19 de març 2008

Nou mail

Per cert, hem canviat d'adreça de mail. La de Hotmail havia patit un "severe attack of hacking" i quasi mai xuta com ho hauria de fer.
La nova és: laescuelamoderna@gmail.com

Juliette, te quiero así


Entrevista con Juliette Lewis Fue teen revolucionada de Hollywood, y la muy bruta le chupó el dedo a Robert de Niro en un filme. Hace unos años se reinventó como la Joan Jett del nuevo milenio, contorsionándose en escenarios y amando el rock’n’roll locamente. Desde Vanidad, nosotros te cantamos: Juliette, te quiero así. Juliette, ah ah ah.

Uno
‘Sé unas cuantas palabras en español’, dice en inglés.
Oh. De repente no quiero tener esta conversación. La he tenido un millón de veces en la vida, y es más aburrido que ver pintura secar. En un momento empezará a enumerar las palabras que conoce, y luego hablaremos de diferencias climáticas (Madrid es más seco, Hollywood más húmedo), de precio de los alquileres, de que en tal año estuvo en Barcelona y fue al “Gaudy Park” (no hay manera de que se aprendan el nombre real, pero ya me he cansado de corregirles).
No pienso tener esta conversación. Odio pronunciar palabras sin sabor, aunque mi interlocutora sea Juliette Lewis.
Sí, la Juliette Lewis.
Estoy en un piso del barrio barcelonés de La Ribera, apoyado en la puerta del balcón, y tengo un bulldog enano olisqueándome los bajos de los Sta-Prest. Aunque parece uno de esos perros asentidores de fieltro que la gente ponía en los coches en los 70’s, no lo es -éste vive- y temo que tras el examen olfactivo decida aplicar una meada territorial en mis zapatos.
Fuera, perro, fuera.
Ante mí está Juliette Lewis, sentada con el cuello rígido y la mirada fija en mi cara; más que nada porque no puede volverse: el maquillador la tiene firmemente agarrada por la barbilla. A su alrededor, una flotilla de atrezzistas y fotógrafos gravitan alrededor de la actriz de Hollywood mutada en cantante de ROCK.
Que me dice de repente: “Un café, porr favorr”.
Estoy a punto de decirle que vale que sea periodista musical, pero que aún conservo algo de amor propio, y que si quiere un palanganero que... Pero la Lewis continúa: “¿Cómou te llamas? Una cerveisa. ¿Cómo se va a...?”.
Ah, ya veo. Estamos en plena clase de Spanish for beginners.
‘Sabes español práctico’, le digo en inglés, con la condescendencia del trilingüe.
‘Impráctico también, me contesta en inglés. Y luego, en español: “Dame un beso”.
Su frase enciende un reguero de pensamientos:
a) Aunque no me lo haya dicho a mí de veras, voy a almacenar este recuerdo para sacarlo en noches frías de invierno.
b) Juliette Lewis no es tonta. La rapidez mental con la que ha dicho impráctico evidencia alguien articulado, y entrenada en las lides del ingenio conversacional.
c) ¿Por qué asumía yo que era tonta? Quizás porque, como las viejecitas que agredían al actor que hacía de Antoniu en la serie catalana Poble Nou, no distingo entre realidad y ficción. Toda una vida consumiendo obsesivamente discos y películas ha borrado esa línea. Para mí, la Lewis era la redneck monosilábica de Kalifornia. O la insufrible marisabidilla de Maridos y mujeres. O sea, era de verdad una de estas dos tiparracas. Pero no lo es, claro.
d) Lo que significa, sin duda, que el tonto soy yo.

Dos
En caso de que alguien no lo sepa (porque no va al cine, o lleva 30 años secuestrado por el Frente de Liberación Nacional Corso), Juliette Lewis es una actriz de Hollywood con fama de “versátil”. Se dio a conocer a lo bestia con un remake de El Cabo del miedo (1991) donde, en una escena memorable, le chupaba el pulgar a Robert de Niro. Ecs. La Lewis, en cualquier caso, ha salido en un montón de películas: Natural Born Killers, ¿A quién ama Gilbert Grape? y muchas más. La revista Empire la escogió #75 en su lista de Estrellas de Cine Más Sexis de la Historia, una tibia posición que parece más insultante que otra cosa. Juliette Lewis ha pasado desde hace unos cuatro o cinco años a capitanear un grupo de ROCK del voluminoso, Juliette & The Licks. Los Licks suenan a riffarama de radio yanqui, todo AC/DC super-producido y Aerosmith encerado, y encantarán a quien sienta inclinación hacia este tipo de cosas.
Esto que acaban de leer era una crítica condensada de la carrera de Juliette Lewis, que Kiko Amat les ha ofrecido gustoso.

Tres
Una hora y media antes de la clase de español estoy en el Hotel Spa-Senator, al lado del campo del Barça. Es un sitio odioso al que nunca en la vida voy a volver, así que podría empezar a mear en las alfombras o robar los pomos dorados de las puertas. Pero no lo hago. Principalmente, porque Vanidad me ha mandado aquí a entrevistar a Juliette Lewis y, aunque nadie en esta ciudad lo crea, soy un profesional.
Estoy en un sofá sentado, mirándome los zapatos mientras la crew del reportaje fumetea apocalípticamente en el exterior. Ya les han informado, como a mí, que el hotel pide miles de euros por dejar hacer fotos en su interior. Esto es tan ridículo que me río, como se reirían también ustedes si hubiesen visto el hotel de marras.
Dejo de reírme cuando veo que la crew enciende los cigarros con los anteriores cigarros, en una fumeteación en cadena francamente alarmante, mientras parlotean nerviosos en sus móviles. ¿Quizás esto es grave, y no el motivo de chanza que asumía yo?
Al poco tiempo me entero de porqué es grave. En lugar de hacer las fotos fuera, o en cualquier maldito lado, como haría yo, hay que atravesar Barcelona para ir al piso de una de las fotógrafas. Por la luz, que allí debe provenir de un sol distinto del que tenemos al lado del hotel. Entre dientes balbuceo que si ponemos en práctica esta precipitada solución, después del desplazamiento-maquillaje-vestuario-fotos sólo quedarán unos pocos minutos para mi entrevista. A estas alturas (la experiencia, ¿saben?) ya he asumido que mis escritos son la última cagarruta del proceso, pero incluso así me parece un poco gordo pretender que comprima todas las preguntas en 10 minutos.
Nada, nada. Opina el maquillador, opina la fotógrafa, opina la encargada del vestuario y hasta opina un señor con camisa de fuerza de por allí a quien se están llevando a rastras al frenopático: Hay que ir al piso, y a mis palabras que las zurzan.
El estruendoso ninguneo al que estoy siendo sometido es interrumpido por la aparición de Juliette Lewis, que aparece en medio del hall como una divinidad rockera. Lleva pantalones de cuero estrechos a lo Seditionaries, un collar plateado con las palabras “Licks”, y cara de cansancio. Una cara de hermosa Diosa cansada, no la cara de trapo de cocina arrugado que hacemos usted y yo cuando estamos cansados. Todo el mundo se presenta, y ella les besuquea (¡de verdad!) uno a uno. Cuando me toca el turno a mí, lo que digo me sale del alma:
‘Yo sólo soy el escritor, me temo’.
Juliette Lewis me mira (pensando, sin duda, “ya se nota, feto”) y no me da beso alguno. Me encanta mi trabajo.

