‘¡Emborracharos!’ dijo el poeta elegante, y algunos lo tomamos más al pie de la letra que otros. El impulso del brindis, el trampolín de la discusión que desata el vino, llevan al hombre a la gloria y a mi personalidad múltiple a las mazmorras del oprobio. Pero no se puede hacer tortilla sin romper unos cuantos huevos.
Levantarse no debería ser así. No debería ser una mezcla del film de cabezas estallantes ‘Scanners’ y la tortura que sufrió Prometeo por llevarles el fuego a los hombres, con la serpiente masticando su hígado durante toda la eternidad. En mi boca, como decían los Pavement, no debería haber un desierto. No debería ser así y, sin embargo, es.
Me pongo en pie, veo el cono de tráfico al lado de la cama y, cegado por el dolor, rezo porque Naranja no lo haya visto, porque ayer no hiciera nada peor, porque no tratara de mear por la ventana.
“Buenos días”, le digo al entrar en el comedor arrastrando los pies y el alma. El saludo nunca ha significado menos.
Al verme, cae al suelo en un San Vito de carcajadas.
“¿De qué te ríes?”, le pregunto, aunque lo intuyo. “¿Hice algo raro ayer?”.
Naranja me observa un momento de arriba abajo con los ojos sumergidos en lágrimas. Naranja es mi novia y, con todos esos incendios pelirrojos en la cabeza, parece una botella de butano del revés.
“¿No te acuerdas de nada?”
“Grmrmbrl”, balbuceo, y quiero decir: Sea lo que sea, lo lamento.
Ella vuelve a carcajearse.
No tengo intención de negar que los bares, con su formica y su jolgorio, ejercen en mí una formidable atracción magnética. En los bares se experimenta una cancelación momentánea de la vida normal, y la bebida -tomada racionalmente- es una de las puertas de entrada al juego, a lo no-serio. O, al menos, esas son las tonterías que se te ocurre decir cuando estás bajo sus efectos.
La verdad es que, como decía Colin Wilson en su ‘The sex diary of Gerard Somme’, todo intento de vivir la vida con una cierta intensidad es una constante guerra contra la vagancia y mortalidad de nuestro cuerpo. Para vencer este combate de wrestling contra la conciencia existen una serie de llaves útiles que liberan lo bello, divertido y no-productivo: la música, los libros, el sexo, algunas drogas y –por supuesto- el alcohol. El viejo John Barleycorn. Según Jack London, “la compañía ideal para caminar por la senda de los dioses”, ideal para “gentes que queman su vida en las llamas de su propio ardor”. Porque ya lo decía Guy Debord, “uno ha de haber bebido mucho antes de encontrar la excelencia”.
“Deja de romantizar tu borrachera con citas”, me contesta. Debo haber estado pensando en voz alta. “Ayer no hiciste nada heroico, aparte de dedicarme El Conejo Heavy Metal y Le Petit Nudiste”.
Oh, no. Esos dos son mis bailes patentados de ebriedad. En el primero, un hombre flaco, desgarbado y poseído hace ver que toca la guitarra eléctrica en calzones y con un calcetín en cada oreja. En el segundo, el mismo hombrecillo de antes da brincos de ballet clásico, pero completamente desnudo.
“¿Algo más?”, pregunto, sin esperanza.
“Me escribiste un poema. Fue muy dulce, la verdad”, me contesta, alcanzándome el bloc de notas.
Y en la hoja sólo aparecen unkz pwar de linkeass dhe indsdeshcuifrable dislehgcxia alcohggohloica.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 24 de agosto del 2005)
31 d’ag. 2005
Catorcephenia 7: El Sedentario
Aborrezco el turismo, y mi idea de un desplazamiento largo es una deriva situacionista por los bares del barrio. Es cierto, viajar no es lo mío, y mi localismo de gusano barcelonés la séptima ancla de mi psique multifacial. Como Byron, sólo me iré cuando alguien amenace con matarme a patadas.
“¿Sabes cuanto hace que no vamos de viaje?”
Estoy sentado leyendo un libro de humor inglés de los ‘50 de Stephen Potter, comiéndome unas anchoas, bebiéndome una cerveza. Es la una y media, una de mis horas del día favoritas; una de esas horas que son preludios de cosas, y que basan todo su placer en la anticipación de lo siguiente. Y es que, como cantaba el grupo femenino Delta 5, “la anticipación es mucho mejor”. Otra de mis obsesiones permanentes.
Al principio aparento no haberlo oído, tratando de recuperar mi instante de inmenso placer solitario. Cuando he releído la misma línea 100 veces me doy cuenta de que Naranja no va a moverse hasta que haga acto de reaccionar ante su presencia; su postura de ciudadano pompeyo atrapado en lava evidencia que planea quedarse inmóvil eternamente. Levanto la vista con cara de trágica inconveniencia.
“Un año y medio”, se autocontesta. Naranja siempre se autocontesta. Nuestras confrontaciones son un perpetuo frontón dialéctico en el que nadie me ha prestado una raqueta. Naranja, por cierto, es mi novia de colores. Con su cabeza oxidada y su pelaje jaspeado, en estos momentos parece un guepardo a punto de lanzarse sobre un ñu.
“Te agradecería”, continua, “que si no quieres irte de vacaciones a ninguna parte me lo digas ahora y me busco a otra persona”.
“Lo dices como si no me gustara ir de viaje”, contesto, manso como un mamífero con el cuello rebanado.
“El Carmelo y la Barceloneta no cuentan. Me refiero a un viaje de verdad, a otro país ¿Quieres irte de vacaciones o no?”
