Bienaventurados los airados, porque de ellos será el reino de los cielos; todo lo demás es palabrería pacifista. Unas rabias e iras que son ventanas al Mr. Hyde más faltón de los catorce. Pero como dice la canción, no me arrepiento, volvería a hacerlo; si no me saltan los dientes antes, claro.
Aquellos que dicen que la rabia es un sentimiento estéril no saben de lo que hablan. La rabia es como un saco de abono orgánico que lo fertiliza todo. La rabia es el estiércol de las obsesiones, y huele igual. La rabia es la vecina de al lado de la susceptibilidad.
‘Sólo te he dicho que dejes de gritarle a la televisión’.
Esa era Naranja, la chica con la que vivo. La llamo así porque ese es el color que la distingue. Naranja con lunares, como una Fanta con pimienta.
‘¿Pero tú no oyes? ¿No oyes lo que está diciendo este imbécil? IMBÉCIL’. Ya estoy de pie, gritando, como tantas otras veces.
‘El hombrecillo de la televisión no puede oírte, pero los vecinos sí. Baja la voz’.
‘IMBÉCIL’. Mi rabia ha despertado.
‘Baja la voz’.
‘No me da la gana. Observa: IMBE... ¡Ouch! Eso ha dolido, nazi’.
‘El único nazi aquí eres tú, que te cargarías a medio país’.
Eso no es verdad, y me duele oírlo. Mi rabia, reconcentrada, se dirigiría sólo contra unos cientos de autócratas, artistas subvencionados, actores horrendos, escritores inmundos, músicos pomposos, militares malignos y tipos miserables y mezquinos en general. Pasarían por juicios populares justos, y sus penas se basarían en la pérdida de privilegios y la adquisición instantánea de alquitrán y plumas.
‘Eso no es verdad. Odio a los nazis’, le digo, apelando a su razón. ‘Soy anarquista’.
Naranja se me queda mirando un instante, como si yo fuese una termita que se abre paso a través de su silla favorita. Por un segundo tengo la ilusión de que he vencido en la lucha grecorromana de tener razón.
‘Nazi’, me dice sólo al final.
Admito que, si hago memoria, una parte importante de mis personalidades ha sido siempre la de ladrador enloquecido. Especialmente respecto a la lista de temas que el médico me tiene terminantemente prohibido discutir: Guerra Civil, rock sinfónico, post-modernismo, la transición, Oriente Medio, capitalismo, política en general, televisión, restaurantes modernos y gentrificación urbana. Aunque en el transcurso de esas discusiones me saldría mucho más rentable echar mano de argumentos históricos, datos fiables y verdades como puños, en el fondo de mi laringe sólo encuentro cubos de basura llenos de improperios. ¿Qué puedo hacerle? Es mi naturaleza.
Hace pocos días le pregunté a Naranja si había dormido mal, porque tenía chipirones incandescentes en el blanco de los ojos.
‘Has estado mascullando “a la mierda” y “cabrones” en sueños toda la noche. No he podido pegar ojo’.
‘Uau. ¿De verdad?’ Estoy a punto de saltar de la silla. En un documental de la BBC que veo compulsivamente cuentan como Kevin Rowland, uno de mis músicos y seres humanos favoritos del planeta, hacía lo mismo en sus días con los Dexy’s Midnight Runners. Gruñendo en sueños, presa de sus rabias.
‘Eso no es algo de lo que estar orgulloso, idiota’, me dice Naranja cuando se lo cuento.
¿Ah, no? ¿Ah, no? ¿Desde cuándo?, pienso. ‘Tienes razón’, le digo.
KIKO AMAT
(Segunda entrega de la serie de catorce artículos "Catorcephenia", publicada el miércoles 13 de Julio del 2005 en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)
21 de jul. 2005
Catorcephenia 1: El Nervioso
La esquizofrenia es una cosa terrible, no lo dudo. Dos personalidades en eterno conflicto como dos polos negativos. Pero, ¿y tener catorce? Catorce caras, todas terminales, exclusivas. Catorce estados de ánimos terribles y prolongados, como catorce caracteres dentro de uno.
‘¿Puedes dejar de hacer eso?’
Miro hacia arriba y veo ante mí a mi novia naranja, con la que vivo. ¿Cómo? Sí, naranja. Esencialmente, ese es su color. Rosa y naranja, como un cerdito punk. Pero, como decía, levanto la vista y Naranja me está diciendo que pare por el amor de Dios de hacer eso, y eso es click-clickear con el bolígrafo diez mil millones de veces.
