Vinilo Una exposición en el Macba explora la relación de las vanguardias artísticas con el sonido y las portadas de LP.
Mi boina
Es gigantesca, negra y tapa la luz del sol. Mi boina -acabo de descubrir que siempre ha estado ahí arriba, en mi cráneo- se materializa en el Macba, cuando veo que la exposición que he estado insistiendo para cubrir no es la que yo he estado insistiendo para cubrir. Sorpresa: ni portadas de Reid Miles para Blue Note, ni los EPs franceses de los Small Faces, ni el “hágalo-usted-mismo” del punk y post-punk inglés, ni el enrevesado arte de la psicodelia inglesa, ni el simpático ruralismo de los LPs de reggae sixties, ni el primer hardcore americano, ni ninguna de estas cosas. Vinil se centra en discos de vinilo “colonizados” por artistas de vanguardia. La especialización de la colección privada de su comisario, Guy Schaert, crea un tamiz temático que excluye de la exposición otro tipo de portadas. Por consiguiente: Boinas fuera.
Las vanguardias
Para explicar Vinil hay que entender la forma en que los movimientos artísticos de vanguardia del s.XX exploraron el universo sonoro como nueva vía de creación. Desde los dadaístas utilizando la voz (Hausmann, Schwitters, Hugo Ball... todos dando alaridos), pasando por los formalistas rusos, los futuristas italianos y su arte del ruido, hasta llegar a Fluxus, la Bauhaus, el grupo CoBrA, los letristas y la poesía sonora, vemos como artistas plásticos politizados y de bastante mala leche se introducen en la expresión sonora como medio de experimentación y comunicación con la audiencia. Gritan, rompen, rasgan o –como es el caso del listo de John Cage y su famosa pieza de silencio total de 1952, 4’33’’- se callan como putas.
Así, Vinil mezcla por un lado los experimentos sonoros que todos estos artistas realizaron con afán de crear una nueva música, y por el otro nos muestra el resultado gráfico de utilizar el soporte de aquellos experimentos como medio de expresión. De lo primero encontramos ejemplos visuales como un video de Ben (Vautier) interpretando tres piezas Fluxus, una de las cuales muestra al artista elevando con irritante lentitud un violín para luego destrozarlo de un golpe; la propuesta del propio Ben de que poner un disco de 45 rpm a 78 rpm “est una création musicale”; el también Fluxus Nam June Paik diseñando objetos para hacer ruiditos (como su escultura sonora Schallplatten-Schaschlick de 1962, hecha con álbumes); Milan Knizák cortando distintos discos de vinilo y pegándolos entre ellos indistintamente en su Destroyed Music, etc. Dado que la mayoría de estos artistas pertenecen al grupo Fluxus, voy a permitirme graciosamente un inciso explicativo-demoledor.
El grupo Fluxus fue fundado en 1962 por George Maciunas. Su idea era "democratizar el arte”, y uno de los medios eran partituras extremadamente simples que todo el mundo fuese capaz de reproducir. Un ejemplo claro es Instruction de George Brecht, que suena así: “Pon la radio. Al primer sonido, apágala”. Muy bonito. Desgraciadamente, esto no es democratizar el arte; es hacer el zángano. Como diría Stewart Home, a la vez que todo el mundo puede tocar esas partituras, uno se pregunta qué clase de botarate querría hacerlo. Apagar radios o levantar teléfonos (Three telephone events, del mismo autor) no son acciones que le llenen a uno de gozo, no. Según Home “a la vez que los estetas burgueses (...) pueden apreciar tal gesto, un proletario consideraría que realizar esa acción es ridículo. Así, por una parte las partituras Fluxus invitan a la participación, pero la tradición intelectual de la que surgen esas actividades las hace ajenas al gusto popular, impidiendo inevitablemente esa participación”. Fin del inciso.