Por supuesto que no. Detesto viajar. No me gusta ir en coche, y mucho menos en avión, y cosas que hagan transpirar como la bicicleta están descartadas de entrada. Me pregunto qué provoca en mis congéneres humanos esa ansia irrefrenable de ir a hacer el ridículo a lugares lejanos. Imagino que el deseo de unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, como decían los Sex Pistols en ‘Holidays in the sun’. Imagino que la ilusión espectacular de superar la aplastante rutina diaria.
Admito que hacia esto último siento empatía aunque, como el dandy protagonista de ‘Au Rebours’ de J.K. Huysmans, estoy convencido de que no hay viaje que no pueda hacerse en casa con la ayuda de algunos libros, licores intoxicantes y discos adecuados. En caso de requerirse mayor exotismo, tan sólo haría falta añadir láudano, ragas de Ravi Shankar y un poco de incienso del Todo a 100 y ¡alehop! Visiones extracorpóreas en el Ganges, sin mosquitos ni pantalones cortos.
“Por supuesto que sí”, le contesto al fin.
“Perfecto. Apunta en este trozo de papel dónde te hace más ilusión ir, y yo haré lo mismo. Luego miramos las que coinciden”.
Durante unos segundos sólo se escucha el crepitar de los lápices sobre el papel. Pasado un tiempo prudencial, le leo mis respuestas.
“Frente del Ebro, 1938. Whitechapel 1860. Soho 1961”, y me echo a reír. Cuando veo sus ojos, paro en seco y empiezo a romper el papel en trozos cada vez más pequeños.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 17 de agosto del 2005)
“¿Sabes cuanto hace que no vamos de viaje?”
Estoy sentado leyendo un libro de humor inglés de los ‘50 de Stephen Potter, comiéndome unas anchoas, bebiéndome una cerveza. Es la una y media, una de mis horas del día favoritas; una de esas horas que son preludios de cosas, y que basan todo su placer en la anticipación de lo siguiente. Y es que, como cantaba el grupo femenino Delta 5, “la anticipación es mucho mejor”. Otra de mis obsesiones permanentes.
Al principio aparento no haberlo oído, tratando de recuperar mi instante de inmenso placer solitario. Cuando he releído la misma línea 100 veces me doy cuenta de que Naranja no va a moverse hasta que haga acto de reaccionar ante su presencia; su postura de ciudadano pompeyo atrapado en lava evidencia que planea quedarse inmóvil eternamente. Levanto la vista con cara de trágica inconveniencia.
“Un año y medio”, se autocontesta. Naranja siempre se autocontesta. Nuestras confrontaciones son un perpetuo frontón dialéctico en el que nadie me ha prestado una raqueta. Naranja, por cierto, es mi novia de colores. Con su cabeza oxidada y su pelaje jaspeado, en estos momentos parece un guepardo a punto de lanzarse sobre un ñu.
“Te agradecería”, continua, “que si no quieres irte de vacaciones a ninguna parte me lo digas ahora y me busco a otra persona”.
“Lo dices como si no me gustara ir de viaje”, contesto, manso como un mamífero con el cuello rebanado.
“El Carmelo y la Barceloneta no cuentan. Me refiero a un viaje de verdad, a otro país ¿Quieres irte de vacaciones o no?”
Por supuesto que no. Detesto viajar. No me gusta ir en coche, y mucho menos en avión, y cosas que hagan transpirar como la bicicleta están descartadas de entrada. Me pregunto qué provoca en mis congéneres humanos esa ansia irrefrenable de ir a hacer el ridículo a lugares lejanos. Imagino que el deseo de unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, como decían los Sex Pistols en ‘Holidays in the sun’. Imagino que la ilusión espectacular de superar la aplastante rutina diaria.
Admito que hacia esto último siento empatía aunque, como el dandy protagonista de ‘Au Rebours’ de J.K. Huysmans, estoy convencido de que no hay viaje que no pueda hacerse en casa con la ayuda de algunos libros, licores intoxicantes y discos adecuados. En caso de requerirse mayor exotismo, tan sólo haría falta añadir láudano, ragas de Ravi Shankar y un poco de incienso del Todo a 100 y ¡alehop! Visiones extracorpóreas en el Ganges, sin mosquitos ni pantalones cortos.
“Por supuesto que sí”, le contesto al fin.
“Perfecto. Apunta en este trozo de papel dónde te hace más ilusión ir, y yo haré lo mismo. Luego miramos las que coinciden”.
Durante unos segundos sólo se escucha el crepitar de los lápices sobre el papel. Pasado un tiempo prudencial, le leo mis respuestas.
“Frente del Ebro, 1938. Whitechapel 1860. Soho 1961”, y me echo a reír. Cuando veo sus ojos, paro en seco y empiezo a romper el papel en trozos cada vez más pequeños.
Kiko Amat
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 17 de agosto del 2005)
Catorcephenia 6: El Elegante
El dandy catalán Francesc Pujols lo llamaba su vocació indumentària. Los que me rodean lo llaman completa chifladura del vestir. Y mientras decido cual de las dos cosas origina el lado más lechuguino de mi carácter catorcédrico, aún me sobra tiempo para buscar ese abrigo con el forro así y la manga asá.
‘¿Vas a tardar mucho?’, me pregunta.