Cuatro
Como todo el mundo sabía, en el piso-solarium no hubo tiempo para hacer la entrevista. Juliette Lewis se inventó, imagino que para que no me tirara por el balcón, media hora de entrevista conmigo antes del concierto. La cita no existía, pero para cuando me enteré, las cosas mundanas ya no me importaban y además –previsor que es uno- me aseguré de ello antes de recorrer de nuevo toda la Diagonal.
No, la entrevista se hará por teléfono en unos días, “así tienes tiempo de escuchar los discos”. Oh, yupi.
Juliette Lewis me llama a casa. Esto me pasa continuamente, no crean. Cuando cuelgue tengo que poner una conferencia con Mick Jagger. Luego ceno con Robert de Niro; para preguntarle la marranada del pulgar. Y antes de ir a la cama creo que jugaré al mus con Dios. Pero ahora llaman; debe ser Juliette. ¿Me disculpan?

Cinco

Tienes un gusto musical extraño para una actriz de tu talla. Quiero decir, que en tu ambiente no sé si hay mucha gente a quien le gusten los Stooges, o las Runaways.
Con las Runaways me comparan, no puedo decir que me gusten tanto, y he empezado a escuchar a Iggy hace poco. Pero siempre he sido una amante de la música en toda su variedad, de Miles Davis a Nina Simone a Queens of the Stone Age, Neil Young, Tom Petty...
¿De dónde viene pues ese amor musical? ¿Quién fue tu introductor a ese mundo?
Gracias a mi padre (el actor y músico Geoffrey Lewis) de niña empecé a escuchar Steely Dan, Rickie Lee Jones y a los Who; a los 16 escuchaba mucho rock de los 60’s y fue muy importante para mí descubrir a Janis Joplin. Más adelante, cuando buscaba mi propia identidad durante la adolescencia, Run DMC y música dance. Tuve también una etapa de nueva ola con The Cure y New Order. Toda esta música acompaña mi estado de ánimo. Escucho también mucho jazz, no me ciño a ningún género. Bitches Brew de Miles Davis, por ejemplo; muchos aspectos de mi naturaleza están modelados por ese disco. Tiendo a buscar el bajovientre, lo underground. Gracias a antiguos novios conocí a los Pixies, o a Elton John. Me encanta el sonido, soy hipersensible a él; andando por aeropuertos reconozco a distancia las líneas de bajo del hilo musical: “¡Eh, eso es Eddie Money!”.
Todo esto que has dicho debe hacerte una rara en Hollywood. Nadie habla tanto de discos allí.
Eso es una generalización. ¿Qué es Hollywood? La gente habla de Hollywood como si fuese un sitio muy concreto. En Hollywood habita gente muy diferente (Cambiando aparentemente de tema) A mi hermano le encantan Fugazi y odia a los Beatles. ¿Cómo puedes odiar a los Beatles? Hollywood está hecho también de freaks circenses, ex-presidiarios, gente radical... Es un medio muy interesante y variado. Y estoy segura que Johnny Depp, por ejemplo, tiene una colección de discos fascinante.
De acuerdo. Pero tienes que admitir que todos los grupos formados por actores de Hollywood han sido siempre una porquería. Como el de Russell Crowe.
Eso es porque eran actores practicando su hobby. Para mí es una nueva carrera. No me metí en esto para hacer un disco testimonial; quiero llegar a mi sexto y séptimo LP. Porque amo tanto la música, para mí es Todo o Nada.
Este suicidio profesional tuyo me recuerda a la decisión del Coronel Kurtz en Apocalypse Now de no aceptar el cargo de Jefe del Estado Mayor y volver a la escuela de Marines. A su edad.
(Se muere de risa) Sí, ese es un buen análisis de lo que he hecho. Este volver a lo básico me ha hecho apreciar lo que tenía antes. Ahora vivo en un autobús, y lo otro me parece un lujo. Para mí, esta nueva vida era una necesidad; necesitaba encontrar otra manera de expresar mis emociones. Es un placer volver a sentir miedo y nervios antes de subir a un escenario.
Parece imposible que un actor experimentado pueda volver a sentir miedo escénico. Aunque sea en otro medio.
Cuando actúas estás buscando la verdad; la emoción. En música es lo mismo. Buscas la verdad en tu interior. Estoy haciendo esto porque busco una revelación, no para esconderme. Quiero volver a ser una niña de 10 años cada vez que subo a un escenario.
Por un momento me había parecido oír “revolución” en lugar de “revelación”. Qué susto.
¡También es una revolución! Es mi propia revolución: poner gozo y poderío en la cultura mayoritaria. El lugar de las mujeres en todo esto es ser una diosa sexual o una pedorra del pop, pero yo quiero hacer un show lleno de emoción y verdad.
Es curioso, porque el sexismo empapa incluso a los sectores más contraculturales de la sociedad. Leyendo sobre ello te das cuenta de que Abbie Hoffman, los White Panthers, John Sinclair, se pasaban el día hablando de revolución pero utilizaban a las mujeres de cocineras o receptáculos de su simiente.
Completamente de acuerdo. Sin embargo, no soy una feminista odia-hombres. Lo que busco es unidad. A lo largo de la historia se ha abusado de las mujeres porque teóricamente son más “frágiles”. Pero yo quiero ser algo mucho más grande. Quiero reencontrar la sensación de comunidad en la música en directo. Quiero que, cuando toco, todos seamos iguales y juguemos todos al mismo juego.
Habiendo experimentado ambos: ¿Te has encontrado con más machismo en el cine o en la música?
Siendo actriz el machismo es algo muy complejo, especialmente por esa visión americana de la belleza que es como una obsesión nacional. Es algo cultural; por lo que sé, esto no sucede en Europa. En cualquier caso, soy un espíritu independiente, y nunca me he encontrado con una especial resistencia por el hecho de ser mujer.
Quizás una de las ventajas de tu nueva carrera musical es que no hay intermediarios. No tienes que tratar con directores, o guionistas, o productores.
Dices “tienes que tratar” como si fuese un sacrificio. Para mí es un placer. Actuar es una colaboración; cuando hago de actriz estoy interpretando la visión de otro. Cuando hago música, en cambio, estoy creando mi propia visión. Si me pongo plumas en la cabeza, es MI visión. Somos yo y mi banda interactuando directamente con el público. Además, nunca he tenido la ambición de convertirme en directora, como otros actores. Me gusta conducir y que se me ocurra una canción. Eso es magia.
Ya. Llevo toda una vida escuchando discos y aún no entiendo qué es la música, y cómo se crea. Es puro vudú.
Sí, flota en el aire. Tienes visiones extracorpóreas. Tienes que estar dispuesto a ponerte en una posición estúpida, o vulnerable. Eso es aplicable a cualquier acto creativo. Hay que ser muy sincero.
Pero esa sinceridad puede ser incómoda de escuchar.
Muchas de mis canciones no tienen demasiado sentido, o son muy abstractas. Otras son metafóricas. La verdad es que intento no escribir demasiado autobiográficamente. Muchas veces me pongo en la piel de otro, como en “Death of a whore”. Es una canción muy visual, quería transmitir la sensación de persecución, de sentirse cazado. La verdad es que aún estoy evolucionando como compositora.
Escribir es un acto mayormente subconsciente. A menudo se filtran partes que el artista no preveía descubrir.
Cuando murió un amigo, escribí dos canciones sobre ello. Pero nunca pude cantarlas en directo. El tema me tocaba demasiado de cerca.
Exponerse así da un poco de miedo. Te deja en una posición muy vulnerable.
Pero cuando lo pones en una canción trasciende el tema original. Puede convertirse en muchas cosas distintas dependiendo de quién la escuche. Puede ser curativo. Mira a Clapton, cuando escribió la canción sobre la muerte de su hijo. Pocas veces se ve algo tan terapéutico, y tan valiente. Pero a la vez, otros autores pueden ser muy autoindulgentes.
Imagino que el truco a la hora de crear es mantenerse en esa línea que separa la sinceridad de la autoindulgencia.
Exacto. Y mantener el ego a raya, sobretodo. Nada de ego.
¿Dirías que la escena Riot Grrrl impregnó con su ética algo de lo que haces?
La verdad es que me perdí ese movimiento. No escuchaba eso, en aquel momento. Me iban otro tipo de mujeres, como Janis o Grace Jones. Es otro tipo de poder femenino, el que percibes cuando canta Tina Turner, o PJ Harvey. Con esas mujeres sentí afinidad, porque como ellas quería ser yo misma, no una imitación de nada. Como Patti Smith: tan potente, tan política.
Muchos artistas americanos huyen del compromiso político, por lo que pudiese pasar.
Es un reto, porque si expresas emociones políticas, tienen que ser sinceras. Y a la vez, muchas veces estás tan enfadado que desaparece la poética. Un buen ejemplo de cómo hacerlo es “Ohio” de CSNY (la canción que el grupo de hippies millonarios compuso después del asesinato policial de cuatro estudiantes en los disturbios de Kent State en 1970). ¡Esa canción es tan emocionante! Pero lo que yo hago a menudo es despotricar. Tiene que ser inteligente y divertido, eso sí, como lo que quise hacer en “American boy”. “American idiot” de Green Day es otro buen ejemplo.
Un creador tiene que ignorar por completo la posible reacción adversa del público, según lo veo.
Desde luego. Yo siempre he hablado contra las drogas, sabiendo que podría alienar a un sector amplio de mi audiencia a quien le encantan (Se ríe). Llevo 12 años sobria, pero incluso cuando tomaba algo de vez en cuando opinaba que eran como una muerte lenta.
Sin duda, la cocaína es la muerte de la música magnífica. La mayoría de álbumes grabados bajo su efecto son basura pomposa.
También la marihuana puede hacer que sus consumidores se conviertan en idiotas vagos con ínfulas de superioridad moral. En eso trato de inspirar a la gente: es más duro sentir la pena que evitarla. Pero vale la pena lo primero.
¿Cuando antes decías “sobria” querías decir totalmente sobria? ¿Straight edge, incluso para el delicioso vino? Dime que no.
¡Claro que no! Aunque soy bastante moderada, de vez en cuando me calzo los zapatos de bailar y me bebo algún vaso de vino.

Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en la revista Vanidad #143 de marzo de 2008)

¡Japorock Tora!


No se llegó al pop electrónico japonés por la cara y sin maletas. Antes tuvo que fermentar una escena de freak-rock 70’s basada en cola industrial, discos de Led Zeppelin, rebelión beatnik y... ¿el musical Hair?

Cuando El Pelos cantó en La grifa aquello de “Yo vengo de una isla, de una isla del Japón / De fumarme unos porritos que mi novia me invitó”, la perplejidad se apoderó de sus fans. ¿Hablaba el rumbero en sentido literal? Desde luego, irse a uno de los países más sobrios del mundo a ponerse “siego” de grifa parecía la decisión turística más inconsciente jamás tomada. Ha tenido que ser Julian Cope (el ex-ídolo de The Teardrop Explodes, ahora rocker psicodélico) el que nos lo explique en su libro Japrocksampler. Japón –argumenta- tuvo en los 70’s una escena freak vibrante, y por tanto –deducimos- es muy razonable que El Pelos y señora escogieran la isla como escenario para su colapso de porros.
Cómo un sistema feudal basado en el más robótico respeto a la autoridad acabó siendo el escenario del Gran Japodesmadre Hippie’76 es algo que ahora les contaremos. Pero sepan que no se pasa en dos días de un orden jerárquico más descendente que la caligrafía japonesa al vivalavirgen sistematizado de grupos como Les Rallizes Denudés, uno de cuyos greñudos miembros secuestraría un avión en Tokyo en 1970 al grito de “¡Somos Ashitano Jeo!” (un personaje de Manga japonés). El equivalente aquí sería secuestrar un avión gritando “¡Somos Mortadelo y Filemón!”, para que se hagan una idea.

Según Julian Cope, el baile empieza el 8 de julio de 1853 con cuatro barcos de la armada norteamericana apostados en la Bahía de Tokyo, repartiendo democratización a cañonazos. Algunos críticos, como Simon Reynolds, le han afeado a Cope que en su afán para establecer contexto haya tenido que remontarse hasta 1853. “El equivalente”, diría Reynolds en The Guardian, “sería haber empezado su libro Krautrocksampler (sobre el rock alemán) en la guerra Franco-Prusiana”. Con aquel chuleo yanki terminaban 250 años de aislamiento y odio al gaijin (forastero), pero sucedió lo impensable: Japón agarró la modernización tecnológica sin entregar a cambio su imperialismo loco. Eso prendería una traca fatal que culminaría en el arrase de la guerra con China de 1937 y, por supuesto, la IIº Guerra Mundial. Al final, el matón americano tuvo que volver y quitarle el tirachinas al empollón subidito de Japón. A cambio del arma, los Estados Unidos ocuparon el país de 1945 a 1951, estableciendo una nueva constitución y colonizando culturalmente la isla.

Ahí empieza la historia del underground japonés, y empieza de pena; eso que vaya por delante. El rock’n’roll se afianzaba en el país en 1956, pero en 1957 moría el r’n’r USA. Su reemplazo, los chicletosos niños del Highschool (Bobby Vee, Frankie Avalon...) serían el primer contacto multitudinario del Japón con la cultura pop norteamericana. Allí, el equivalente del cantante cursi yanki sería el Idoru (ídolo), igual de bueno para un roto que un descosido: TV, baladas o películas teen. De cara a la juventud japonesa, todo aquello era como entrar a una fiesta casera quitándose los pantalones para descubrir que las madres estaban presentes.

Tres frentes representaron la alternativa a la papilla de la radio. Uno, el Japón Experimental: Toshi Ichiyanagi –primer marido de Yoko Ono- y todos los antisociales artistas fluxus del grupo Hi Red Center, que imprimieron billetes falsos de 1000 yen y celebraron el aniversario de la derrota en la IIº Guerra Mundial. Otro, las hordas del jazz japonés. Y tercero, la avalancha del Eleki Buunu (el “boom de la guitarra eléctrica”). Los japoneses cool reconocieron en todos los punteos reverberados y casi orientales del rock instrumental de The Shadows y The Ventures a un primo lejano. “Al enfrentarse con la avalancha de canciones MOR (ni chicha ni limoná) de los Idoru, con letras que no hablaban de nada”, nos dice Julian Cope, “la única manera de permanecer cool era escuchar música que no tuviese letras de ningún tipo”. Cope sugiere también que la fascinación japonesa por los Ventures viene de lo similar de su sonido con la melancólica balada japonesa enka. Sea como sea, de la noche a la mañana aparecieron un millón de músicos de eleki: Terry & The Bluejeans, Sharp Five, Blue Comets, Spacemen...

Pero los Beatles mataron a la estrella de eleki. Cuando pusieron pies en polvorosa el 3 de Julio de 1966 tras cinco shows en suelo japonés, los japoneses les despidieron como a alienígenas salvadores, pese a que el sonido que inspiraron (los Group Sounds) no era más que beat boom algo japonesizado. Y encima, las bandas de Group Sounds –en su mayor parte las mismas del eleki, con nuevos nombres- no tuvieron tiempo para evolucionar. El salvaje management (recordemos que Japón había abrazado el capitalismo con entusiasmo) comercializó a todos aquellos grupos más allá de su reconocibilidad. Si en otros países el sonido beat había evolucionado hacia el rock pétreo y el ruidote punk, en Japón se le aplicó el disfraz y la sonrisa. The Tigers, The Tempters, The Jaguars, The Carnabeats y tantos otros acabaron como bromas de exploitation para adolescentes tontos, pop aprobado por papás.