‘¿Hacer el qué?’, contesto yo a menudo.
‘Eso’, señala mi mano. ‘Hacer click-click con el bolígrafo. ¿Puedes parar de hacerlo?’
Invariablemente digo que sí, aunque sea una mentira asquerosa. Lo cierto es, siempre estoy haciendo cosas. Son los nervios. A veces, Naranja llega a casa y me encuentra sentado en el sofá llevándome pipas a la boca con movimientos demasiado rápidos para ser percibidos por el ojo humano. Quizás si me filmaran con una de esas cámaras modernas se vería el conjunto de movimientos de brazo y mandíbula que forman mi comer pipas. Es algo tan rápido que impresiona verlo.
‘¿Estás nervioso?’, me pregunta Naranja cuando llega a casa y estoy haciendo desaparecer pipas dentro de la boca con ágiles gestos de prestidigitador famoso.
‘No’, le digo yo. Y a mi lado, como un cadáver descompuesto, yacen las cáscaras de un millón de pipas con sal.
‘Sí, sí que lo estás. Se te nota’.
‘Ahora sí lo estoy, porque me estás preguntando si lo estoy’, le contesto mientras me echo sal a los labios en un gesto de fútil automortificación.
Como sucede en la mayoría de casos de CE (Compulsión Estéril), hacer cosas ayuda a calmar el nerviosismo. O, al menos, entretiene mientras pasan sus horas de mayor intensidad. Boli y pipas son dos de mis favoritos. Otro es el movimiento de saliva en el interior de la boca con ruiditos altamente irritantes. Otro es repeinarme el flequillo hacia un lado una y otra vez. Uno más es hacer crujir el dedo gordo del pie (el dedo que, también es mala suerte, me rompí la única vez en mi vida que he intentado darle una patada a un balón). Otro es estar de pie al lado del tocadiscos poniendo single tras single a 45 revoluciones; generalmente, éste es el grito de alarma que le indica a Naranja que estoy trepidando como una coctelera. Cuando llega a casa y estoy instalado en esa esquina, la pobre sale corriendo a buscar la hipodérmica sin mediar palabra.
En días de histeria paranoide, y si veo que ninguno de los gestos motrices cumple su función tranquilizante, intento una combinación de todos. Boli, saliva, dedo, singles, pipas, repeine. Vuelta a empezar. Boli, saliva, dedo, singles, pipas, repeine. A veces, cuando termino el ciclo completo de dos millones de veces, me observo en el espejo y solo veo a un monstruo informe de labios siliconados y flequillo aplastado a lo Adolf Hitler. A veces, cuando termino el ciclo completo, tengo de llamar a Naranja a casa de sus padres y suplicar que vuelva a mi lado.
‘Eb ferio. Ya eftoy fien. Fuedef folfer’.
‘¿Por qué hablas así? ¿Se te han vuelto a hinchar los labios por la sal de las pipas?’
‘Fo’.
KIKO AMAT
(Primera entrega de la serie de catorce artículos "Catorcephenia" que se irán publicando cada miércoles por el espacio de tres meses en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia. Esta primera, "El nervioso", se publicó el miércoles 6 de Julio del 2005)
‘¿Puedes dejar de hacer eso?’
Miro hacia arriba y veo ante mí a mi novia naranja, con la que vivo. ¿Cómo? Sí, naranja. Esencialmente, ese es su color. Rosa y naranja, como un cerdito punk. Pero, como decía, levanto la vista y Naranja me está diciendo que pare por el amor de Dios de hacer eso, y eso es click-clickear con el bolígrafo diez mil millones de veces.
‘¿Hacer el qué?’, contesto yo a menudo.
‘Eso’, señala mi mano. ‘Hacer click-click con el bolígrafo. ¿Puedes parar de hacerlo?’
Invariablemente digo que sí, aunque sea una mentira asquerosa. Lo cierto es, siempre estoy haciendo cosas. Son los nervios. A veces, Naranja llega a casa y me encuentra sentado en el sofá llevándome pipas a la boca con movimientos demasiado rápidos para ser percibidos por el ojo humano. Quizás si me filmaran con una de esas cámaras modernas se vería el conjunto de movimientos de brazo y mandíbula que forman mi comer pipas. Es algo tan rápido que impresiona verlo.