En 1935 la aparición del formato de 33 rpm provoca que empiece a utilizarse el espacio de portada –que en los discos de 78 rpm llevaba solo el nombre del sello y el troquelado para la galleta interior- como vehículo para ilustraciones. El resto de la exposición nos muestra el intrigante arte que surge de esa invasión del espacio por las vanguardias. En Vinil hay cientos de ejemplos, siempre respetando la mencionada acotación cronológica y estilística: de Fluxus (el lúdico Filliou, Joseph Beuys) a la poesía sonora, beats, dial-a-poem, música industrial a destajo (Laibach, Vivenza), experimentos con percusión, Satie y Miró, entre muchos otros, algunos sobrios y elegantes, otros faltones y angulares. Una sección vital muestra las colaboraciones de destacados artistas plásticos con músicos de rock: Warhol para la Velvet Underground –el platanito pelable del primer disco, o el White light/White heat- el “I cry for you” de Lichtenstein para Bobby “O”, Peter Blake y el Sgt. Peppers de los Beatles, ya saben. De ellos, el premio de pestilencia se lo llevan las portadas de Warhol para Aretha Franklin, Lennon o Bosé (además, vaya tres discos inmundos) y la de Paolozzi y Alan Jones para el Red Rose Speedway de los Wings. Ah, y el fétido Face Dances de Blake para los Who. En la esquina completamente opuesta, la de la belleza beligerante, están las portadas de Raymond Pettibon para Black Flag o Sonic Youth, las de Kraftwerk, las de los Residents o las de Glenn Branca. En general, un viaje enriquecedor al arte de cubierta de la música avanzada y los experimentos con cosas que hacen bip-bip.
¿Y aquí?
Aquí bien, gracias. Una de las partes más fascinantes de la exposición es la sección L’ambit espanyol, comisionada por el veterano experimentalista barcelonés Victor Nubla (ex-Macromassa) en que se muestran los devaneos de la cultura gráfica hispana con el arte de portada. Están de nuevo todos los industriales y experimentadores (Esplendor Geométrico, Vagina Dentata Organ), las míticas cubiertas de los progresivos (Ia & Batiste, Màquina!, el hermoso single de Concèntric Miniaturas, el desplegable Barcelona Postal de Sisa), la Guillermina Motta pop de Enric Sió, el Equipo Crónica trabajando para Ovidi Montllor y, aunque poco punk, sí hay bastante nueva ola. Los dibujantes de cómic abundan: Gallardo firma el legendario single de Paraíso, Mariscal el Fiesta Independiente del sello Flor y Nata, Mauro Entrialgo ilustra para Munster, Ceesepe dibuja para Ketama... Un inmenso placer visual, como ven. El rincón destacado de esta parte lo ocupa el célebre Lou Reed-Nazario-gate. El cantante neoyorquino se apropió de una ilustración del dibujante barcelonés –sustituyendo su nombre por “Brent Bailer”- para la portada del directo Take no prisoners de 1979, creyendo sin duda que nadie en nuestro desierto cultural vería el LP de marras. Pero triunfó el bien, no sufran: Bastantes años después (en el 2000, para ser exactos) Nazario conseguiría cobrar una respetable suma a modo de indemnización por el hurto.
Kiko Amat
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 14 de junio de 2006)
22 de juny 2006
14 de juny 2006
Lo sencillo es mejor
Cómic El dibujante barcelonés Juanjo Sáez ejemplifica en El arte su visión del mismo mediante conversaciones imaginarias con su madre
‘Honestidad’ es tal vez el adjetivo menos preciado en crítica. Quizás porque, a la hora de juzgar la creación, muchos lo ven como un valor sin valor, algo que no es inherente al proceso. Empecemos pues por afirmar que honestidad y sinceridad son los pilares de la creación útil. Escuchen sino esto: “(Jonathan Richman & The Modern Lovers) glorificaban el amor verdadero, la sinceridad, la pasión (...) Se burlaban de la insensibilidad y poca sinceridad, la auto-indulgencia y el materialismo”. Lo dijo Tim Mitchell en la biografía del grupo. Y uno, como atrapado en una novela de piratas, sólo puede contestar: “Pero, ¡que me aspen si ése no es Juanjo Sáez!”.
Sáez, es cierto, tal vez sea el dibujante más honesto del mundo. Es un rasgo que comparte con Richman, un músico que imagino debe encantarle. Su obra hasta el día de hoy (tanto su antiguo fanzine, Círculo primigenio, como su previo libro Viviendo del cuento, así como viñetas para Rockdelux o El Periódico) es una a veces emocionante, a veces entrañable, oda a la honestidad. Y si en anteriores trabajos el dibujante se concentraba en el mundo de los clubes o el indie, ahora da un firme paso adelante y se pronuncia en El arte sobre la creación, la expresividad, las escuelas y otras cosas artísticas. Las opiniones de Sáez, sin ponzoña ni ego, surgen del mismo atributo que distingue su trabajo: Honestidad. La palabra va a salir en esta crítica dos veces más, por lo menos.