Veamos. Me he puesto unos Levis blancos acabados de planchar sin raya, una camisa a cuadros azules con el cuello abotonado, unos calcetines de nylon azules a juego y unos brogues de piel girada marrón. Es el look que llamo “Almuerzo a la orilla del Tíber”; una mezcla tonificante de colorido continental y sobriedad británica. Una mezcla de los Four Tops del 66 con el Alain Delon de A plein soleil.
‘Ya casi estoy’, le contesto. ‘Es sólo que no sé si ponerme encima un cardigan amarillo o una de las chaquetas tejanas de pana. ¿Tú qué crees?’
‘Creo que vamos un momento al banco. Creo que te puedes poner cualquier cosa’.
‘¿Estás loca?’, le digo, alarmado. ‘¿Cómo se te ocurre decir algo así?’
Naranja me mira con cansancio, como un minero que hubiese pasado mucho tiempo en un túnel oscuro que no avanza. Naranja es mi novia. De lejos parece como si una cascada de zanahorias le surgiera de la cabeza, salpicando en todas direcciones. De cerca, su cuerpo está cubierto de topos multiformes, como un test Rorscharsch humano.
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre me ha perdido la ropa hermosa. De niño cuidaba con atención y Kanfort blanco mis bambas Paredes de velcro cuando todos mis compañeros de EGB las llevaban destripadas y llenas de fango. El primer día de clase de 2º de BUP me presenté con americana negra de tres botones y jersey de cuello alto gris cuando a mi alrededor todo eran tejanas holgadas y pantalones nevados; como un Terence Stamp perdido en Mundo Ramazzoti.
Me hice mi primer traje a medida a los 16 años, en un sastre del Carrer Hospital que se llamaba R. Ferran. Era marrón claro, de cuatro botones y solapas estrechas, y tenía los bolsillos de los pantalones horizontales. Adoraba esos toques minúsculos, como el botón ornamental de la nuca de los cuellos de camisa ingleses, y los bajos de los tejanos vueltos y cosidos para que siempre estuviesen firmes. Esos eran mis detalles sublimes, la poesía cotidiana de la que hablaba William Carlos Williams. Una elegancia fuera de contexto que se negaba a ser una nota en la partitura de las convenciones sociales. Una estética llena de códigos secretos que conjuraba estridencia y discreción en una esquizofrenia de tono be-bop. Calma recién planchada y una tormenta de mensajes encubiertos en forma de polos verdes de nylon, cinturones blancos, calcetines granate, bufandas universitarias, pañuelos de paramecios.
‘Ahora en serio’, insisto, una chaqueta en cada mano. ‘¿Cardigan o pana?’
‘Sabes de sobra que te vas a poner lo que te de la gana, diga lo que diga’.
Frunzo el ceño y miro al suelo, ofendido.
‘Vale, vale. Tejana de pana, entonces’, me dice, con la sonrisa maliciosa del que acaba de atar una camisa de fuerza después de un esfuerzo extenuante.
Pongo el cardigan delante de su nariz, y el vendaval de su carcajada de Goma 2 me levanta el cabello de las patillas.
‘Tienes dos oportunidades’, le digo.
Kiko Amat
(Artículo aparecido en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del dia 10 de agosto del 2005)
‘¿Vas a tardar mucho?’, me pregunta.
Veamos. Me he puesto unos Levis blancos acabados de planchar sin raya, una camisa a cuadros azules con el cuello abotonado, unos calcetines de nylon azules a juego y unos brogues de piel girada marrón. Es el look que llamo “Almuerzo a la orilla del Tíber”; una mezcla tonificante de colorido continental y sobriedad británica. Una mezcla de los Four Tops del 66 con el Alain Delon de A plein soleil.
‘Ya casi estoy’, le contesto. ‘Es sólo que no sé si ponerme encima un cardigan amarillo o una de las chaquetas tejanas de pana. ¿Tú qué crees?’
‘Creo que vamos un momento al banco. Creo que te puedes poner cualquier cosa’.
‘¿Estás loca?’, le digo, alarmado. ‘¿Cómo se te ocurre decir algo así?’
Naranja me mira con cansancio, como un minero que hubiese pasado mucho tiempo en un túnel oscuro que no avanza. Naranja es mi novia. De lejos parece como si una cascada de zanahorias le surgiera de la cabeza, salpicando en todas direcciones. De cerca, su cuerpo está cubierto de topos multiformes, como un test Rorscharsch humano.
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre me ha perdido la ropa hermosa. De niño cuidaba con atención y Kanfort blanco mis bambas Paredes de velcro cuando todos mis compañeros de EGB las llevaban destripadas y llenas de fango. El primer día de clase de 2º de BUP me presenté con americana negra de tres botones y jersey de cuello alto gris cuando a mi alrededor todo eran tejanas holgadas y pantalones nevados; como un Terence Stamp perdido en Mundo Ramazzoti.
Me hice mi primer traje a medida a los 16 años, en un sastre del Carrer Hospital que se llamaba R. Ferran. Era marrón claro, de cuatro botones y solapas estrechas, y tenía los bolsillos de los pantalones horizontales. Adoraba esos toques minúsculos, como el botón ornamental de la nuca de los cuellos de camisa ingleses, y los bajos de los tejanos vueltos y cosidos para que siempre estuviesen firmes. Esos eran mis detalles sublimes, la poesía cotidiana de la que hablaba William Carlos Williams. Una elegancia fuera de contexto que se negaba a ser una nota en la partitura de las convenciones sociales. Una estética llena de códigos secretos que conjuraba estridencia y discreción en una esquizofrenia de tono be-bop. Calma recién planchada y una tormenta de mensajes encubiertos en forma de polos verdes de nylon, cinturones blancos, calcetines granate, bufandas universitarias, pañuelos de paramecios.