‘¿Estás nervioso?’, me pregunta Naranja cuando llega a casa y estoy haciendo desaparecer pipas dentro de la boca con ágiles gestos de prestidigitador famoso.
‘No’, le digo yo. Y a mi lado, como un cadáver descompuesto, yacen las cáscaras de un millón de pipas con sal.
‘Sí, sí que lo estás. Se te nota’.
‘Ahora sí lo estoy, porque me estás preguntando si lo estoy’, le contesto mientras me echo sal a los labios en un gesto de fútil automortificación.
Como sucede en la mayoría de casos de CE (Compulsión Estéril), hacer cosas ayuda a calmar el nerviosismo. O, al menos, entretiene mientras pasan sus horas de mayor intensidad. Boli y pipas son dos de mis favoritos. Otro es el movimiento de saliva en el interior de la boca con ruiditos altamente irritantes. Otro es repeinarme el flequillo hacia un lado una y otra vez. Uno más es hacer crujir el dedo gordo del pie (el dedo que, también es mala suerte, me rompí la única vez en mi vida que he intentado darle una patada a un balón). Otro es estar de pie al lado del tocadiscos poniendo single tras single a 45 revoluciones; generalmente, éste es el grito de alarma que le indica a Naranja que estoy trepidando como una coctelera. Cuando llega a casa y estoy instalado en esa esquina, la pobre sale corriendo a buscar la hipodérmica sin mediar palabra.
En días de histeria paranoide, y si veo que ninguno de los gestos motrices cumple su función tranquilizante, intento una combinación de todos. Boli, saliva, dedo, singles, pipas, repeine. Vuelta a empezar. Boli, saliva, dedo, singles, pipas, repeine. A veces, cuando termino el ciclo completo de dos millones de veces, me observo en el espejo y solo veo a un monstruo informe de labios siliconados y flequillo aplastado a lo Adolf Hitler. A veces, cuando termino el ciclo completo, tengo de llamar a Naranja a casa de sus padres y suplicar que vuelva a mi lado.
‘Eb ferio. Ya eftoy fien. Fuedef folfer’.
‘¿Por qué hablas así? ¿Se te han vuelto a hinchar los labios por la sal de las pipas?’
‘Fo’.
KIKO AMAT
(Primera entrega de la serie de catorce artículos "Catorcephenia" que se irán publicando cada miércoles por el espacio de tres meses en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia. Esta primera, "El nervioso", se publicó el miércoles 6 de Julio del 2005)
5 de jul. 2005
La bofetada antiliteraria
Antiliteratura Arte y narrativa unidos en un festival que es un ariete contra la concepción clásica de la literatura
“Tengo un rebote muy grande contra la literatura española”, me dice el hombre enfadado. “Una literatura que parece escrita en una lengua muerta y que no ha cambiado desde el siglo XVIII”.
Estoy sentado en una terraza de la calle Hospital, viendo caer mi mandíbula a cámara lenta mientras me habla un hombre enfadado con el clasicismo de algunas formas culturales de la península. Es obvio que este hombre siente la necesidad constante de, como decía Amis en su crítica despedazadora del Hannibal de Thomas Harris, “desenvainar la pluma y blandirla al sol para que lance destellos cegadores”. El hombre enfadado en cuestión se llama Javier Montero, y es el artífice del Festival Antiliteratura, unas jornadas de arte y literatura enmarcadas en el año del libro. Sólo la entrevista a Montero daría para llenar diez artículos como éste (verán un fragmento de ella un poco más abajo) pero de momento que les quede claro que acaban de salir las plumas justicieras, y sus destellos serán sin duda cegadores. Mejor que nos pongamos todos las gafas de sol.
La situación
El festival Antiliteratura (cuya intención es, según el programa, “poner la literatura contra las cuerdas”) se celebra del martes 14 al viernes 17 en la sala La Capella de la calle Hospital, en pleno centro de Barcelona, en pleno Sónar Festival. Eso significa que, según va avanzando el festival, la atmosfera circundante se asemeja paulatinamente a La invasión de los ultracuerpos; los aliens se van reproduciendo hasta que al final la minoría no contaminada tiene que huir o enfrentarse a ellos en desigual lid. Cuando llega el viernes, la imagen del centro de la ciudad es una de aquellas caricaturas del lumpen que aparecían en el semanario victoriano Punch: cientos de vagabundos de ojos hundidos realizando intercambios dudosos. Sólo que los asistentes al Sónar no pertenecen al lumpen; más bien lo contrario. Quien llena las salas del Sónar es el raver europeo de clase media, dispuesto a arrastrar sus sandalias al ritmo de cualquier umba-umba que le dé la categoría de hipster que anhela.