En el libro, Juanjo Sáez -punk involuntario- ilustra mediante conversaciones imaginarias con su madre (su amor filial, tan uncool para algunos, es una nueva prueba de honestidad) opiniones ovacionables como “Lo sencillo es mejor” o “El arte es un tesoro que nos han robado” (el dibujo muestra a varias sórdidas siluetas rodeando un cofre, y añade: “Sólo los “intelectuales” pueden disfrutar del tesoro. La élite de la cultura”). El dibujante –que rechaza ser “artista”- confía en la intuición más que en lo aprendido. No huye de la ridiculez que todos poseemos; Sáez es s-i-n-c-e-r-o, incluso si eso le hace quedar mal. Glorifica su poca pericia (nunca pone caras a sus personajes, por ejemplo, porque admite que no le salen bien), pero a la vez manifiesta “querer ser cada día mejor”. Geoff Dyer, hablando de Charles Mingus, dijo: “Quería que la música fuese (...) una comida devorada por un hambriento, algo tan inmediato e instintivo, tan necesario como eso”. Lo mismo se desprende de El arte; el intento de realizar un arte útil, bello, comprensible por todos, honesto.
Los peros del libro no son tales. Ya en el prólogo se nos advierte de que no debe tratar de leerse El arte como un libro teórico, y que está lleno de contradicciones. En efecto, lo está. A pesar de reivindicar un arte real, usable, Sáez elogia a auténticos arrimalasardinas del medio que por lógica debería detestar. Por un lado odia a la elitista intelectualidad burguesa y por el otro mistifica el Guggenheim; cuando, es obvio, lo segundo es una herramienta de lo primero. Es como si, para él, la vanguardia no hubiese existido jamás. Los análisis anti-arte, desde Morris o los situacionistas a neoistas y Fluxus, brillan por su ausencia. Y ¿saben qué? Da un poco igual. Al admitir ese embrollo inherente en todo hombre, Sáez acepta su fragilidad y humanidad. Ése es su mayor valor y la razón por la que El arte es una gran obra. En contra de lo formal y la horseshit de la alta cultura, Sáez ha construido un manifiesto a la honestidad por encima de todo. Y es, créanme, estupendo.
Kiko Amat
‘Honestidad’ es tal vez el adjetivo menos preciado en crítica. Quizás porque, a la hora de juzgar la creación, muchos lo ven como un valor sin valor, algo que no es inherente al proceso. Empecemos pues por afirmar que honestidad y sinceridad son los pilares de la creación útil. Escuchen sino esto: “(Jonathan Richman & The Modern Lovers) glorificaban el amor verdadero, la sinceridad, la pasión (...) Se burlaban de la insensibilidad y poca sinceridad, la auto-indulgencia y el materialismo”. Lo dijo Tim Mitchell en la biografía del grupo. Y uno, como atrapado en una novela de piratas, sólo puede contestar: “Pero, ¡que me aspen si ése no es Juanjo Sáez!”.
Sáez, es cierto, tal vez sea el dibujante más honesto del mundo. Es un rasgo que comparte con Richman, un músico que imagino debe encantarle. Su obra hasta el día de hoy (tanto su antiguo fanzine, Círculo primigenio, como su previo libro Viviendo del cuento, así como viñetas para Rockdelux o El Periódico) es una a veces emocionante, a veces entrañable, oda a la honestidad. Y si en anteriores trabajos el dibujante se concentraba en el mundo de los clubes o el indie, ahora da un firme paso adelante y se pronuncia en El arte sobre la creación, la expresividad, las escuelas y otras cosas artísticas. Las opiniones de Sáez, sin ponzoña ni ego, surgen del mismo atributo que distingue su trabajo: Honestidad. La palabra va a salir en esta crítica dos veces más, por lo menos.
En el libro, Juanjo Sáez -punk involuntario- ilustra mediante conversaciones imaginarias con su madre (su amor filial, tan uncool para algunos, es una nueva prueba de honestidad) opiniones ovacionables como “Lo sencillo es mejor” o “El arte es un tesoro que nos han robado” (el dibujo muestra a varias sórdidas siluetas rodeando un cofre, y añade: “Sólo los “intelectuales” pueden disfrutar del tesoro. La élite de la cultura”). El dibujante –que rechaza ser “artista”- confía en la intuición más que en lo aprendido. No huye de la ridiculez que todos poseemos; Sáez es s-i-n-c-e-r-o, incluso si eso le hace quedar mal. Glorifica su poca pericia (nunca pone caras a sus personajes, por ejemplo, porque admite que no le salen bien), pero a la vez manifiesta “querer ser cada día mejor”. Geoff Dyer, hablando de Charles Mingus, dijo: “Quería que la música fuese (...) una comida devorada por un hambriento, algo tan inmediato e instintivo, tan necesario como eso”. Lo mismo se desprende de El arte; el intento de realizar un arte útil, bello, comprensible por todos, honesto.