‘Ahora en serio’, insisto, una chaqueta en cada mano. ‘¿Cardigan o pana?’
‘Sabes de sobra que te vas a poner lo que te de la gana, diga lo que diga’.
Frunzo el ceño y miro al suelo, ofendido.
‘Vale, vale. Tejana de pana, entonces’, me dice, con la sonrisa maliciosa del que acaba de atar una camisa de fuerza después de un esfuerzo extenuante.
Pongo el cardigan delante de su nariz, y el vendaval de su carcajada de Goma 2 me levanta el cabello de las patillas.
‘Tienes dos oportunidades’, le digo.
Kiko Amat
(Artículo aparecido en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del dia 10 de agosto del 2005)
6 d’ag. 2005
El Retorno
Llevo tanto tiempo sin escribir aqui que no se por donde empezar. así que empezare por las primeras teclas: qwertyuio…
Ya está, ya he calentado. Ahora me excusaré: no he escrito más a menudo porque ahora trabajo en una super-multinacional de los supermercados en donde vuestras madres (y la mía) compran pero que nadie sabe pronunciar. Estoy 8 horas delante de un ordenador y cuando llego a casa tengo que reunir mucho coraje para ponerme a escribir sobre los luditas. Trabajo en las oficinas del puto Reichstag de los supermercados y os explicaré algunas cosas que allí ocurren para que no penseis que la clase obrera son todo de tios con mono azul que odian al patrón y quieren la revolución:
-Allí todos son clase obrera, pero van con corbata y no quieren la revolución; quieren una casa con piscina y niños "to match".
- Mi jefa dice a menudo que nuestros clientes son "gente básica", a lo que yo pienso que eso lo será su puta madre.
- Yo no voy con corbata, pero mi jefa no quiere que vaya con camisetas de Wiiija, que "están bien para la playa, pero no para XXXX".
- Allí trabaja el peor espécimen de la clase obrera, el chofer de "personaje super-importante". Si, hay chofers todavía. Como en una recreación siecle XXI de "Arriba y abajo" hay un tío que lleva al jefe supremo a todas partes y que cuando está ocioso se pasea por el parking amonestando a los trabajadores que se fuman sus cigarros evitando al "ojo de Mordor" y a esa cucaracha repugnante.
- Ni hay comité de empresa, ni sindicatos ni nada, ni de los más vendidos. En mi empresa hay más de 100 (y de 1000) trabajadores. Creo que el enlace sindical (o como se diga) es el puto chofer del maldito Führer.
- Según la leyenda unos informáticos una vez pronunciaron la palabra "sindicato" y fueron borrados de la faz de la tierra.
- Sólo hay tres periódicos en la recepción: El Mundo, La Razón y El País, con eso os lo digo todo.
- El otro día me obligaron a ir a comprar muestras a una de las tiendas con uno de los "peasso" coches de empresa, un WV que te cagas y al aparecer por el parking casi mato de un susto a la pobre cajera que se estaba fumando un piti, que tiró el chigarret y se puso a simular que barría. Fué mi peor momento como trabajador, en el que uno de los mios me confundió con uno de los suyos y me tuvo miedo. Creo importante recordar que no voy con corbata y que mis jefes me amonestan. Gracias.
- Un rayo de esperanza: Aún así está lleno de gente muuuy cabreadísima, flowers in the dustbin que retorcerían el pescuezo a su inmediato superior si tuvieran ocasión. En las oficinas la gente está muy alienada y muy jodida, las bajas por depresión son el pan de cada día. Vamos segundos detrás de los astilleros, con cuatro oficinistas de los nuestros, una cajera y un reponedor nos colectivizamos media península, compañeros.
{…continuará…}
Ya está, ya he calentado. Ahora me excusaré: no he escrito más a menudo porque ahora trabajo en una super-multinacional de los supermercados en donde vuestras madres (y la mía) compran pero que nadie sabe pronunciar. Estoy 8 horas delante de un ordenador y cuando llego a casa tengo que reunir mucho coraje para ponerme a escribir sobre los luditas. Trabajo en las oficinas del puto Reichstag de los supermercados y os explicaré algunas cosas que allí ocurren para que no penseis que la clase obrera son todo de tios con mono azul que odian al patrón y quieren la revolución:
-Allí todos son clase obrera, pero van con corbata y no quieren la revolución; quieren una casa con piscina y niños "to match".
- Mi jefa dice a menudo que nuestros clientes son "gente básica", a lo que yo pienso que eso lo será su puta madre.
- Yo no voy con corbata, pero mi jefa no quiere que vaya con camisetas de Wiiija, que "están bien para la playa, pero no para XXXX".
- Allí trabaja el peor espécimen de la clase obrera, el chofer de "personaje super-importante". Si, hay chofers todavía. Como en una recreación siecle XXI de "Arriba y abajo" hay un tío que lleva al jefe supremo a todas partes y que cuando está ocioso se pasea por el parking amonestando a los trabajadores que se fuman sus cigarros evitando al "ojo de Mordor" y a esa cucaracha repugnante.
- Ni hay comité de empresa, ni sindicatos ni nada, ni de los más vendidos. En mi empresa hay más de 100 (y de 1000) trabajadores. Creo que el enlace sindical (o como se diga) es el puto chofer del maldito Führer.
- Según la leyenda unos informáticos una vez pronunciaron la palabra "sindicato" y fueron borrados de la faz de la tierra.