Me disculparán los meandros que acabo de tomar, pero tenía que situarles para que comprendieran el Beirut que he vivido. Cada día que bajé en Vespa por la calle Hospital me imaginé blandiendo una cimitarra de huno y decapitando ultracuerpos, para llegar luego a una sala donde se agrupaban sólo unas decenas de personas. Humanas, eso sí.
El espectáculo
La intención de Antiliteratura es unir narrativas aparentemente dispares (video, poesía, documental) en un intento de revitalizar una literatura anquilosada en sus trincheras formales. Así, no es tanto antiliteratura (pues ésta debería tomar la forma de los bomberos quema-libros de Fahrenheit 451 cuya actuación tanto hemos anhelado con algunos autores) sino neoliteratura; concebir el medio como algo mucho más amplio y donde no reinen sólo cuatro diplodocus cansinos. En el trascurso de las jornadas me perdí a Miguel Morey, los pioneros del live cinema The Light Surgeons y el colectivo berlinés de terrorismo pop Column One, pero vi a todos los demás. Y fue algo así:
David Toop: Músico, escritor y “comisario de sonido”, el artista inglés ha colaborado con Brian Eno, publicado tres libros, grabado álbumes, escrito artículos para periódicos y más cosas que me agotaría contarles. Digamos sólo que, como dirían el El Gran Lebowski, Toop “no es precisamente un peso ligero”. En La Capella, y armado sólo de un Mac y una mesa de sonido, el multidisciplinario Toop deja ir un discurso coherente que une narrativa personal y ensayo sobre el sonido, y que acompaña con acústica que produce en su ordenador. Inspirado y lúcido, el artista une sus comentarios sobre el misterio del ruido y el ambiente con referencias que van desde los Everly Brothers a Yasunari Kawabata. El crepitar de fondo y los sonidos de lluvia, mezclados con su recitado, crean una sensación que recuerda a la voz interior de Charlie Sheen hacia el final de Apocalypse Now. Preclara, precediendo un crescendo, anticipando algo.
Luke Fowler: El director de documentales escocés parece fascinado por los personajes extremos, y por ello las dos obras que vemos el día 15 versan sobre el anti-psiquiatra R.D. Laing y el artista punk Xentos Jones. En el primero, What you see is where you are at, se muestran destellos de aquel a quien la prensa británica bautizó como “El hombre que dijo que los locos no eran locos”. Laing creía que la gente con depresiones nerviosas podía curarse mejor en un entorno amigable que con electroshocks y drogas, y por ello creó una especie de comuna con funciones psiquiátricas. El resultado, que Fowler describe con ritmo abrupto, es turbador y demencial. The Way out, por otro lado, es un documental sobre el antiguo miembro del grupo The Homosexuals, a la sazón uno de los más bizarros de la explosión punk rock británica; y creánme si les digo que la competición era dura. “Por supuesto que quiero romper el orden. Es tan rígido”, comenta en un momento dado Xentos, para al momento dirigirse a su audiencia con un genial “¿Qué quereis de mí? ¿Que me meta la guitarra en el culo?”. Descerebrado autor de música gloriosamente extraña, sus socios hablan de él como alguien en constante estado de conspiración. Vean el documental o no, pero yo les recomiendo que busquen el disco The Way Out -grabado bajo el seudónimo L. Voag- y se maravillen con la inmensa belleza de lo descoyuntado.
Doseone: Es un señor pequeño y con cresta mohicana que forma parte de lo que se ha dado en llamar hip hop abstracto, y que ejemplarizan las producciones del sello Anticon. En Antiliteratura, sin embargo, Doseone viene sin ritmos, dispuesto a efectuar un recital de poesía angulosa y cubista que es tan alejada del cliché rap como la música que normalmente practica. Mientras en la pantalla van apareciendo algunas de las palabras que utiliza el recitador (“dinero”, “lago helado”, “miedo”), Doseone lanza poema tras poema, algunos con conciencia de clase, otros más oníricos, para finalizar con un recitado a mil por hora que deja bien claros sus deberes en la siempre competitiva comunidad hip hop.