Los peros del libro no son tales. Ya en el prólogo se nos advierte de que no debe tratar de leerse El arte como un libro teórico, y que está lleno de contradicciones. En efecto, lo está. A pesar de reivindicar un arte real, usable, Sáez elogia a auténticos arrimalasardinas del medio que por lógica debería detestar. Por un lado odia a la elitista intelectualidad burguesa y por el otro mistifica el Guggenheim; cuando, es obvio, lo segundo es una herramienta de lo primero. Es como si, para él, la vanguardia no hubiese existido jamás. Los análisis anti-arte, desde Morris o los situacionistas a neoistas y Fluxus, brillan por su ausencia. Y ¿saben qué? Da un poco igual. Al admitir ese embrollo inherente en todo hombre, Sáez acepta su fragilidad y humanidad. Ése es su mayor valor y la razón por la que El arte es una gran obra. En contra de lo formal y la horseshit de la alta cultura, Sáez ha construido un manifiesto a la honestidad por encima de todo. Y es, créanme, estupendo.
Kiko Amat
(Artículo publicado previamente el 7 de junio del 2006 en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)
El arte; Conversaciones imaginarias con mi madre
Juanjo Sáez
Reservoir Books
263 páginas
La casa de la bomba
Stuart Christie. El anarquista escocés fue acusado, con diez años de diferencia, de intentar asesinar a Franco y pertenecer al grupo armado Angry Brigade.
1. Terrorismo. Qué palabra tan fea, sinónima hoy de islamistas en chándales de lycra multicolor y milicianos redneck-nazis envueltos en camuflaje verduzco. Qué lejos esteticamente está ya de la época en que la lucha armada no sólo era plenamente defendible, sino incluso cool. Recuerden a aquel Andreas Baader empeñado en hacer instrucción militar en tejanos negros estrechos y botines, recuerden esas fotos de la RAF (o Baader-Meinhof) en que parecen más la Velvet Underground descansando en la Factory que un grupo de dinamiteros clandestinos y, cómo no, acuérdense de los cardigans italianos y las gafas negras de los Black Panthers. Que buena pinta tenían todos.
Y no sólo eso. Por añadidura, algunos de sus objetivos eran loables y lógicos; no se me escandalicen. Habiendo rechazado el pacifismo como calle sin salida en la eliminación de la autocracia, algunos de ellos parecían haber llegado a la misma conclusión que ese ilustre abogado de la violencia-si-es-por-las-razones-correctas que era Günter Anders: “No hay que vacilar en eliminar a aquellos seres que por su escasa fantasía o estupidez emocional no se detienen ante la mutilación de la vida y la muerte de la humanidad”. En el fondo, como los artífices del webzine La Patata de la Libertad defienden, se trata de “sistematizar Fuenteovejuna”. Porque los dictadores y tiranos, por definición, no abandonan el puesto por su propio pie; a veces, como demuestra la historia, hay que convencerles con un ligero empujoncito. ¿Aún no están de acuerdo? Pondré otro ejemplo para los pacifistas recalcitrantes: ¿Y si se hubiera tratado de matar a Franco? Ah. Ya me parecía a mí.
2. Las espeluznantes cifras de muertos y represaliados por el Franquismo que Xavier Montanyà exhibía en su artículo sobre la transición publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia hace algunos meses son ciertas. Y lo que es peor, muchas de ellas se podían haber evitado haciendo volar al enano pellejudo con un trampolín de TNT; miles y miles de personas hubiesen aprobado la ejecución sumarísima del carnicero gallego, y a nadie se le hubiese ocurrido llamarla “ciego terrorismo”.
Lo mejor del caso es que esa acción estuvo a punto de suceder. Como el anarquista escocés Stuart Christie ha desvelado recientemente en su libro Franco me hizo terrorista (Temas de Hoy), el 11 de agosto de 1964 fue abortado un atentado contra el dictador en el que debía participar el propio autor. De hecho, Christie (que, por la época y la procedencia, se parecía más al bajista de los Who que a un activista libertario) debía encargarse tan solo del transporte de los explosivos, que debían ser entregados a un contacto junto a una carta con los detalles de la operación. El atentado había sido preparado por Defensa Interior (DI), un grupo armado afín a la Federación Ibérica de las Juventudes Libertarias que contaba en sus miembros con gente de la CNT, FAI y el MLE. Entre sus filas estaban gente tan admirable como Laureano Cerrada (famoso por haber intentado bombardear el yate de Franco en 1948), Octavio Alberola, José Pascual palacios (el Public Enemy Nº1 de la dictadura) y otros insignes anarco-guerrilleros con los genitales bien colocados.