Tuvo que venir Hair a salvar el rock japonés. No, en serio. En Japón, aquel musical relamido que intentaba sacar tajada del flower power se tomó al pie de la letra. Y es que en una sociedad encorsetada como la japonesa (un lugar donde era de mala educación mirarse en escaparates, por ejemplo), un espectáculo de jipis fornicadores y melenudos era un auténtico desafío al sistema. Precisamente por ello, Hair se canceló en enero de 1970 tras solo dos meses en cartel, con una espectacular redada en la que se pilló a todo el cast fumando –cómo no- marihuana. Quizás en compañía de El Pelos.
Pero el daño ya estaba hecho, y Hair fue el catalizador. En los pasillos, en los alrededores del teatro, en el foso de la orquesta, se habían congregado todas las corrientes contraculturales japonesas. Aquella mezcla de free-jazzers, experimentalistas, actores en paro, antiguos Group Sounds y un montón de futen (el beatnik fumeta y desarraigado), sería terreno abonado para un nuevo underground. Grupos como la Flower Travelling Band, Speed, Glue & Shinki, Les Rallizes Denudés, Zuno Keisatsu, Murahatchibu, los Taj Mahal Travellers, la Far East Family Band o J.A.Caesar tomaron ejemplo del desparrame occidental (de Blue Cheer a Stooges y Led Zeppelin) para crear su versión autóctona, el New Rock. A espaldas del resto del planeta, hasta 1979 florecería en Japón un “delicioso caos” (Cope dixit) hecho de liberación, distorsión y creatividad freak. Los jóvenes del japón de posguerra abrieron sus mentes al rock’n’roll y ni leyes, ni padres, ni bofetadas pudieron evitarlo. Hermoso, ¿no?

Una selección de japrock

- The Jacks: Siempre de negro y liderados por Yoshio Hayakawa (y sus perennes Rayban negras), este grupo de existencialistas del subterráneo boom folk-rock de 1967-8 se hizo famoso contra su voluntad con el nihilista álbum Vacant World. Como una Velvet Underground japonesa, en folkie.
- Les Rallizes Denudés: Futens comunistas, vestidos de negro riguroso, ultra-fans de Blue Cheer (el grupo americano “más ruidoso del planeta”) y bautizados con un nombre en francés macarrónico. Eran tan punkis que su bajista Moriyasu Wakabayashi acabó en Corea del Norte tras secuestrar un Boeing 727 junto a la Japanese Red Army.
- Zuno Keisatsu: Su nombre (Policía Cerebral) ya les delata como futens cabreados. Miembros de la Foku Gerira (Guerrilla Folk), un colectivo activista callejero mezcla de Black Panthers y situacionistas. ¿Sus canciones? “Ju O Tore” (Coge el fusil), “Kanojo Wa Kakumeika” (Ella es una revolucionaria) o “Iiwake Nanka Iraneyo” (No queremos tus putas excusas).
- Flower Travellin’ Band: Antes conocidos como Flowers. Son los cinco mimbres que aparecieron conduciendo motos en pelotas en la portada de su primer LP, Anywhere. El grupo más grupo de toda esta historia, hasta sonaban medio bien (si a uno le gustan Black Sabbath).
- Speed, Glue & Shinki: Los entrañables “Speed, Cola y Shinki” eran un caótico trío blues power liderado por un filipino anfetoso con peinado afro (Speed). Como dice Cope, “su inconsistencia se convirtió en el sinónimo de la banda, su modus operandi, su raison d’etre”. La lírica del grupo se basa casi por completo en odas a la droga: “Sniffin’ and Snortin” (Aspirando y esnifando) o la mítica “Mr. Walking Drugstore Man” (Señor Farmacia Andante), que termina con las frases “Eh, tío, ¿Quieres comprar speed”.

Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento EP3 de El País del 14 de marzo de 2008)

Jazz y Ivy League; el estilo entre comillas


A la vez mensaje codificado, obra de arte, disfraz y respuesta irónica, el estilo de los jazzmen americanos reúne en sus referentes la mayor belleza y la mayor rebeldía, sin que ello haga disminuir su pulcritud celestial.

El estilo Ivy League es cruel, sofisticado, exacto, conservador, todo pulcritud. Es elitista y exclusivo, pero a la vez democrático y abierto. Es discreto, útil camuflaje urbano, pero a la vez reclama nuestra mirada. Dentro de su perfección perpendicular, ningún detalle destaca; pero si centramos nuestra atención en alguno de sus componentes, un universo de guiños sobrios, milimétricos, un cosmos de botones y pliegues y cuellos y medidas y largos y rayas nos explota en las narices. Uno de sus atributos más hermosos es precisamente eso: la manera en que el más infinitesimal de sus componentes parece esconderse del ojo público, seleccionar quién repara en él, para luego ofrecerse en toda su gloria a quien le haya descubierto. Una vez has visto ese botón, situado exactamente ahí y no un milímetro más a la derecha, colocado en un lugar que es a la vez innecesario y esencial, apostado en un lugar tan recóndito que parece negar su calidad ornamental –si nadie lo ve no puede estar ahí tan sólo para hacer bonito, ¿verdad?- te parece imposible no haber reparado en él antes. Eso es el estilo Ivy League: camuflaje y plumas de pavo real a la vez. Discreción y escándalo sublime. Un disfraz y un arma; el estilo como arma. El estilo masculino más bello, peligroso, cortante y simétrico jamás inventado. Un estilo que es a la vez un lenguaje, pero un lenguaje codificado; sólo aquel que controle sus normas ortográficas y semánticas podrá quebrar el código y acceder al significado de sus significantes.

Pues todo tiene un sentido y, especialmente, todo encaja. Como las mejores cosas del mundo, el estilo Ivy League encaja en un todo de perfección insultante. Nada se mueve, nada está fuera de sitio, y todo obedece a alguna razón; el sueño de los control freaks, hecho ropa semi-divina. La belleza del orden, y también la belleza del doble significado. Ivy League, aunque suene a lugar común, es poesía: no solo por lo radiante de sus componentes, sino también por la ambivalencia que la lectura de éstos permite. Poesía planchada, poesía con botones, pero poesía después de todo.

El estilo entrecomillado
El estilo Ivy League habla de jazz y habla de hipness, de estar en la onda, de saber el qué y el cómo, pero no siempre fue así. Lo cierto es que habla dos idiomas. Por un lado está el significado original: el Ivy es el look conservador americano por excelencia, y toma su nombre del entramado de las ocho universidades de élite de los Estados Unidos: Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth, Howard, Pennsylvania, Princeton y Yale. La red Ivy League. Sus estudiantes son los futuros presidentes, CEOs, diplomáticos, la verdadera oligarquía, la nueva aristocracia del nuevo mundo. El Ivy League es, ni más ni menos, uno de sus baluartes de clase. Una tradición inventada para una clase social sin sangre azul ni títulos. A la vez, sin embargo, (como aduce el sastre inglés John Simon, uno de los impulsores del estilo en el Reino Unido) quizás haya una intención democrática detrás de la imagen Ivy: “Los americanos intentaron que todo el mundo pudiera tener un look aristocrático; era una cultura igualitaria (...) No tenían una tradición, así que en cierto modo el Ivy permitió que todo el mundo tuviese una”. Sea como fuere, ése es el primer significado del Ivy League. Ropa de bandera burguesa. Ropa que habla de pertenecer a una élite. Y, al igual que sucede con el arte o la música clásica, la capacidad de captar su sutileza y hermosura dolorosamente sincrónica es un pendón elitista, un símbolo de pertenencia. Llevo esta ropa, ergo soy esto.