La oveja negra: Su “sesión de literatura sónica” es una mezcla de imágenes, textos en pantalla, música electrónica y actores que controla desde las bambalinas el organizador del Festival, Javier Montero. Un chico y una chica recitan historias de pareja, y de extraterrestres, y de extraterrestres en pareja, mientras tras suyo se nos muestran fragmentos de La semilla del diablo, del Lucifer Rising de Kenneth Anger, del productor jamaicano Lee Perry haciendo el ganso, del músico de free jazz Sun Ra haciendo lo mismo, de la película de los Monkees Head, y vayan ustedes a saber qué más. Personalmente nunca me siento cómodo observando a actores (esos seres histriónicos), pero en este caso el ambiente de confusión funciona; el montaje apocaliptico se desvela como una clara crítica de la sociedad del espectáculo que bien vale un poco de arte dramático.
El artífice
Vaya. Me parece que al final no voy a disponer de espacio suficiente para loar en su justa medida a Javier Montero, una rara avis ibérica que debería ser clonado para repoblar las zonas más agrestes de nuestra geografía. Pero he de decirles que es un anglófilo radical (“Después de ver la cultura literaria inglesa, España me dejó desolado”, comenta), que viene de una escena de arte y videos, que es madrileño pero vivió en Londres nueve años (donde trabajó en el programa de TV Eurotrash), que escribió un libro llamado Guerra Ambiental que nadie entendió (“lo ponían en la sección de ecología”, admite) y que afirma que “lo que se entiende aquí por literatura me da ganas de llorar”. Tratando de aunar –como es moneda común en países más avanzados que el nuestro- diversas disciplinas no excluyentes (“spoken word, literatura que me gusta, vídeo, humor”, dice), se decidió a organizar este festival, que es como un bofetón bien administrado en la cara de determinados sectores literarios; una bofetada pequeña, quizás, pero que dolerá más cuantos más se apunten.
KIKO AMAT
(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de LA VANGUARDIA del día 29 de junio del 2005)
“Tengo un rebote muy grande contra la literatura española”, me dice el hombre enfadado. “Una literatura que parece escrita en una lengua muerta y que no ha cambiado desde el siglo XVIII”.
Estoy sentado en una terraza de la calle Hospital, viendo caer mi mandíbula a cámara lenta mientras me habla un hombre enfadado con el clasicismo de algunas formas culturales de la península. Es obvio que este hombre siente la necesidad constante de, como decía Amis en su crítica despedazadora del Hannibal de Thomas Harris, “desenvainar la pluma y blandirla al sol para que lance destellos cegadores”. El hombre enfadado en cuestión se llama Javier Montero, y es el artífice del Festival Antiliteratura, unas jornadas de arte y literatura enmarcadas en el año del libro. Sólo la entrevista a Montero daría para llenar diez artículos como éste (verán un fragmento de ella un poco más abajo) pero de momento que les quede claro que acaban de salir las plumas justicieras, y sus destellos serán sin duda cegadores. Mejor que nos pongamos todos las gafas de sol.
La situación
El festival Antiliteratura (cuya intención es, según el programa, “poner la literatura contra las cuerdas”) se celebra del martes 14 al viernes 17 en la sala La Capella de la calle Hospital, en pleno centro de Barcelona, en pleno Sónar Festival. Eso significa que, según va avanzando el festival, la atmosfera circundante se asemeja paulatinamente a La invasión de los ultracuerpos; los aliens se van reproduciendo hasta que al final la minoría no contaminada tiene que huir o enfrentarse a ellos en desigual lid. Cuando llega el viernes, la imagen del centro de la ciudad es una de aquellas caricaturas del lumpen que aparecían en el semanario victoriano Punch: cientos de vagabundos de ojos hundidos realizando intercambios dudosos. Sólo que los asistentes al Sónar no pertenecen al lumpen; más bien lo contrario. Quien llena las salas del Sónar es el raver europeo de clase media, dispuesto a arrastrar sus sandalias al ritmo de cualquier umba-umba que le dé la categoría de hipster que anhela.
Me disculparán los meandros que acabo de tomar, pero tenía que situarles para que comprendieran el Beirut que he vivido. Cada día que bajé en Vespa por la calle Hospital me imaginé blandiendo una cimitarra de huno y decapitando ultracuerpos, para llegar luego a una sala donde se agrupaban sólo unas decenas de personas. Humanas, eso sí.