Por desgracia, la operación se desarrolló con esa tendencia a la chapuza (fruto de la buena fé) que parece ser característica de las organizaciones anarquistas. A Stuart Christie le detuvieron recogiendo la carta en la oficina de American Express en Madrid, y el atentado se vino abajo. Nuestro simpatico escocés pasaría en las cárceles españolas hasta 1967, fecha en que fue indultado por puro interés político, pues Gibraltar empezaba a ser la nueva patata caliente del régimen. Al poco tiempo, la vieja guardia de la CNT/FIJL (Federica Montseny y Germinal Esgleas, entre otros) cometió el garrafal error de condenar la lucha armada contra Franco, y Defensa Interior desaparecía como grupo. Un nuevo error de la cobardica izquierda burocrática que ibamos a pagar todos con siete años más de Franquismo, amigos.
3. Pero ni la historia de Stuart Christie ni la de Defensa Interior terminan aquí. En agosto de 1967, la embajada americana en Londres fue ametrallada por un grupo conocido como Grupo 1º de Mayo, vinculado al Movimento de Solidaridad Internacional Revolucionaria (heredero del Consejo Ibérico de Liberación que puso las bases de DI en 1962). A Stuart Christie, que parecía poseido por un olfato invencible para meterse en berenjenales, no se le relacionó con estas acciones, pero sí con las posteriores de la Angry Brigade. Éstos, definidos por un periodista como “una mezcla de desilusión inglesa, situacionismo francés, anarquismo español y explosivos” habían lanzado su primer comunicado en agosto de 1970. Con un nombre que evocaba tanto a los enragés del 68 como a las brigadas anarquistas del 39 y los angry young men británicos, la Angry Brigade se convirtió en el grupo terrorista favorito de muchos. Rechazaban los coches bomba y los atentados sumarísimos, prefiriendo concentrarse en una destrucción de propiedad privada de clara influencia situacionista, y que abarcaba desde las embajadas de la España franquista a boutiques, casas de ministros, bancos, etc.
Así, el cenizo de Christie se las arregló para estar de visita -intentando vender su revista Black Flag- en casa de los que pasarían a ser denominados “Stoke Newington 8” (los 8 detenidos por pertenencia a la AB) en plena redada de la Special Branch. Un timing perfecto, como ven, que ocasionaría su detención y posterior liberación en 1972, cuando se demostró que la policía inglesa había plantado detonadores en su coche para inculparle. Muchos se preguntan aún si el caso de Christie no sería el mismo que el de muchos otros acusados por crímenes parecidos; en Inglaterra o en otros países más al sur.
Kiko Amat
(Artículo inédito de noviembre del 2005)
1. Terrorismo. Qué palabra tan fea, sinónima hoy de islamistas en chándales de lycra multicolor y milicianos redneck-nazis envueltos en camuflaje verduzco. Qué lejos esteticamente está ya de la época en que la lucha armada no sólo era plenamente defendible, sino incluso cool. Recuerden a aquel Andreas Baader empeñado en hacer instrucción militar en tejanos negros estrechos y botines, recuerden esas fotos de la RAF (o Baader-Meinhof) en que parecen más la Velvet Underground descansando en la Factory que un grupo de dinamiteros clandestinos y, cómo no, acuérdense de los cardigans italianos y las gafas negras de los Black Panthers. Que buena pinta tenían todos.
Y no sólo eso. Por añadidura, algunos de sus objetivos eran loables y lógicos; no se me escandalicen. Habiendo rechazado el pacifismo como calle sin salida en la eliminación de la autocracia, algunos de ellos parecían haber llegado a la misma conclusión que ese ilustre abogado de la violencia-si-es-por-las-razones-correctas que era Günter Anders: “No hay que vacilar en eliminar a aquellos seres que por su escasa fantasía o estupidez emocional no se detienen ante la mutilación de la vida y la muerte de la humanidad”. En el fondo, como los artífices del webzine La Patata de la Libertad defienden, se trata de “sistematizar Fuenteovejuna”. Porque los dictadores y tiranos, por definición, no abandonan el puesto por su propio pie; a veces, como demuestra la historia, hay que convencerles con un ligero empujoncito. ¿Aún no están de acuerdo? Pondré otro ejemplo para los pacifistas recalcitrantes: ¿Y si se hubiera tratado de matar a Franco? Ah. Ya me parecía a mí.