Lo que sucedió con el Ivy es que su esto mutó. Del mismo modo que la esfera pública de la cultura negra se apropió de la iglesia católica y la utilizó para sus fines, el estilo Ivy fue adoptado por los músicos negros de jazz en una inversión de significado perfectamente consciente y que poseía innumerables ventajas. No hace falta decir que, por su origen y situación de cultura oprimida y desposeída, uno de los pilares de la cultura negra es precisamente el doble significado. Cosas que parece que son una, pero luego son otra; y esa otra, sólo los que están metidos en el círculo conocen su significado. Mark Anthony Neal describe magníficamente en su libro What the music said esta búsqueda de espacio y estética para ser usados con fines encubiertos: “La aceptación o apropiación afroamericana de la ideología cristiana hizo posible que la tradición espiritual se desarrollara con una relativa autonomía, puesto que el cristianismo era interpretado por la élite blanca como una fuerza socializadora de cariz positivo”. Si aquí cambiamos iglesia por corbatas, descubrimos la principal razón del uso del estilo Ivy League en el submundo del jazz modernista negro. Esa inteligente pulcritud del jazzman afroamericano es puro camuflaje urbano, elegancia bajo presión, vivir limpio bajo circunstancias difíciles. El decoro, la sobriedad más espartana, se utilizan en el Ivy negro como un pasaporte para hacer lo que a uno le venga en gana, para llevar una vida disipada, pura cosmética para rebeldes.

El sociólogo de Birmingham Dick Hebdigge lo definía así, aunque hablando de los descendientes-imitadores más obvios de los modernistas negros, los mods ingleses de los primeros sesenta: “Los mods inventaron un estilo que les permitía soslayar hábilmente las distancias entre la escuela, el trabajo y el ocio, y que ocultaba en la misma medida que proclamaba. En una tácita ruptura del orden secuencial que lleva del significante al significado, los mods entrecomillaron el significado convencional del “cuello, traje y corbata”, exacerbando la pulcritud hasta el absurdo” (las cursivas son mías). El Ivy League en la percha de un músico modernista de jazz es a la vez disfraz y comentario irónico. De cara a la América convencional blanca -la América square, cuadrada, conservadora- el traje encajonado, la camisa impecable, los mocasines lustrosos son una prueba de adaptación y respetabilidad. Dicen: “Formo parte de esta sociedad y adopto sus reglas de comportamiento público y su moral; no tenéis nada que temer”. Pero es sólo una fachada. Para el hipster, para el que controla sus significantes y sabe a qué obedecen, el Ivy es una broma pesada en la cara del establishment. Es la operación encubierta, el refugio subterráneo, que le permite al hipster seguir creando música auténticamente subversiva, continuar la revuelta cultural, explorar con aún mayor profundidad la herencia y el ritmo africano. Aunque muchas de las actividades del músico de jazz “están situadas formalmente dentro del marco de la ley” –como dice Howard S. Becker en su ensayo de 1963 The jazz musician- “su cultura y forma de vida son suficientemente extraños y poco convencionales para ser etiquetados de marginales por los miembros más convencionales de la comunidad”. Por tanto, la subcultura del músico de jazz necesita un parapeto, un vehículo que le permita moverse con comodidad y sin temor por el mundo square sin ser molestado. Las subculturas -como Stuart Hall, el mencionado Hebdigge, John Clarke y otros sociólogos de Birmingham han expuesto con constancia- toman signos culturales de las comodidades existentes en la cultura padre. Algunas de estas comodidades tienen significados fijados, “pero tan sólo es porque la cultura dominante se ha apropiado de su uso de una manera tan completa que los significados que ésta aplica a sus comodidades acaban pareciendo el único significado que pueden expresar”. Por supuesto, no hay un significado “natural” en un determinado tipo de mocasines: si llevarlos implica pertenecer a la clase dominante es tan sólo porque esta clase les ha asignado un código cultural de significado. Por tanto, este significado puede cambiarse, sea mediante la exageración (caso del gigantesco traje Zoot Suit que precede en favoritismo al Ivy League entre los músicos de jazz), la modificación de sus elementos o mediante la combinación con otros para crear un lenguaje nuevo.
Esta re-significación fue lo que los jazzmen modernistas aplicaron al estilo Ivy League. El traje ya no implicaba decencia, respetabilidad y educación de clase, sino todo lo contrario: rebeldía, autonomía, rabia, marginación, incluso drogadicción. Enfundarse en una camisa Brooks Brothers, de repente, ya no decía “soy un square”, sino “soy hip”. Significaba ser un virus peligroso en la cultura norteamericana, y aún peor: un virus indetectable. Una enfermedad corrosiva, degenerativa, y que encima iba cubierta con los trapos más dignos y limpios. La falsa inofensividad de la elegancia. La peligrosidad trajeada a la que se le abren todas las puertas. El espía con la bomba (y frac) al que ningún centinela da el alto. Ya lo dijo Nik Cohn hablando del dandy Beau Brummel: “Si el ciudadano medio se gira para observarte cuando pasas, no vas bien vestido”. Y -me atrevería a añadir- además te van a echar el guante.
Es ésta la razón por la que los jazzmen negros (y los mods ingleses) despreciaban a los rebeldes que llevaban su vida disipada de manera demasiado obvia; ¿Por qué llamar la atención hacia las actividades ilícitas de uno? ¿Para qué hacerles un corte de mangas a los cuadrados? ¿Para qué escupir en la cara del policía? Mejor pasar por su lado saludando amablemente, para luego destruir con saña –y discreción- todo lo que para ellos es sagrado. Ese es el truco: la elegancia como disfraz.
Hay otras razones añadidas en el uso del estilo Ivy League por parte de los músicos de jazz negros. Una de ellas es la tradicional inclinación hacia la pulcritud de las clases obreras. En comunidades trabajadoras, pocos elogios tienen una connotación tan positiva como “limpio”; pregunten a sus abuelas si no lo creen. Esa limpieza lleva implícita en ella una remarcable carga de dignidad personal, respetabilidad y honestidad. Eres limpio porque eres digno. Eres limpio porque no te has dejado aplastar por la suciedad que es parte indivisible de tu empleo no especializado. En ese contexto, un impecable traje en un paupérrimo músico de jazz de Harlem está diciendo: “Quizás no tenga nada, quizás me consideréis basura, pero aún conservo mi orgullo personal”. Segundo truco: La elegancia como arma.
Otra razón, menos banal de lo que podría parecer, es la persecución de la belleza. El periodista y dandy Robert Elms lo dijo hablando de su hermano skinhead (los lógicos continuadores de la tradición-reconversión del Ivy League): “En cierto modo, toda esa historia con la ropa, esa pasión por el estilo, no era más que una búsqueda de algo hermoso”. La ropa como obra de arte. La organización de sus significantes estéticos como heroica arquitectura de la belleza. El músico de jazz produce música hermosa, y su ropa tiene que ir a juego con su arte. Tercer truco: la elegancia como arte. Guapura como irrompible declaración de los principios estéticos, artísticos, incluso morales, del hipster.

