Stuart Christie. El anarquista escocés fue acusado, con diez años de diferencia, de intentar asesinar a Franco y pertenecer al grupo armado Angry Brigade.
1. Terrorismo. Qué palabra tan fea, sinónima hoy de islamistas en chándales de lycra multicolor y milicianos redneck-nazis envueltos en camuflaje verduzco. Qué lejos esteticamente está ya de la época en que la lucha armada no sólo era plenamente defendible, sino incluso cool. Recuerden a aquel Andreas Baader empeñado en hacer instrucción militar en tejanos negros estrechos y botines, recuerden esas fotos de la RAF (o Baader-Meinhof) en que parecen más la Velvet Underground descansando en la Factory que un grupo de dinamiteros clandestinos y, cómo no, acuérdense de los cardigans italianos y las gafas negras de los Black Panthers. Que buena pinta tenían todos.
Y no sólo eso. Por añadidura, algunos de sus objetivos eran loables y lógicos; no se me escandalicen. Habiendo rechazado el pacifismo como calle sin salida en la eliminación de la autocracia, algunos de ellos parecían haber llegado a la misma conclusión que ese ilustre abogado de la violencia-si-es-por-las-razones-correctas que era Günter Anders: “No hay que vacilar en eliminar a aquellos seres que por su escasa fantasía o estupidez emocional no se detienen ante la mutilación de la vida y la muerte de la humanidad”. En el fondo, como los artífices del webzine La Patata de la Libertad defienden, se trata de “sistematizar Fuenteovejuna”. Porque los dictadores y tiranos, por definición, no abandonan el puesto por su propio pie; a veces, como demuestra la historia, hay que convencerles con un ligero empujoncito. ¿Aún no están de acuerdo? Pondré otro ejemplo para los pacifistas recalcitrantes: ¿Y si se hubiera tratado de matar a Franco? Ah. Ya me parecía a mí.
2. Las espeluznantes cifras de muertos y represaliados por el Franquismo que Xavier Montanyà exhibía en su artículo sobre la transición publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia hace algunos meses son ciertas. Y lo que es peor, muchas de ellas se podían haber evitado haciendo volar al enano pellejudo con un trampolín de TNT; miles y miles de personas hubiesen aprobado la ejecución sumarísima del carnicero gallego, y a nadie se le hubiese ocurrido llamarla “ciego terrorismo”.
Lo mejor del caso es que esa acción estuvo a punto de suceder. Como el anarquista escocés Stuart Christie ha desvelado recientemente en su libro Franco me hizo terrorista (Temas de Hoy), el 11 de agosto de 1964 fue abortado un atentado contra el dictador en el que debía participar el propio autor. De hecho, Christie (que, por la época y la procedencia, se parecía más al bajista de los Who que a un activista libertario) debía encargarse tan solo del transporte de los explosivos, que debían ser entregados a un contacto junto a una carta con los detalles de la operación. El atentado había sido preparado por Defensa Interior (DI), un grupo armado afín a la Federación Ibérica de las Juventudes Libertarias que contaba en sus miembros con gente de la CNT, FAI y el MLE. Entre sus filas estaban gente tan admirable como Laureano Cerrada (famoso por haber intentado bombardear el yate de Franco en 1948), Octavio Alberola, José Pascual palacios (el Public Enemy Nº1 de la dictadura) y otros insignes anarco-guerrilleros con los genitales bien colocados.
Por desgracia, la operación se desarrolló con esa tendencia a la chapuza (fruto de la buena fé) que parece ser característica de las organizaciones anarquistas. A Stuart Christie le detuvieron recogiendo la carta en la oficina de American Express en Madrid, y el atentado se vino abajo. Nuestro simpatico escocés pasaría en las cárceles españolas hasta 1967, fecha en que fue indultado por puro interés político, pues Gibraltar empezaba a ser la nueva patata caliente del régimen. Al poco tiempo, la vieja guardia de la CNT/FIJL (Federica Montseny y Germinal Esgleas, entre otros) cometió el garrafal error de condenar la lucha armada contra Franco, y Defensa Interior desaparecía como grupo. Un nuevo error de la cobardica izquierda burocrática que ibamos a pagar todos con siete años más de Franquismo, amigos.
3. Pero ni la historia de Stuart Christie ni la de Defensa Interior terminan aquí. En agosto de 1967, la embajada americana en Londres fue ametrallada por un grupo conocido como Grupo 1º de Mayo, vinculado al Movimento de Solidaridad Internacional Revolucionaria (heredero del Consejo Ibérico de Liberación que puso las bases de DI en 1962). A Stuart Christie, que parecía poseido por un olfato invencible para meterse en berenjenales, no se le relacionó con estas acciones, pero sí con las posteriores de la Angry Brigade. Éstos, definidos por un periodista como “una mezcla de desilusión inglesa, situacionismo francés, anarquismo español y explosivos” habían lanzado su primer comunicado en agosto de 1970. Con un nombre que evocaba tanto a los enragés del 68 como a las brigadas anarquistas del 39 y los angry young men británicos, la Angry Brigade se convirtió en el grupo terrorista favorito de muchos. Rechazaban los coches bomba y los atentados sumarísimos, prefiriendo concentrarse en una destrucción de propiedad privada de clara influencia situacionista, y que abarcaba desde las embajadas de la España franquista a boutiques, casas de ministros, bancos, etc.
Así, el cenizo de Christie se las arregló para estar de visita -intentando vender su revista Black Flag- en casa de los que pasarían a ser denominados “Stoke Newington 8” (los 8 detenidos por pertenencia a la AB) en plena redada de la Special Branch. Un timing perfecto, como ven, que ocasionaría su detención y posterior liberación en 1972, cuando se demostró que la policía inglesa había plantado detonadores en su coche para inculparle. Muchos se preguntan aún si el caso de Christie no sería el mismo que el de muchos otros acusados por crímenes parecidos; en Inglaterra o en otros países más al sur.
Kiko Amat
(Artículo inédito de noviembre del 2005)