2. Las espeluznantes cifras de muertos y represaliados por el Franquismo que Xavier Montanyà exhibía en su artículo sobre la transición publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia hace algunos meses son ciertas. Y lo que es peor, muchas de ellas se podían haber evitado haciendo volar al enano pellejudo con un trampolín de TNT; miles y miles de personas hubiesen aprobado la ejecución sumarísima del carnicero gallego, y a nadie se le hubiese ocurrido llamarla “ciego terrorismo”.
Lo mejor del caso es que esa acción estuvo a punto de suceder. Como el anarquista escocés Stuart Christie ha desvelado recientemente en su libro Franco me hizo terrorista (Temas de Hoy), el 11 de agosto de 1964 fue abortado un atentado contra el dictador en el que debía participar el propio autor. De hecho, Christie (que, por la época y la procedencia, se parecía más al bajista de los Who que a un activista libertario) debía encargarse tan solo del transporte de los explosivos, que debían ser entregados a un contacto junto a una carta con los detalles de la operación. El atentado había sido preparado por Defensa Interior (DI), un grupo armado afín a la Federación Ibérica de las Juventudes Libertarias que contaba en sus miembros con gente de la CNT, FAI y el MLE. Entre sus filas estaban gente tan admirable como Laureano Cerrada (famoso por haber intentado bombardear el yate de Franco en 1948), Octavio Alberola, José Pascual palacios (el Public Enemy Nº1 de la dictadura) y otros insignes anarco-guerrilleros con los genitales bien colocados.
Por desgracia, la operación se desarrolló con esa tendencia a la chapuza (fruto de la buena fé) que parece ser característica de las organizaciones anarquistas. A Stuart Christie le detuvieron recogiendo la carta en la oficina de American Express en Madrid, y el atentado se vino abajo. Nuestro simpatico escocés pasaría en las cárceles españolas hasta 1967, fecha en que fue indultado por puro interés político, pues Gibraltar empezaba a ser la nueva patata caliente del régimen. Al poco tiempo, la vieja guardia de la CNT/FIJL (Federica Montseny y Germinal Esgleas, entre otros) cometió el garrafal error de condenar la lucha armada contra Franco, y Defensa Interior desaparecía como grupo. Un nuevo error de la cobardica izquierda burocrática que ibamos a pagar todos con siete años más de Franquismo, amigos.
3. Pero ni la historia de Stuart Christie ni la de Defensa Interior terminan aquí. En agosto de 1967, la embajada americana en Londres fue ametrallada por un grupo conocido como Grupo 1º de Mayo, vinculado al Movimento de Solidaridad Internacional Revolucionaria (heredero del Consejo Ibérico de Liberación que puso las bases de DI en 1962). A Stuart Christie, que parecía poseido por un olfato invencible para meterse en berenjenales, no se le relacionó con estas acciones, pero sí con las posteriores de la Angry Brigade. Éstos, definidos por un periodista como “una mezcla de desilusión inglesa, situacionismo francés, anarquismo español y explosivos” habían lanzado su primer comunicado en agosto de 1970. Con un nombre que evocaba tanto a los enragés del 68 como a las brigadas anarquistas del 39 y los angry young men británicos, la Angry Brigade se convirtió en el grupo terrorista favorito de muchos. Rechazaban los coches bomba y los atentados sumarísimos, prefiriendo concentrarse en una destrucción de propiedad privada de clara influencia situacionista, y que abarcaba desde las embajadas de la España franquista a boutiques, casas de ministros, bancos, etc.
Así, el cenizo de Christie se las arregló para estar de visita -intentando vender su revista Black Flag- en casa de los que pasarían a ser denominados “Stoke Newington 8” (los 8 detenidos por pertenencia a la AB) en plena redada de la Special Branch. Un timing perfecto, como ven, que ocasionaría su detención y posterior liberación en 1972, cuando se demostró que la policía inglesa había plantado detonadores en su coche para inculparle. Muchos se preguntan aún si el caso de Christie no sería el mismo que el de muchos otros acusados por crímenes parecidos; en Inglaterra o en otros países más al sur.
Kiko Amat
(Artículo inédito de noviembre del 2005)
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