El espectáculo
La intención de Antiliteratura es unir narrativas aparentemente dispares (video, poesía, documental) en un intento de revitalizar una literatura anquilosada en sus trincheras formales. Así, no es tanto antiliteratura (pues ésta debería tomar la forma de los bomberos quema-libros de Fahrenheit 451 cuya actuación tanto hemos anhelado con algunos autores) sino neoliteratura; concebir el medio como algo mucho más amplio y donde no reinen sólo cuatro diplodocus cansinos. En el trascurso de las jornadas me perdí a Miguel Morey, los pioneros del live cinema The Light Surgeons y el colectivo berlinés de terrorismo pop Column One, pero vi a todos los demás. Y fue algo así:
David Toop: Músico, escritor y “comisario de sonido”, el artista inglés ha colaborado con Brian Eno, publicado tres libros, grabado álbumes, escrito artículos para periódicos y más cosas que me agotaría contarles. Digamos sólo que, como dirían el El Gran Lebowski, Toop “no es precisamente un peso ligero”. En La Capella, y armado sólo de un Mac y una mesa de sonido, el multidisciplinario Toop deja ir un discurso coherente que une narrativa personal y ensayo sobre el sonido, y que acompaña con acústica que produce en su ordenador. Inspirado y lúcido, el artista une sus comentarios sobre el misterio del ruido y el ambiente con referencias que van desde los Everly Brothers a Yasunari Kawabata. El crepitar de fondo y los sonidos de lluvia, mezclados con su recitado, crean una sensación que recuerda a la voz interior de Charlie Sheen hacia el final de Apocalypse Now. Preclara, precediendo un crescendo, anticipando algo.
Luke Fowler: El director de documentales escocés parece fascinado por los personajes extremos, y por ello las dos obras que vemos el día 15 versan sobre el anti-psiquiatra R.D. Laing y el artista punk Xentos Jones. En el primero, What you see is where you are at, se muestran destellos de aquel a quien la prensa británica bautizó como “El hombre que dijo que los locos no eran locos”. Laing creía que la gente con depresiones nerviosas podía curarse mejor en un entorno amigable que con electroshocks y drogas, y por ello creó una especie de comuna con funciones psiquiátricas. El resultado, que Fowler describe con ritmo abrupto, es turbador y demencial. The Way out, por otro lado, es un documental sobre el antiguo miembro del grupo The Homosexuals, a la sazón uno de los más bizarros de la explosión punk rock británica; y creánme si les digo que la competición era dura. “Por supuesto que quiero romper el orden. Es tan rígido”, comenta en un momento dado Xentos, para al momento dirigirse a su audiencia con un genial “¿Qué quereis de mí? ¿Que me meta la guitarra en el culo?”. Descerebrado autor de música gloriosamente extraña, sus socios hablan de él como alguien en constante estado de conspiración. Vean el documental o no, pero yo les recomiendo que busquen el disco The Way Out -grabado bajo el seudónimo L. Voag- y se maravillen con la inmensa belleza de lo descoyuntado.
Doseone: Es un señor pequeño y con cresta mohicana que forma parte de lo que se ha dado en llamar hip hop abstracto, y que ejemplarizan las producciones del sello Anticon. En Antiliteratura, sin embargo, Doseone viene sin ritmos, dispuesto a efectuar un recital de poesía angulosa y cubista que es tan alejada del cliché rap como la música que normalmente practica. Mientras en la pantalla van apareciendo algunas de las palabras que utiliza el recitador (“dinero”, “lago helado”, “miedo”), Doseone lanza poema tras poema, algunos con conciencia de clase, otros más oníricos, para finalizar con un recitado a mil por hora que deja bien claros sus deberes en la siempre competitiva comunidad hip hop.
La oveja negra: Su “sesión de literatura sónica” es una mezcla de imágenes, textos en pantalla, música electrónica y actores que controla desde las bambalinas el organizador del Festival, Javier Montero. Un chico y una chica recitan historias de pareja, y de extraterrestres, y de extraterrestres en pareja, mientras tras suyo se nos muestran fragmentos de La semilla del diablo, del Lucifer Rising de Kenneth Anger, del productor jamaicano Lee Perry haciendo el ganso, del músico de free jazz Sun Ra haciendo lo mismo, de la película de los Monkees Head, y vayan ustedes a saber qué más. Personalmente nunca me siento cómodo observando a actores (esos seres histriónicos), pero en este caso el ambiente de confusión funciona; el montaje apocaliptico se desvela como una clara crítica de la sociedad del espectáculo que bien vale un poco de arte dramático.
