se niega a ser derrotado por el gris, la realidad, la pobreza de espíritu y la corrupción moral, la bancarrota espiritual, de la sociedad capitalista. Como sucede en la mitología temática del country blues y el soul (y más tarde, del hip hop), Not fade away es un canto a la resistencia del alma humana. Es un NO a la derrota y un SÍ a la compasión y la testarudez del amor, incluso no correspondido. “Me reía lleno de simpatía”, dice el protagonista tras una visión lisérgica, “por encontrarnos los dos, pequeños, desnudos y casi indefensos, atrapados en aquel torbellino de fuerzas que no éramos capaces de controlar. Era la risa de la compasión sincera, de la auténtica celebración de la espléndida y absurda tenacidad que nos mantiene en pie, a pesar de los golpes”. Not fade away brinda por el cuerpo, el sexo, la empatía y la amistad eterna. Es, y quítenle aquí el cliché semi-cristiano que arrastra la expresión, un canto al estar vivo. No de “Viva la gente”, pero sí de “Viva la madre que nos parió”.
Eso me recuerda que no les he presentado al bueno de George, ni tampoco les he hablado del argumento de Not fade away, y -¿saben?- creo que no voy a hacerlo. Uno de los placeres de la lectura está en la sorpresa, y me jorobaría adoptar el papel de esos trailers irritantes de hoy en día en que se nos cuenta (convenientemente abreviada) toda la maldita trama. Todos los sustos. Todos los besos. Solo les diré que con la epopeya de George Gastin, El Fantasma, camionero gratuito y –tal vez- señor loco, se lo van a pasar tan bien, van a gozar de una forma tan vivida y extrema, que les envidio con cada célula de mi cuerpecito. Jamás olvidaré mi primera lectura de Not fade away; ahora llevo cinco de ellas y, aunque la calidad de la obra se mantiene intacta, ya no es lo mismo. El misterio de la primera vez, como en el sexo o las drogas o el pop, es irrecuperable.

Así, quedan tan solo por recalcar dos elementos esenciales de Not fade away que aún no les he apuntado, y que creo que deben tener bien en cuenta.
Uno es el rock’n’roll o, mejor, la música. Ésta hace la función de hilo conductor de la trama: Desde el amor inicial al jazz, hasta la decisión de la ofrenda a los tres músicos fallecidos en aquel famoso accidente de aviación (el Big Bopper, Buddy Holly y Ritchie Valens), pasando por el constante pinchaje de singles de R’n’R a 45 rpm con el que George ameniza y acelera su periplo. “Era triste, pero en la música había una alegría invencible que demostraba que la tristeza se puede compensar, si no derrotar”, nos dice El Fantasma en un punto del libro. Y la que es mi cita favorita del libro, desde el primer día: “Sería una tontería decir que la música me salvó o curó, pero en mi rutina diaria de baños calientes, abrir latas de cerveza y comida, lo que más me sostenía era la música: no porque me ofreciese salvación (eso no hay nadie que te lo solucione) sino por el consuelo que me daban sus promesas, su chispa de vida, su salvaje y poderoso arco sináptico que enlazaba espíritu, mente y carne”. Toda la historia de George Gastin está puntuada, contada, con canciones, atizada con la gasolina de su melodía y frenesí: “Chantilly Lace” del Big Bopper, “Tutti Frutti” de Little Richard, “Great balls of fire” de Jerry Lee Lewis, “Donna” de Ritchie Valens, incluso “Like a rolling stone” de Dylan. Y, claro, “Not fade away” de Buddy Holly. Pueden imaginarse porqué pues es tan importante esta obra para el lector en castellano: educado en una tradición literaria donde el R’n’R no entra ni a puñetazos, hambriento de ritmo y bop y duduá y fiero baile, dicho lector debería acoger a Jim Dodge como El Salvador. El verdadero portavoz místico de La Iglesia Luminosa del Rock y el Gospel de la Sagrada Liberación, como diría el personaje Arrebatos Johnson. Y Amen, caramba, de una vez por todas.
El segundo elemento esencial son las drogas. Los abogados de El Aleph me recomiendan que no sea demasiado explícito al hablar del tema, así que solo querría mencionar que si este libro va a un ritmo, es al ritmo de la anfetamina. 1000 tabletas de ritmo, de hecho, que unos dealers le pasan a nuestro George justo antes de iniciar la peregrinación. Ese ritmo maníaco, imparable, lúcido y cortante como patines sobre hielo, focalizado y obsesivo como las mejores locuras, un impulso, un orgasmo perpetuamente aplazado, un empujón que le saca punta a la mente y hace que ardan los zapatos y las lenguas, ese contrato de velocidad que puede a la vez inspirar y destruir. Kacy declara en un momento de la novela que el speed hace “agujeros en el alma”, pero podría decirse también que primero te recuerda –a empellones- que tienes una. Y que tu deuda con ella es ir a toda leche, beberlo todo, hablar de todo y entenderlo todo, el tiempo pasa, pasa, pero de speed vas más rápido que él, y le haces muecas y butifarras al mundo y al paso de los días mientras bailas-hablas-bailas y luego hablas-piensas-bailas y pulverizas chicle y comprendes el sentido de todo, y los cobardes teorizan desde sus despachos, y otros timoratos miran desde la barrera, y mientras tanto nosotros bailando, bailando, bailando acelerados como si el mundo fuese a terminar mañana.

Not fade away es, en suma y por todo lo anteriormente mencionado, una locura, y en cierta forma otro de los temas centrales serían las grandes demencias que se desatan por pasión y amor, por honor, por dignidad. O sea, que tenemos una locura, pero no es una locura cualquiera:

“Yo tenía los documentos y la carta. John estaba impresionado.
- Pero George, parece que te estás volviendo sensato en medio de tu locura.
- Me lo tomaré como un cumplido.
John se encogió de hombros.
- Bueno, al menos es una locura grandiosa”.

Una locura grandiosa, en efecto.
Ahora debo y quiero dejarles con Not fade away. Que alguien saque el vino y la cerveza. Que alguien conecte el tocadiscos y empiece a pinchar discos con alma y estómago y dolor y gozo. Que dé inicio el incendio de nuestro enamoramiento. Jim Dodge les está invitando a que celebren el puto milagro de respirar y tener ojos que ven las cosas hermosas y grandes que hemos visto, y tener piernas que responden al ritmo glorioso de la música, al golpear divino del rock’n’roll y el soul y el gospel. Les han invitado a una fiesta que nunca va a terminar, y entran en ella por primera vez, regalos en las manos y sed y ganas de besarse y ver amanecer. La envidia que les tengo, no la quieran saber.
Kiko Amat, junio de 2007

(Prólogo para la edición española de Not Fade Away, aquí traducido como El Cadillac de Big Bopper (El Aleph, 2007).