Cassette. La cinta de 60 o 90 minutos en su vertiente de grabación mezclada y casera sobrevive a pesar de los avances tecnológicos.
1. La tecnología avanza y, mientras lo hace, algunos nos apartamos. Como el Tom Courtenay de La soledad del corredor de fondo, nos echamos a un lado y la dejamos ganar, afectando un ademán de cortesía. El nuestro es un gesto de victoria sin victoria que, además, está diciendo: algunas cosas no necesitan ser mejoradas. Alguna tecnología no hace más que marear la perdiz sin que venga a cuento, introduciendo necesidades ficticias y árnica en aparatitos para que los necios (o los que tenían un gusto pésimo) se sientan mejor. Y ahí la tienen: CD, Ipod, MP3... Todos acercándose triunfantes a la línea de meta mientras algunos observamos, paralizados por el terror. Porque quizás el CD -como siempre me dicen todos esos conocidos a los que nunca les gustó, en realidad, escuchar discos- ganará. Quizás sustituirá a los otros soportes de audio. Pero yo les digo (levantándome y agitando el dedo al aire con indignación profética) que vamos a salir perdiendo. Y además, que se van a quedar ustedes sin cintas.
2. La cinta de cassette fue inventada por Philips en 1962, aunque no se consumió de forma masiva hasta finales de la década. Al igual que el vinilo, es un formato analógico; eso significa que, al contrario que sucede con lo digital, no es una soundwave perfecta. No es una transcripción numérica de un determinado sonido –como si un androide cantara basándose en una ecuación matemática: la + la + rung + tom2 = punk- sino el propio sonido vivo. Donde lo analógico ofrecía incertidumbre, calidez, cambio (¿No se han preguntado nunca por qué cada vez que escuchamos un LP en vinilo apreciamos nuevos tonos, o instrumentos?), lo digital ofrece exactitud de laboratorio. Pop de probeta. Como dice acertadamente Thurston Moore (del grupo de rock avanzado Sonic Youth), el CD es un “beso frío y solitario” incapaz de captar los miles de matices y sensaciones que cada beso de vinilo ofrecía.
Éste es sólo uno de los múltiples argumentos que ofrece “Mix tape: the art of cassette culture” (Universe, 05), el libro del mencionado Moore donde personajes de múltiples ámbitos reflexionan sobre la cinta grabada. Se lo he soltado primero y a bocajarro para vencerles hacia mi bando con algo de palabrería técnica, pero la verdad es que el sonido me importa un pimiento. Todos mis discos suenan a rayos, en cualquier formato; la mayoría de las veces el crepitar del vinilo recuerda más al chorizo humeante de una barbacoa que a rock’n’roll. Sobre lo que sí debo llamarles la atención es el concepto de cinta recopilatoria que explican muchos de los invitados al libro, y que comparto en casi un 100% de las veces. Un chef llamado Pat Griffin aduce que, mediante las cassettes que grabó, estaba construyendo su propia emisora de radio, “una que reprodujera mi psicosis adolescente riff a riff, hecha para ser consumida solo por mí”. Dean Wareham, del grupo Galaxie 500, declara que “hacer una cinta recopilatoria lleva tiempo. Ese tiempo empleado implica una relación emocional con el receptor; puede ser irse a la cama juntos, o compartir ideas”. “La cinta recopilatoria es una lista de citas o, de hecho, una forma poética. Un poema hecho de frases de otros poemas”, dice el crítico Matias Viegener. La cineasta Allison Anders comenta: “Es realmente una ventana hacia el alma de alguien y un gran humanizador”. Que se me caen las lágrimas, madre.
Personalmente debo decirles que nunca he dejado de grabar cintas, y que todos esos señores están en lo cierto. “Ninguna cinta recopilatoria es accidental”, explica Viegener, clavando el dardo en la diana. Una cinta recopilatoria es una forma de arte cut-up, que mezcla sonidos ordenados al gusto del hacedor para conseguir una forma final que anteriormente no existía; toda cinta es única. Arte puro al alcance de su mano. El gran ecualizador “hazlo-tú-mismo” a precio de risa: 1 euro las TDK o Sony en cualquier Todo a 100. Pero, además, una cinta recopilatoria es un mensaje, una carta. Las mías siempre han querido decir una de dos cosas: (a) Me cae usted muy bien, o ocasionalmente (b) Quiero yacer con muller.
Las cintas dicen mucho del que las hace, sí; en el fondo, no dejan de ser una forma de exponer el propio ego. El obsesivo Jonathan Lethem decía en The disappointment artist: “Deja de decir que me quieres porque si no te gusta esa película, no me quieres. Porque (...) esa película soy yo”. De modo parecido, las cassettes recopilatorias intentan –aparte de seducir o homenajear al receptor- explicar al que las hace. Cuando recibimos una mix tape, lo que ésta nos está diciendo es: “Así soy yo, ahora. Estas canciones me explican”. En ese sentido, las cintas operan también como carta fechada, como mapa de vuelo caduco para un determinado momento de nuestra vida. Un orden, un mensaje, que no funcionaría igual unos meses o años más tarde. Y además, para satisfacción de los stalinistas del pop como el arriba firmante, la dificultad que implica utilizar el botón de fast forward provoca que la cinta se escuche entera. El receptor aprende, el hacedor sonríe satisfecho y, al final, todo el mundo está contento, ¿ven?
3. Como grande finale, solo me queda recordar dos himnos dedicados a la cinta recopilatoria. Uno es “C-30, C-60, C-90 Go!” de Bow Wow Wow, el grupo de pop pirata y poliritmos tribales que se sacó de la manga el ex-manager de los Sex Pistols Malcolm McLaren. Su mensaje (reforzado por el hecho de que el álbum apareciese en formato único de cassette y a precio irrisorio) era que el disco debía ser algo útil que los adolescentes pudiesen comprar en tiendas de golosinas, no una obra de arte. El otro himno es “Ballad of a mix tape” del grupo indie Comet Gain, cuya letra llega a decir que “esas cintas recopilatorias son recuerdos de historias ocultas”. Ahí es nada.
KIKO AMAT
(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 8 de marzo del 2006)