El artífice
Vaya. Me parece que al final no voy a disponer de espacio suficiente para loar en su justa medida a Javier Montero, una rara avis ibérica que debería ser clonado para repoblar las zonas más agrestes de nuestra geografía. Pero he de decirles que es un anglófilo radical (“Después de ver la cultura literaria inglesa, España me dejó desolado”, comenta), que viene de una escena de arte y videos, que es madrileño pero vivió en Londres nueve años (donde trabajó en el programa de TV Eurotrash), que escribió un libro llamado Guerra Ambiental que nadie entendió (“lo ponían en la sección de ecología”, admite) y que afirma que “lo que se entiende aquí por literatura me da ganas de llorar”. Tratando de aunar –como es moneda común en países más avanzados que el nuestro- diversas disciplinas no excluyentes (“spoken word, literatura que me gusta, vídeo, humor”, dice), se decidió a organizar este festival, que es como un bofetón bien administrado en la cara de determinados sectores literarios; una bofetada pequeña, quizás, pero que dolerá más cuantos más se apunten.
KIKO AMAT
(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de LA VANGUARDIA del día 29 de junio del 2005)
Elegancia futbolera
Fútbol y moda. La estética callejera y el deporte rey se influencian mutuamente en Inglaterra desde los tiempos de George Best hasta hoy
Detesto el deporte. Como al protagonista de Decadencia y caída de Evelyn Waugh, “no conozco ninguna diversión que me llene de mayor repugnancia que una competición de atletismo, ninguna..., salvo, quizás, los bailes populares”. Y, a pesar de eso, no encuentro inconveniente en admirar los frecuentes cruces que se realizan entre el deporte (fútbol y básquet, mayormente) y otros segmentos de la cultura popular, desde la estética callejera a la música.
Recuerdo que hace un año, por ejemplo, recorté una noticia del periódico inglés The Guardian que me parece un magnífico ejemplo de ello: A una mujer se le negó la entrada en un pub, alegando normas de la casa, por llevar ropa de la marca Burberry. Cuando el hecho y las quejas llegaron a los medios, el dueño del bar declaró: “Burberry es ahora el sello del gamberrismo”. La articulista de The Guardian siguió la noticia y llegó a la conclusión que, de ser una marca identificada con la clase media madura de la Inglaterra rural, Burberry era ahora una de las prendas identificativas de los hooligans. Existía incluso una banda de seguidores del Portsmouth FC que se autodenominaba The House of Burberry.
Este hecho, incomprensible en nuestro país, sólo puede explicarse con el riquísimo tejido que conforma la cultura de las gradas inglesas. El amor hacia la liturgia tribal de los jóvenes de clase obrera ingleses y su necesidad de desarrollar una estética definitoria, unido a la peculiar relación de intercambio que se mantiene allí entre seguidores y futbolistas (Burberry era entonces una marca de moda entre los segundos), debió provocar en el caso mencionado un efecto copycat de imitación. Además de, por supuesto, la descontextualización de la prenda; como había pasado antes con las botas Martens o los polos Fred Perry de tenista, la ropa Burberry adoptaba ahora una nueva función de vínculo subcultural.
Futbolistas y estilistas
El mencionado intercambio entre subcultura popular inglesa e iconografía mainstream no es patrimonio del fútbol, aunque sí es en ese campo donde se han vivido algunas de las conexiones más obvias. Es indudable que la fértil cultura callejera de Inglaterra es la responsable de algunos de sus más importantes cambios sociales; de ella surgirían grupos musicales, estéticas y cultos que serían el antecedente de muchos de los que lograron ascender a la cultura mayoritaria. En pocas palabras, en Inglaterra muchos futbolistas (y actores, y músicos, y periodistas...) venían del mismo lugar, de las mismas bandas y ritos, que sus seguidores. Me dirán que aquí pasaba lo mismo, y se equivocarán; sencillamente, no es lo mismo. Quizás aquel jugador del Betis, Cardeñosa (¿Por qué habré pensado en él?) surgía del mismo terruño que muchos de los hinchas de su equipo, pero no arrastraba consigo un puñado de referenciales estéticos perfectamente identificables por los estilistas de gang de las gradas. Y, antes de que lo diga alguien, el “Amor de madre” y otras muescas del patíbulo no cuentan, señores.