Elementos sublimes del Ivy League
Tiene gracia que todo esto empiece con polo. El deporte, no el helado. Dice la leyenda que el fundador de la compañía Brooks Brothers, John Brooks, asistió a un partido de polo en Inglaterra a finales del siglo XIX y se fijó en un detalle sublime de los jugadores: habían añadido botones a los cuellos de sus camisas para evitar que les golpearan en la cara durante el juego. De repente, la solución para la evolución del cuello almidonado (y extraíble) se presentaba reluciente ante sus ojos en toda su gloriosa simplicidad. La alquimia cuellística en la ropa masculina nunca volvería a ser lo mismo.
Sea cierto o no el asunto del polo, lo que está claro es que Brooks Brothers, una marca americana, inventó la camisa con botones en el cuello: la denominada button-down shirt o, gracias al nombre del modelo que manufacturó la compañía, la Oxford. Un cuello que se daba la vuelta hacia fuera y quedaba cosido en la pechera por dos botones paralelos, uno en cada esquina de la solapa, y en la parte trasera del cuello por un tercer botón de sujeción. Algo tan sencillo, y tan hermoso a la vez. La Oxford es pura Inglaterra-vía-América, una ecuación que se ha repetido posteriormente en infinidad de ocasiones en otros ámbitos: americanos intentando copiar estilo inglés y consiguiendo algo mucho menos envarado, más casual, esquelético y bonito, moderno, funcional y aerodinámico. Parte indispensable de lo que Graham Marsh (autor del libro recopilatorio de portadas de jazz The cover art of Blue Note) llama “esa imagen elegante, afilada y minimalista”.
Además de la button-down, otro tipo de camisa aceptado era la de cuello redondeado, fijado con pasador. Un ejemplo claro puede verse en la portada del álbum Our man in Paris de Dexter Gordon. ¿Los colores? Blanco o azul claro, a veces a rayas (como la de Big John Patton en el disco The way I feel), a veces a diminutos cuadros gingham (los que popularizarían las marcas inglesas de menor calidad de los sesenta como Ben Sherman, Jaytex y Brutus). La corbata, de seda o de lana tejida, a veces rayada, marca Rooster o Reiss. Ocasionalmente, fular anudado al cuello de manera aristocrático-irónica.

Si el bebopper o hipster decidía no llevar camisa, varias opciones igualmente impecables y cargadas de significante se le ofrecían como alternativa. Una era el knitwear, o las prendas de punto. Polos deportivos mayormente, de corte o marca italiana, en colores vivos o estampados imposiblemente cool. Jimmy Smith solía llevarlos en las portadas de sus álbumes, y de hecho hay un polo de manga larga rojo radiante que aparece en dos de sus discos: o le gustaba tanto que se lo puso en distintas sesiones, o tenía varios idénticos, o –más posiblemente- se trata la misma sesión. En cualquier caso, el look de músico negro con género de punto elegante empezaría en el jazz, se sublimaría en los artistas de soul de Tamla Motown (The Four Tops, sobretodo; menudos polos llevaban) y, al final del tobogán estilístico, sería adoptado reverentemente por los mods ingleses. Y más: si observan el look completo del mencionado disco de Jimmy Smith (gorra al revés, polo italianado estridente) se darán cuenta de dónde sacó la escena Acid Jazz su entera inspiración estética. Añadiendo unas zapatillas deportivas es exactamente el mismo que lucía Smith en 1960. Todo encaja siempre, ya lo saben.

La segunda opción no-camisesca era ese clásico del poeta beat de siempre: el jersey de cuello alto, o cuello de cisne. Elegante, útil (no olviden un aparentemente nimio detalle: abriga) e insuperablemente misterioso y marginal. Aunque su estilo de vida sea más convencional y mortíferamente aburrido que una misa en latín, llevar un jersey de cisne hará que la gente les tome por avanzados, leídos y portentosamente hormonados artistas contemporáneos. Como en la imagen que acompaña este artículo, puede llevarse también debajo de una camisa; un estilo con aromas de gentleman retirado en la campiña, nuevamente reconstruido para implicar futurismo bebop.

El pelo facial era otro complemento no esencial, aunque muy extendido: bigotito latin-lover (como el de Tina Brooks), frondosote (Hank Mobley) o perilla proto-beatnik (Sonny Rollins). ¿Sombreros? El pork pie semi-tirolés, luego adoptado por los rude boys jamaicanos y (otra vez) los mods, o la gorra bohemiesca, encajada correctamente o con afectada inclinación. Por encima de todo ello, se hacía im-pres-cin-di-ble una gabardina blanca (ver Horace Silver en 6 pieces of Silver o Dexter Gordon en Dexter Calling, ambos de Blue Note), especialmente si uno era un músico de la Costa Este. La diferencia meteorológica que existe entre las dos costas americanas fue la causante de que el estilo del Cool Jazz californiano tuviese un deje más informal y fresco, como atestiguan las fotos de Chet Baker o Art Pepper. Un músico de New York jamás llevaría camisas de manga corta como las de aquellos, o con estampados de cortina de restaurante hawaiano. Antes la muerte.

El zapateado se basaba en dos opciones claras: el mocasín y el brogue, o zapato inglés con cordones. Ustedes ya conocen al mocasín; su estilo impecable, limpio y simple ha sido violado en nuestro país por multitud de políticos, que lo llevan con traje barato y bolsudo sin la menor distinción. Pero el mocasín clásico (los Weejuns de marca Bass eran los más célebres, además de los pioneros de todo el asunto) es otro de los grandes logros del hombre. Se dice que su perfil es una adaptación que hizo el fundador de la compañía -George Bass- de la zapatilla de pescador noruega, pero esto bien podría ser otra leyenda. Lo cierto es que, desde 1936, los americanos recibieron el regalo de un zapato moderno, mínimo y cómodo “que incluso podía ponerse con las manos en los bolsillos” (como anunciaba la publicidad del momento). Imágenes de Dean Martin al lado de un hogar llameante, sentado de manera informal y sorbiendo un vaso de Brandy, acuden con presteza a nuestra mente: casual smart, la elegancia informal del tipo con éxito o el jazzman enterado (Horace Silver o Lou Donaldson paseando en algunas de las portadas de Blue Note, por ejemplo). El mocasín sufriría a lo largo de las décadas sucesivas mutaciones: al principio estaba el mocasín penny loafer de Bass, con el clásico empeine cosido y el dibujo arqueado sobre la lengüeta, suela plana, llevable con o sin calcetines. Con el tiempo el penny loafer (llamado así en Inglaterra porque algunos avispados estilistas colocaban un penique debajo del mencionado dibujo) mutaría en el mocasín con borlas, el mocasín con flecos y finalmente –como apunta Robert Elms en su indispensable tratado sobre estilo, The way we wore- en un Frankenstein mocasinero que mezclaba todas las opciones en una, y provocaba que pareciese que uno llevaba un andamio de construcción en los pies.

En cuanto al brogue, otro favorito de los músicos de jazz negros, ustedes ya saben cual es, aunque nunca lo hayan llamado por su nombre. Se trata del zapato inglés de punta redondeada y con cordones, suela algo más sólida que el loafer, a veces con filigrana agujereada en la punta (los llamados wingtip brogues) o sin ella (los navy). Teóricamente su origen es escocés, y se llevaba para la caza de aves silvestres; esto, que parece que acabamos de inventar, es lo que dicen todas las enciclopedias de estilo, pero mejor no fiarse. La marca más celebrada y hermosa es la inglesa Church’s, pero a no ser que estén dispuestos a prostituir a familiares o vender órganos vitales, también es la que está más alejada de las posibilidades del hipster medio.

Todo lo que acabamos de enumerar no tendría ningún sentido si no estuviera soldado en un todo coherente por el traje. Ah, el traje. Cima insuperable de la moda masculina llevado a la perfección en el Ivy League: chaqueta de tres botones (el último desabrochado, obligatoriamente), solapa estrecha, hombro natural (sin las hombreras del clásico traje de posguerra a lo Cary Grant o William Holden) y corte trasero con faldón más bien corto. Vean, como ejemplo insuperable, a Lee Morgan en su álbum homónimo para Blue Note; el tipo va tan elegante que corta. La exageración de este look llevaría más adelante al traje italiano, también llamado por su encajonamiento de columna ordine dorico -chaqueta más estrecha aún, faldones menguantes- y éste a su vez a la chaqueta “hielaculos” inglesa que tanto agradaba a los modernistas ingleses de los sesenta. El conjunto que el escritor británico Colin McInnes describiría así en su novela Principiantes: “Cabello liso, peinado a estilo colegial con una raya como marcada a fuego, camisa blanca italiana impecable de cuello redondo, chaqueta romana corta, muy entallada (dos pequeños cortes, sin botones), pantalones estrechos y sin vuelta, con 17 pulgadas como máximo absoluto de nalga, zapatos puntiagudos y un impermeable blanco doblado sobre su costado”. La imagen impecable del hipster congelado, distante, sofisticado y cruel. El look total del jazz modernista.

