‘Honestidad’ es tal vez el adjetivo menos preciado en crítica. Quizás porque, a la hora de juzgar la creación, muchos lo ven como un valor sin valor, algo que no es inherente al proceso. Empecemos pues por afirmar que honestidad y sinceridad son los pilares de la creación útil. Escuchen sino esto: “(Jonathan Richman & The Modern Lovers) glorificaban el amor verdadero, la sinceridad, la pasión (...) Se burlaban de la insensibilidad y poca sinceridad, la auto-indulgencia y el materialismo”. Lo dijo Tim Mitchell en la biografía del grupo. Y uno, como atrapado en una novela de piratas, sólo puede contestar: “Pero, ¡que me aspen si ése no es Juanjo Sáez!”.
Sáez, es cierto, tal vez sea el dibujante más honesto del mundo. Es un rasgo que comparte con Richman, un músico que imagino debe encantarle. Su obra hasta el día de hoy (tanto su antiguo fanzine, Círculo primigenio, como su previo libro Viviendo del cuento, así como viñetas para Rockdelux o El Periódico) es una a veces emocionante, a veces entrañable, oda a la honestidad. Y si en anteriores trabajos el dibujante se concentraba en el mundo de los clubes o el indie, ahora da un firme paso adelante y se pronuncia en El arte sobre la creación, la expresividad, las escuelas y otras cosas artísticas. Las opiniones de Sáez, sin ponzoña ni ego, surgen del mismo atributo que distingue su trabajo: Honestidad. La palabra va a salir en esta crítica dos veces más, por lo menos.
En el libro, Juanjo Sáez -punk involuntario- ilustra mediante conversaciones imaginarias con su madre (su amor filial, tan uncool para algunos, es una nueva prueba de honestidad) opiniones ovacionables como “Lo sencillo es mejor” o “El arte es un tesoro que nos han robado” (el dibujo muestra a varias sórdidas siluetas rodeando un cofre, y añade: “Sólo los “intelectuales” pueden disfrutar del tesoro. La élite de la cultura”). El dibujante –que rechaza ser “artista”- confía en la intuición más que en lo aprendido. No huye de la ridiculez que todos poseemos; Sáez es s-i-n-c-e-r-o, incluso si eso le hace quedar mal. Glorifica su poca pericia (nunca pone caras a sus personajes, por ejemplo, porque admite que no le salen bien), pero a la vez manifiesta “querer ser cada día mejor”. Geoff Dyer, hablando de Charles Mingus, dijo: “Quería que la música fuese (...) una comida devorada por un hambriento, algo tan inmediato e instintivo, tan necesario como eso”. Lo mismo se desprende de El arte; el intento de realizar un arte útil, bello, comprensible por todos, honesto.
Los peros del libro no son tales. Ya en el prólogo se nos advierte de que no debe tratar de leerse El arte como un libro teórico, y que está lleno de contradicciones. En efecto, lo está. A pesar de reivindicar un arte real, usable, Sáez elogia a auténticos arrimalasardinas del medio que por lógica debería detestar. Por un lado odia a la elitista intelectualidad burguesa y por el otro mistifica el Guggenheim; cuando, es obvio, lo segundo es una herramienta de lo primero. Es como si, para él, la vanguardia no hubiese existido jamás. Los análisis anti-arte, desde Morris o los situacionistas a neoistas y Fluxus, brillan por su ausencia. Y ¿saben qué? Da un poco igual. Al admitir ese embrollo inherente en todo hombre, Sáez acepta su fragilidad y humanidad. Ése es su mayor valor y la razón por la que El arte es una gran obra. En contra de lo formal y la horseshit de la alta cultura, Sáez ha construido un manifiesto a la honestidad por encima de todo. Y es, créanme, estupendo.
Kiko Amat
(Artículo publicado previamente el 7 de junio del 2006 en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)
El arte; Conversaciones imaginarias con mi madre
Juanjo Sáez
Reservoir Books
263 páginas