- Sólo hay tres periódicos en la recepción: El Mundo, La Razón y El País, con eso os lo digo todo.
- El otro día me obligaron a ir a comprar muestras a una de las tiendas con uno de los "peasso" coches de empresa, un WV que te cagas y al aparecer por el parking casi mato de un susto a la pobre cajera que se estaba fumando un piti, que tiró el chigarret y se puso a simular que barría. Fué mi peor momento como trabajador, en el que uno de los mios me confundió con uno de los suyos y me tuvo miedo. Creo importante recordar que no voy con corbata y que mis jefes me amonestan. Gracias.
- Un rayo de esperanza: Aún así está lleno de gente muuuy cabreadísima, flowers in the dustbin que retorcerían el pescuezo a su inmediato superior si tuvieran ocasión. En las oficinas la gente está muy alienada y muy jodida, las bajas por depresión son el pan de cada día. Vamos segundos detrás de los astilleros, con cuatro oficinistas de los nuestros, una cajera y un reponedor nos colectivizamos media península, compañeros.
{…continuará…}
4 d’ag. 2005
Catorcephenia 5: El Joven
Mi mente y mi cuerpo existen en edades distintas y, como en una chicane del Scalextric, sólo se encuentran muy de vez en cuando. En mi quinta personalidad trato de inmovilizar el paso del tiempo con discos y ropas, pero sólo consigo parecerme a un anciano extravagante de la corte del Rey Sol.
La gente habla de envejecer dignamente, sin darse cuenta de que es el mayor oxímoron de la historia: no hay forma de envejecer dignamente. La piel se resquebraja como la tierra de un viñedo, la carne se pudre y desprende, el espíritu sufre una hipotermia emocional por la que nada importa, nada trasciende nuestra superficie. No, yo no voy a hacerme viejo; lo he decidido. Como dijo el mago ocultista Alesteir Crowley, el niño en mí debe ser coronado y reinar. Y mi niño es un monarca absoluto, un déspota ilustrado que –como aquel personaje de Sandman- no envejece por el mero hecho de negarse a ello.
‘O sea, que no me acompañas al súper’.
‘Ir al súper es de viejos’.
‘¿Cómo?’
‘Me has oído perfectamente’.
La que pregunta es Naranja, mi novia. El que respondo soy yo, inusualmente chulo y a punto de morir asesinado. Naranja tiene el color de hilo de cobre de un cable pelado, y por su interior pasa la corriente AC/DC de mala leche de las pelirrojas genético-militares.
Hace unos días me acordé de aquella historia de H.P. Lovecraft, El antepasado, en la que el protagonista regresa a un estrato primitivo del hombre mediante determinadas drogas y cánticos. Y pensé, ¿será eso lo mismo que intento conseguir desde hace años? Congelar el proceso de decadencia mediante una sobredosis de música pop, peinados absurdos, chapas coloreadas. Quizás ese hacer ver que canto el “In the city” de los Jam en un micrófono intangible es mi sortilegio de la juventud, mi baile pagano de eterna pubertad. Porque a lo mejor hacerse viejo es un virus; algo que acontece cuando nos exponemos a la infección. Quizás si te apartas de su camino, evitas su tacto, consigues eludir la vejez completamente.
Desgraciadamente, envejezco igual. En días de resaca me siento y levanto con un estertor de la muerte que suena así: GKHHJJJKHHHH. El retrato de Dorian Gray en mi desván es ya un mural trompe l’oeil de 40 x 40 metros. El Peter Pan que me tatué en el brazo a los diecinueve años en un gesto de brutal desafío a la madurez (las palabras que lo rodeaban, “Forever Young; All or nothing”, sonaban en mis oídos como una especie de juramento suicida normando) se ha desplazado hasta mi codo, subido a un glaciar recalentado de piel muerta. Y, pese a todo ese deterioro, mi casa sigue decorada como la habitación de un adolescente, como un mapa que sólo reprodujera los relieves de mi mente y olvidara los surcos de mi cuerpo. Vivo en un modelo a escala del interior de mi cráneo teen, cercado por una muralla de discos y posters y películas, imaginando que paralizo definitivamente la atrofia corporal.
A eso le llamo yo negación de la realidad.
‘Por última vez: ¿Vas a acompañarme al súper o no?’, me insiste Naranja.
‘Ya te he dicho que es de viejos. No voy a ir’.
‘Pues deberías. Tienes 34 años, por el amor de Dios’.
‘Físicamente tal vez, pero ¿cuántos años mentales dirías que tengo?’, le pregunto, feliz de haberla atrapado en mis cepos de raciocinio.
‘Dos’.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 03 de Agosto del 2005)
La gente habla de envejecer dignamente, sin darse cuenta de que es el mayor oxímoron de la historia: no hay forma de envejecer dignamente. La piel se resquebraja como la tierra de un viñedo, la carne se pudre y desprende, el espíritu sufre una hipotermia emocional por la que nada importa, nada trasciende nuestra superficie. No, yo no voy a hacerme viejo; lo he decidido. Como dijo el mago ocultista Alesteir Crowley, el niño en mí debe ser coronado y reinar. Y mi niño es un monarca absoluto, un déspota ilustrado que –como aquel personaje de Sandman- no envejece por el mero hecho de negarse a ello.
‘O sea, que no me acompañas al súper’.
‘Ir al súper es de viejos’.
‘¿Cómo?’
‘Me has oído perfectamente’.
La que pregunta es Naranja, mi novia. El que respondo soy yo, inusualmente chulo y a punto de morir asesinado. Naranja tiene el color de hilo de cobre de un cable pelado, y por su interior pasa la corriente AC/DC de mala leche de las pelirrojas genético-militares.