La evolución
Con el creciente mosqueo de los jazzmen negros y la consecuente mutación del sonido vendría también un cambio estilístico. En un nuevo mundo y lenguaje articulado por los Black Panthers, la poesía radical de LeRoi Jones, el recitado de The Last Poets y especialmente el estridente y cacofónico grito del free jazz (Archie Shepp, Max Roach, Albert Ayler...), el Ivy League ya no encajaba. La influencia espiritual y musical africana que John Coltrane evidenciaba en discos como Africa/Brass y Ole (ambos para Impulse!) se tradujo al hablar de ropajes en la entrada masiva de dashikis (camisas étnicas africanas con estampados de colores vivos), gorros de Astracán (como los que le dio por llevar a Charles Mingus), peinados afro y pantalones de campana. Algunos jazzistas (como Alice Coltrane o el Pharoah Sanders de Thembi o The creator has a master plan) africanizarían radicalmente su imagen. Otros la llevarían hasta extremos majaramente extravagantes, como el gran Sun Ra o Miles Davis. De hecho, Davis había sido el supuesto pionero en el uso negro del Ivy League hacia 1959, cuando en plena grabación de A kind of blue se presentó en la tienda Paul Stuart para comprarse un traje. Unos años más tarde abandonaría la sobriedad estilística de lo Ivy para adentrarse en sucesivos looks a cada cual más desconcertante: de gigoló de las galaxias a camello hippioso del East Village, pasando por Mosca Humana del carnaval de New Orleans. Con Davis cesaba el susurro del anonimato urbano y daba inicio una nueva etapa de reivindicación, que esta vez expondría sus afirmaciones a gritos. El momento de las corbatas había pasado.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Hombre de El País Semanal del 9 de marzo de 2008)

4 de març 2008

LA ESCUELA MODERNA #4

Como ya os habreis dado cuenta los avispados que estuvisteis en la fiesta de presentación, ya hay un nuevo número de La Escuela Moderna en la calle, el quinto.
Quedan unos 50 ejemplares que repartiremos en los sitios barceloneses habituales (el Garaje y Heliogàbal) junto con algunos números atrasados que quedaron en la recámara y no nos sacamos de encima. Buscadlos en semanas venideras.
Así, en principio, no nos pondremos a enviar ejemplares impresos por correo porque nos da mucho gasto y trabajo. ¿Qué más queréis? ¡Es gratis, recórcholis!
Sin embargo, para los no barceloneses, que sepais que como es tradición hemos procedido a colgarlo en formato digital en este maldito blog. Lo podeis encontrar, en PDF, en la columna izquierda, junto con los anteriores números o descargarlo piticlickeando en el título de esta entrada (for your convenience). No hay de qué.
Espero que lo disfruteis… el trabajo que nos ha dao, el jodío.
Uri

3 de març 2008

Teenarama (y todo el melodrama)

Teen pop Dúos de compositores y grupos de chicas popularizaron en los 60’s uno de los sonidos más optimistas y vivos de la historia musical

¿Quién mató al teen pop? Si se ponen en plan Cluedo, yo creo que fueron los Beatles y Dylan, en la Biblioteca, y el Arma del Crimen una Composición Propia. Con ella, los singer-songwriters les arrearon duro a los compositores clásicos de Tin Pan Alley, que vieron de golpe como el público firmaba papeles para mandarles a balnearios. Pero pre-Beatles, los artistas eran menos pomposos, y estaban la mar de contentos si les dejaban aplicar su talento vocal a composiciones ajenas. En cualquier caso, el teen pop melodramático es el resultado glorioso de aquel sistema cadena-de-montaje del Brill Building. Unos cuantos compositores metidos en cubículos de teleoperador –como cuenta Carole King en el esencial Will you love me tomorrow de Charlotte Greig- con un piano y unos folios y, “si tenías suerte”, una silla. Una canción se escribía por la mañana, se grababa por la tarde y salía al mercado en dos días. Pim-pam. El sonido: aquel pop histérico e ingenuo, heredero del R&B negro lejiado con pop y de la emoción tirolesa del doo-wop. El destinatario: una legión de púberes atontados por el delirio amoroso y el romanticismo más cursi y magnífico. Los artistas: girl-groups e ídolos pop de ascendencia italiana y cara marmórea. Los autores: dúos ya míticos que hacían obras maestras como cucuruchos de máquina. Porque ese era su oficio. Porque el torturado “esperad 7 años que aún no he terminado el disco” de grupos como My Bloody Valentine era aún inimaginable, por fortuna.

El caso de Jerry Leiber y Mike Stoller (los autores de Poison ivy, Yakety yak, Charlie Brown y tantos otros) es curioso porque los fundadores de Red Bird Records, uno de los nidos del teen pop y los grupos de chicas, no le tenían especial aprecio al sonido que les daba de comer. Leiber declaró años después: “Cuando escuché por primera vez Chapel of Love la odié con todas mis fuerzas”. Leiber y Stoller venían de un mundo lírico de cárceles, cuernos y curdas, los temas clásicos del R&B urbano. Y, de repente, la “introspección frágil, el optimismo inocente y los anhelos románticos” (Greig dixit) de los compositores de teen pop estaban en todas partes. Y no sólo gracias a las chicas; como bien apuntó Eddie Holland (compositor de Motown), las políticas sexuales del momento eran tales que sólo mediante el azúcar en rama temático del teen pop podían los hombretones abrir su corazoncito. Porque una cosa era decirles a los amigotes que ansiabas entrar a una “capilla del amor” (si tu mote era El Rompehuevos o Jack Bolas-de-Acero, mejor que desde ahora te acostumbraras a llamarte Nenúfar Johnson) y otra muy distinta cantarlo. Dubidu-bidu, capilla del amor, dubida-bidum. ¿Qué pasa? Estoy cantando, machos; ahora vamos a atracar esa licorería.

Esencial fue también el matrimonio Ellie Greenwich y Jeff Barry. A la primera la llamaron “la compositora reina del teen pop” y, al que dude, que cante: Da doo ron ron y Then he kissed me para las Crystals, Leader of the pack para Shangri-Las, Chapel of love para Dixie Cups, y muchas más. Greenwich definiría su arte así: “Muchos de nosotros conseguimos pequeños pedazos de felicidad, pero no podemos hacerla durar; creo que todas aquellas canciones van de desear que esa felicidad permanezca”. Tomen esto y esto otro, fans de Radiohead.

Pero si de todos los pueblos de la Galia, los belgas eran los más valientes, de todos los compositores teen pop fue el matrimonio Goffin-King el que mejor penetró en la psique adolescente, con melodías Loctite y unas letras que abarcaban un colorido arco temático: catástrofe teen, frustración amorosa, filo-masoquismo juvenil (He hit me (and it felt like a kiss), para The Crystals) y el qué-felices-seremos-los-dos histriónico que les caracterizaba. Carole King y Gerry Goffin eran una pareja de origen judío que firmaría las canciones más exitosas y perennes de la época. Pete Waterman sostiene que es precisamente esa combinación de tradición judía y doo-wop negro la que creó el teen pop. Pruebas las hay: El Will you love me tomorrow para las Shirelles, Chains para las Cookies (y los Beatles), The Locomotion para Little Eva o One fine day para las Crystals. Ésta ilustra lo que era el epítome Goffin-King: ingenua, viva, demencialmente optimista, un “completo rechazo de la pena adulta”, como dijo Charlotte Greig, una auténtica borrachera espiritual de felicidad y expectativas.