Hace unos días me acordé de aquella historia de H.P. Lovecraft, El antepasado, en la que el protagonista regresa a un estrato primitivo del hombre mediante determinadas drogas y cánticos. Y pensé, ¿será eso lo mismo que intento conseguir desde hace años? Congelar el proceso de decadencia mediante una sobredosis de música pop, peinados absurdos, chapas coloreadas. Quizás ese hacer ver que canto el “In the city” de los Jam en un micrófono intangible es mi sortilegio de la juventud, mi baile pagano de eterna pubertad. Porque a lo mejor hacerse viejo es un virus; algo que acontece cuando nos exponemos a la infección. Quizás si te apartas de su camino, evitas su tacto, consigues eludir la vejez completamente.
Desgraciadamente, envejezco igual. En días de resaca me siento y levanto con un estertor de la muerte que suena así: GKHHJJJKHHHH. El retrato de Dorian Gray en mi desván es ya un mural trompe l’oeil de 40 x 40 metros. El Peter Pan que me tatué en el brazo a los diecinueve años en un gesto de brutal desafío a la madurez (las palabras que lo rodeaban, “Forever Young; All or nothing”, sonaban en mis oídos como una especie de juramento suicida normando) se ha desplazado hasta mi codo, subido a un glaciar recalentado de piel muerta. Y, pese a todo ese deterioro, mi casa sigue decorada como la habitación de un adolescente, como un mapa que sólo reprodujera los relieves de mi mente y olvidara los surcos de mi cuerpo. Vivo en un modelo a escala del interior de mi cráneo teen, cercado por una muralla de discos y posters y películas, imaginando que paralizo definitivamente la atrofia corporal.
A eso le llamo yo negación de la realidad.
‘Por última vez: ¿Vas a acompañarme al súper o no?’, me insiste Naranja.
‘Ya te he dicho que es de viejos. No voy a ir’.
‘Pues deberías. Tienes 34 años, por el amor de Dios’.
‘Físicamente tal vez, pero ¿cuántos años mentales dirías que tengo?’, le pregunto, feliz de haberla atrapado en mis cepos de raciocinio.
‘Dos’.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 03 de Agosto del 2005)
Catorcephenia 4: El Enfermo
Soy hipocondríaco. Es una palabra de origen azteca: “Hipo” es “Maldito”, y “Condríaco” significa “Llorica”. Aunque anhelo ser tísico sólo consigo jaquecas y resacas, y eso no es óbice para que me esté lamentando todo el día. La musa enferma acompaña insistente a mi cara más marchita.
‘Dime’, contesta al ponerse.
Estoy sujetando el teléfono con una mano, mientras la otra presiona un trapo contra la brecha de mi cabeza. Acabo de golpearme contra la puerta de un armario, BANG, me he caído al suelo, he ido al lavabo, he visto el fin en esas cascadas de sangre. Sin embargo, al igual que los niños que no lloran hasta que no llega la madre, he visto que era inútil lamentarse en la soledad del apartamento vacío. Me disgusta ver como mis sollozos se marchitan sin orejas conmiserativas en las que echar raíces.
Así, he decidido que tenía que llamar a Naranja y despedirme de ella. Es lo mínimo que uno puede hacer después de tantos años. Naranja es mi novia, y su cabello es un gran matojo de fideos de azafrán. Tiene una piel como un mapamundi de pecas, con manchas que se juntan aquí y allí en continentes sin explorar.
Justo antes de llamar a la librería donde trabaja, me doy cuenta de que tengo que encontrar las palabras perfectas para ahuyentar toda sombra de alarma. Tengo que ir con tacto. Mucho tacto.
‘No te asustes por lo que voy a decirte...’, murmuro débilmente.
‘¿QUÉ HA PASADO? ¿DÓNDE ESTÁS?’
‘... pero me voy al hospital’.
‘DIOS MÍO ¿QUÉ SUCEDE?’
De alguna forma paranormal, Naranja ha leído a través de mí. No tiene sentido ocultarle la gravedad de la situación.
‘Ven inmediatamente. No tengo mucho tiempo’.
Y es que cuando me pongo enfermo, soy el más enfermo; cuando me lastimo, veo al Caronte remando en su canoa hacia a mi lecho. Mis gripes son representaciones de tres días de La Dama de las camelias. Ando por el piso en bata, pijama y bufanda, con esa pinta de dandy tuberculoso que Baudelaire llevó a extremos fantásticos. Obligo a los amigos que vienen a visitarme a que me ayuden a escoger los poemas de William Blake que sonarán en mi sepelio. Dejo vendas tiradas para que conjeturen lo peor. Cuando sufro tortícolis, trato de mover sólo la cintura, como si fuese un Madelman, o alguien a quien ha mordido una mamba negra.
Y me encanta.
El día que me fracturo el cráneo de forma letal, Naranja sale del trabajo para venir corriendo a verme. Cuando llega a casa sin aliento me encuentra delante del ordenador, escribiendo, una bolsa de hielo sujeta a la herida con un trapo atado alrededor de la cara. Como un huevo de pascua trepanado. Como un Humpty Dumpty con heridas leves.
‘¿Y bien? Pensaba que estabas muriéndote’. Sus brazos en jarras son un código naval que significa: T-E O-D-I-O.
‘¿Cómo?’, le contesto, apartando la mirada de la pantalla. ‘Ah, esto. Al final no era nada’. Le cuento lo que ha sucedido, y me preparo para escuchar sus palabras de aliento.
‘¿ESTÁS LOCO? ¡Me has dado un susto de muerte! ¡Y todo por un golpecito de nada!’.
‘Ahora vuelve a dolerme’, respondo. ‘Es más grave de lo que crees. De hecho, éstas podrían ser nuestras últimas palabras’.
Naranja se gira para irse. ‘Eres un demente. Nunca más voy a creerme tus histerias’.
‘Diles a los muchachos que no me olviden’, le respondo a su cogote.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 27 de Julio del 2005)
‘Dime’, contesta al ponerse.
Estoy sujetando el teléfono con una mano, mientras la otra presiona un trapo contra la brecha de mi cabeza. Acabo de golpearme contra la puerta de un armario, BANG, me he caído al suelo, he ido al lavabo, he visto el fin en esas cascadas de sangre. Sin embargo, al igual que los niños que no lloran hasta que no llega la madre, he visto que era inútil lamentarse en la soledad del apartamento vacío. Me disgusta ver como mis sollozos se marchitan sin orejas conmiserativas en las que echar raíces.
Así, he decidido que tenía que llamar a Naranja y despedirme de ella. Es lo mínimo que uno puede hacer después de tantos años. Naranja es mi novia, y su cabello es un gran matojo de fideos de azafrán. Tiene una piel como un mapamundi de pecas, con manchas que se juntan aquí y allí en continentes sin explorar.
Justo antes de llamar a la librería donde trabaja, me doy cuenta de que tengo que encontrar las palabras perfectas para ahuyentar toda sombra de alarma. Tengo que ir con tacto. Mucho tacto.
‘No te asustes por lo que voy a decirte...’, murmuro débilmente.
‘¿QUÉ HA PASADO? ¿DÓNDE ESTÁS?’
‘... pero me voy al hospital’.
‘DIOS MÍO ¿QUÉ SUCEDE?’
De alguna forma paranormal, Naranja ha leído a través de mí. No tiene sentido ocultarle la gravedad de la situación.
‘Ven inmediatamente. No tengo mucho tiempo’.
Y es que cuando me pongo enfermo, soy el más enfermo; cuando me lastimo, veo al Caronte remando en su canoa hacia a mi lecho. Mis gripes son representaciones de tres días de La Dama de las camelias. Ando por el piso en bata, pijama y bufanda, con esa pinta de dandy tuberculoso que Baudelaire llevó a extremos fantásticos. Obligo a los amigos que vienen a visitarme a que me ayuden a escoger los poemas de William Blake que sonarán en mi sepelio. Dejo vendas tiradas para que conjeturen lo peor. Cuando sufro tortícolis, trato de mover sólo la cintura, como si fuese un Madelman, o alguien a quien ha mordido una mamba negra.
Y me encanta.
El día que me fracturo el cráneo de forma letal, Naranja sale del trabajo para venir corriendo a verme. Cuando llega a casa sin aliento me encuentra delante del ordenador, escribiendo, una bolsa de hielo sujeta a la herida con un trapo atado alrededor de la cara. Como un huevo de pascua trepanado. Como un Humpty Dumpty con heridas leves.
‘¿Y bien? Pensaba que estabas muriéndote’. Sus brazos en jarras son un código naval que significa: T-E O-D-I-O.
‘¿Cómo?’, le contesto, apartando la mirada de la pantalla. ‘Ah, esto. Al final no era nada’. Le cuento lo que ha sucedido, y me preparo para escuchar sus palabras de aliento.
‘¿ESTÁS LOCO? ¡Me has dado un susto de muerte! ¡Y todo por un golpecito de nada!’.
‘Ahora vuelve a dolerme’, respondo. ‘Es más grave de lo que crees. De hecho, éstas podrían ser nuestras últimas palabras’.
Naranja se gira para irse. ‘Eres un demente. Nunca más voy a creerme tus histerias’.
‘Diles a los muchachos que no me olviden’, le respondo a su cogote.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 27 de Julio del 2005)
Catorcephenia 3: El Ausente
Soy el Hombre Con Catorce Atributos, maldita sea, cuando no quise ninguno. La capacidad de huida en mitad de conversaciones y momentos-importantes-para-los-demás parece ser el menos apreciado por ex-amigos y novias salientes. Una atención soluble que se disuelve como un sobre de sidral en agua.
Una ameba se convirtió en pez, y éste a su vez en anfibio. El anfibio reptó hacia la tierra, y con el tiempo se convirtió en mono. El mono desarrolló la capacidad del habla; había nacido el hombre. Pero entonces, algún idiota aburrido tuvo que inventar la cháchara cotidiana, el intercambio de obviedades reconfortantes que pasan por conversación útil (“Parece que va a refrescar”, “En Madrid es más seco”), y tuve que inventar una forma de escape. Así empezó a desarrollarse mi cerebelo adicional de evasión, o Cerebelo B.
‘...y en ese momento, Tom Courtenay llega tarde a propósito al tren y Julie Christie se marcha, y él evita irse sin tener que comprometer sus fantasías’.
‘Mmmmmm’.
Esto es un ejemplo de conversación real entre Naranja, mi novia, y yo. La única libertad que me he tomado ha sido incorporar el final de Billy Liar como detonador de hostilidades. Naranja, por cierto, tiene un pigmento general como de mandarinas de camuflaje, de cítrico moteado. De ahí el nombre.
‘¿Mmmmm qué? ¿Qué te parece?’, me pregunta.