Tras años de hacer las mejores canciones de la historia para Aldon Publishing, el matrimonio Goffin-King se divorció en 1968, y ustedes ya conocen la mitad de lo que sigue. Carole King se reinventó en 1970 como compositora-para-adultos con su bombazo mundial Tapestry, sentando el patrón para todas las mujeres cantautoras que habían de venir. Goffin, el inseguro Goffin (en 1967 declaró que la aparición de Dylan le hizo sentirse “como un enano”) fue diagnosticado bipolar, pero continuó ganándose la vida ampliamente como compositor de canciones. Que una de ellas fuese la abyecta Nothing’s gonna change my love for you de Glen Medeiros es tan sólo otra ironía más de este mundo cruel.
Kiko Amat

Will you love me tomorrow
Charlotte Greig
Virago Press, 1989

VV.AA.
Goffin and King; a Gerry Goffin and Carole King Song Collection 1961-1967
Ace Records, 2007

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 27 de febrero de 2008)

Enemigos del Sistema


La Banda Trapera del Río El peleón y ostracizado grupo de ruido proletario del Cornellà de los 70, contado en su primera biografía.

El sitio donde naces, te hace. Decir lo contrario es tener mala fe, o haber nacido en la calle Mandri y jamás haber visto a un pobre. Si viviste en Cornellà a mediados de los 70, en pleno cinturón industrial del Baix Llobregat, es posible que las palabras “bonito” y “futuro” no signifiquen mucho para ti. En aquel maëlstrom de rieras llenas de condones, descampados, garrofers, casas baratas y calles sin asfaltar, páginas del Lib flotando en charcos, hipodérmicas en parques y obreros muy cabreados –y muy borrachos- nadie se atrevía a preguntar Qué vas a ser de mayor. Después de echar un vistazo a tu alrededor, sabías que no iba a ser gran cosa. Eso explica el tonelaje de anfetamina y Xibecas que algunos echaron cuello abajo en un intento de sobrellevar el tedio y la desesperanza del día a día en el extrarradio. Y eso explica la existencia de La Banda Trapera del Río. Uno de los grupos más excepcionales que ha dado el rock’n’roll local; los primeros que, como indica Jaime Gonzalo en el libro sobre la banda Escupidos de la boca de Dios, se atrevieron a hablar de su entorno, su miseria y su asco desde el mismo epicentro. Desde la ciutat podrida, la cloaca proletaria, La Banda Trapera del Río se atrevió a ser “la voz del barrio que se ha levantado entre bloques de cemento” (como dijo Morfi, su cantante). La gente que no quieres conocer y que viene de sitios donde no quieres ir, como cantaban Sham 69. Pues La Trapera eran un grupo de curriquis con mucho odio social y resentimiento de clase, sólo que también con alma artística. Desgraciadamente, y cito a Dorothy Baker en Young man with a horn, carecían de lo único que necesita un artista para sobrevivir mientras su espíritu vuela: la capacidad de mantener el cuerpo a raya. Así que se hicieron pedazos, a lo grande. A conciencia.
La Banda Trapera del Río se formó el 13 de noviembre de 1976, en su primera actuación. La formación más estable acabaría siendo Morfi Grei a la voz, Raf Pulido a la batería, Rockhita a la guitarra, Rayban alias El Llobregat al bajo y El Tío Modes a la otra guitarra. El nombre del grupo, explica Morfi, era: “Banda porque éramos una banda, Trapera porque nos vestíamos con lo que encontrábamos en los cubos de basura, y del Río por el río Llobregat”. Les ruego que aquí entiendan el término “banda” en su sentido literal: La Trapera era un mob de adolescentes gamberros, pero con guitarras. Además, les acompañaba a todas partes una numerosa peña chunga de Cornellà y San Ildefonso. “Camellos, manguis, lo peorcito”, declara Pulido, “Cuando hicimos el funeral por Sid Vicious aparecieron cinco 124 Sport, todos robados. En ellos venían Pinocho, Carmelo, el Tole, todos los chorizos habidos y por haber, pero bueno, nos respetaban”. En la fiesta de IIº aniversario del grupo, antes de anunciar que se presentaban a la Alcaldía de Cornellà, hubo un desfile de motos Puch y Derby montadas por “quinquis motorizados” que escoltaron al Dyane 6 del grupo. Como la escolta que los mods scooterizados de los sixties hacían a The Action en cada pueblo donde iban, pero a lo calorrillo. En un reportaje de TVE llamado Rock Bronca als barris, apareció La Trapera como 40 tíos: todos sus colegas, en la puerta del metro de San Ildefonso, hablando de la miseria que les rodeaba, en una demostración sin igual de fuerza pandillera. La Trapera, por cosas así, era grande.
A la Trapera la llamaban Punk, pero lo cierto es que no encajaban en ninguna parte y –a excepción de Star y algún otro medio- nadie les apoyó nunca. No encajaban en el virtuosista (y escapista) contexto musical del momento: rock laietà, salsa y progresivo. Morfi diría en 1978: “Lo nuestro ha sido automarginación, porque nos da asco todo el rollo que se fabrica en Cataluña, ese rollo de cançó y jazz rock que se lo pueden meter por el culo”. Tampoco encajaban con lo que entonces se llamó Rock Bronca; ni Mortimer, ni Peligro, ni Basura, ni desde luego las impostaciones ridículas de Ramoncín & WC tenían sus agallas ni su demencia. Y respecto al punk, decían: “Que quede claro que no somos punk. Eso va con otra sociedad, con otro mundo (...) Nuestra historia es la de la gente de Viladecans, Sant Boi, de Cornellà, de Bellvitge, que es donde vivimos y donde trabajamos”. El sonido de La Trapera mezclaba hard rock, el glam de The Sweet, la teatralidad de Alice Cooper y el ruidazo nihilista de The Stooges. Las letras lo atacaban todo y a todos. Eunucos mentales arremetía contra el Sindicat de Músics: “No os daremos tiempo a la crítica, no os daremos pasto a las mentes / Tocaremos por cojones, tocaremos lo indecente / Vais a oír ruido fuerte y contundente / Musicólogos reunidos lo proclaman estridente / Sois eunucos mentales, sois la hez de mi mente”. También podían hacer grandiosos gritos de guerra sin cuartel, como el himno Curriqui de barrio: “Soy curriqui de barrio, soy amigo del obrero / Soy enemigo del sistema y le pienso pegar fuego / Voy a quemar la alta alcurnia y le voy a robar su dinero / Para comprar más gasolina y seguir pegando fuego”.
Tras seis años de batallas campales, censura radiofónica, adicciones galopantes y fallecimientos (El Tío Modes), la Trapera se disolvería el 27 de agosto de 1982; aparentemente, después de que Morfi se introdujera -en pleno ataque de mono- unos supositorios en el culo en plena plaza del pueblo de Almansa. Su legado sería un single, un álbum y un segundo disco (Guante de guillotina) que no vería la luz hasta su edición en los 90. Su otro legado, claro, es la pelea; golpea, golpea y el árbol caerá. ¿Victoria pírrica o derrota heroica? Algo de ambas. Porque ya lo decía un rocker en Generation X, el libro de entrevistas a teenagers de los 60’s: “Si no puedes vencerles con el cerebro, véncelos con los puños”. O con guitarras.
Kiko Amat

La Banda Trapera del Río. Escupidos de la boca de Dios
Jaime Gonzalo
Munster Ediciones
207 pág.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 23 de enero de 2008)