‘¿Perdón?’. Vuelvo en mí.
‘Que qué te parece’. Naranja levanta una ceja, y eso significa sacrificio ceremonial.
Achtung. En el submarino alemán de mi psique se accionan todos los dispositivos de emergencia. Todos a sus puestos. No he escuchado una palabra de la película que me ha estado contando desde hace horas.
‘Bien’, le contesto, accionando la palanca del escape fácil.
‘No me estabas escuchando, ¿verdad?’.
Vía de agua. ‘Pero qué dices. Lo he escuchado todo’, le contesto ofendido.
‘Y una mierda. ¿Qué he dicho?’.
Cuando se accionan los torpedos acusadores de Naranja y mi presión de culpabilidad aumenta, el Cerebelo B empieza a funcionar.
‘Has dicho: “Él evita irse sin tener que comprometer sus fantasías”’.
Naranja me mira con sospecha, pero una buena parte de las veces me regala su clemencia y enfunda su fiel espada triunfadora.
El Cerebelo B es una excreción situada en la parte posterior de mi cerebelo que hace las veces de túnel situacional. Arrastrándome tras su pantalla de humo, mi espíritu de urraca puede ausentarse en busca de ludopatía mental –cosas relucientes, discos bonitos, imágenes dinámicas- mientras mi cara se petrifica en una mueca de atención a lo Monte Rushmore. Cuando utilizo el Cerebelo B con Naranja, el resultado es como si le hubiese pedido que se golpeara la cabeza y se frotara la barriga al tiempo: una mezcla de confusión e irritación amortiguada contra la que no puede luchar.
La mala noticia es, el Cerebelo B no funciona siempre.
‘No me has estado escuchando. Nunca escuchas nada de lo que nadie te dice. Eres un egocéntrico horrible. Al final, la gente va a dejar de contarte cosas’, me dice Naranja cuando el resorte falla. Sólo me deja una salida.
‘Perdón, ¿decías?’, le contesto con un dedo en la oreja.
Durante dos semanas, no vuelve a hablarme. Cuando volvemos a comunicarnos, mi voz aflautada y grave a la vez me hace parecer un extraterrestre que solo respirase Helio.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 20 de Julio del 2005)
Una ameba se convirtió en pez, y éste a su vez en anfibio. El anfibio reptó hacia la tierra, y con el tiempo se convirtió en mono. El mono desarrolló la capacidad del habla; había nacido el hombre. Pero entonces, algún idiota aburrido tuvo que inventar la cháchara cotidiana, el intercambio de obviedades reconfortantes que pasan por conversación útil (“Parece que va a refrescar”, “En Madrid es más seco”), y tuve que inventar una forma de escape. Así empezó a desarrollarse mi cerebelo adicional de evasión, o Cerebelo B.
‘...y en ese momento, Tom Courtenay llega tarde a propósito al tren y Julie Christie se marcha, y él evita irse sin tener que comprometer sus fantasías’.
‘Mmmmmm’.
Esto es un ejemplo de conversación real entre Naranja, mi novia, y yo. La única libertad que me he tomado ha sido incorporar el final de Billy Liar como detonador de hostilidades. Naranja, por cierto, tiene un pigmento general como de mandarinas de camuflaje, de cítrico moteado. De ahí el nombre.
‘¿Mmmmm qué? ¿Qué te parece?’, me pregunta.
‘¿Perdón?’. Vuelvo en mí.
‘Que qué te parece’. Naranja levanta una ceja, y eso significa sacrificio ceremonial.
Achtung. En el submarino alemán de mi psique se accionan todos los dispositivos de emergencia. Todos a sus puestos. No he escuchado una palabra de la película que me ha estado contando desde hace horas.
‘Bien’, le contesto, accionando la palanca del escape fácil.
‘No me estabas escuchando, ¿verdad?’.
Vía de agua. ‘Pero qué dices. Lo he escuchado todo’, le contesto ofendido.
‘Y una mierda. ¿Qué he dicho?’.
Cuando se accionan los torpedos acusadores de Naranja y mi presión de culpabilidad aumenta, el Cerebelo B empieza a funcionar.
‘Has dicho: “Él evita irse sin tener que comprometer sus fantasías”’.
Naranja me mira con sospecha, pero una buena parte de las veces me regala su clemencia y enfunda su fiel espada triunfadora.
El Cerebelo B es una excreción situada en la parte posterior de mi cerebelo que hace las veces de túnel situacional. Arrastrándome tras su pantalla de humo, mi espíritu de urraca puede ausentarse en busca de ludopatía mental –cosas relucientes, discos bonitos, imágenes dinámicas- mientras mi cara se petrifica en una mueca de atención a lo Monte Rushmore. Cuando utilizo el Cerebelo B con Naranja, el resultado es como si le hubiese pedido que se golpeara la cabeza y se frotara la barriga al tiempo: una mezcla de confusión e irritación amortiguada contra la que no puede luchar.
La mala noticia es, el Cerebelo B no funciona siempre.
‘No me has estado escuchando. Nunca escuchas nada de lo que nadie te dice. Eres un egocéntrico horrible. Al final, la gente va a dejar de contarte cosas’, me dice Naranja cuando el resorte falla. Sólo me deja una salida.
‘Perdón, ¿decías?’, le contesto con un dedo en la oreja.
Durante dos semanas, no vuelve a hablarme. Cuando volvemos a comunicarnos, mi voz aflautada y grave a la vez me hace parecer un extraterrestre que solo respirase Helio.
KIKO AMAT
(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 20 de Julio del 2005)
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