Un libro que explora con bastante acierto esos campos es Football & Fashion, de Paolo Hewitt y Mark Baxter. Con un subtítulo que reza “De Best a Beckham, de mod a esclavo de las marcas”, el libro excava en la relación fútbol-moda / moda-fútbol que ha impregnado el deporte inglés desde que, a principios de los 60, la FA (Football Association) aprobó la transferencia de jugadores entre clubes y abolió el sueldo máximo. Gracias a ambos sucesos, los jugadores empezaron a vestirse como estrellas del pop y a pasear sus modelitos de uno a otro equipo, influyendo así en la estética de los hinchas y –en más casos de los que imaginan- al revés.
El libro nos habla, por ejemplo, de Gordon Smith, un futbolista del Hibernian escocés de los 50 al que los autores definen como “el primer metrosexual” por su afición a los perfumes y los peinados; de Jim Baxter, otro jugador escocés aficionado a los abrigos de cuero negro con sombreros trilby a juego, como la versión futbolística de un detective pop; del hilarante caso de Steve Perryman, de los Spurs, que se cortaba el cabello en una barbería de boxeadores y al que los skinheads consideraban “uno de los nuestros” (ésta era la época en que todos los jugadores llevaban el cabello largo); de la elegancia legendaria de Alan Hudson, compañero de Terry Venables en el Chelsea, que admite en el libro haber formado parte de la escena mod de su barrio.
También se describen con detalle dos de los iconos del futbolista elegante inglés: Bobby Moore y George Best. Al primero, estrella del West Ham y legendario capitán de la selección inglesa, se le definía a menudo como “inmaculado”, obsesivo con sus camisas e incluso “la única persona del mundo que sale del baño seca”; Moore, con sus trajes a medida y sus jerséis de cachemira, era el epítome de la elegancia formal inglesa e incluso en un momento de su vida tuvo unas cuantas boutiques bajo su nombre. George Best, que también probaría fortuna con marcas y tiendas de ropa, era su cara opuesta; aficionado al color y enemigo de los trajes enteros, Best definía su elegancia con polos y pantalones de cintura baja, cinturones y complementos, hasta tal punto que los periódicos le llamaban El Quinto Beatle. Partiendo de ambos y acabando en Beckham (al que se describe acertadamente como una percha de Versace, pero siempre a la última moda), el libro traza una línea que nos lleva a través de las marcas italianas, los mejores sastres y las estrellas del rock más futboleras, con el viejo Rod Stewart encabezando la lista. Y todo, todito, es obsesividad inglesa tan pura que hace que, por un momento, incluso el fútbol parezca algo genial.
KIKO AMAT
(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de LA VANGUARDIA del miércoles 22 de junio)
Detesto el deporte. Como al protagonista de Decadencia y caída de Evelyn Waugh, “no conozco ninguna diversión que me llene de mayor repugnancia que una competición de atletismo, ninguna..., salvo, quizás, los bailes populares”. Y, a pesar de eso, no encuentro inconveniente en admirar los frecuentes cruces que se realizan entre el deporte (fútbol y básquet, mayormente) y otros segmentos de la cultura popular, desde la estética callejera a la música.
Recuerdo que hace un año, por ejemplo, recorté una noticia del periódico inglés The Guardian que me parece un magnífico ejemplo de ello: A una mujer se le negó la entrada en un pub, alegando normas de la casa, por llevar ropa de la marca Burberry. Cuando el hecho y las quejas llegaron a los medios, el dueño del bar declaró: “Burberry es ahora el sello del gamberrismo”. La articulista de The Guardian siguió la noticia y llegó a la conclusión que, de ser una marca identificada con la clase media madura de la Inglaterra rural, Burberry era ahora una de las prendas identificativas de los hooligans. Existía incluso una banda de seguidores del Portsmouth FC que se autodenominaba The House of Burberry.
Este hecho, incomprensible en nuestro país, sólo puede explicarse con el riquísimo tejido que conforma la cultura de las gradas inglesas. El amor hacia la liturgia tribal de los jóvenes de clase obrera ingleses y su necesidad de desarrollar una estética definitoria, unido a la peculiar relación de intercambio que se mantiene allí entre seguidores y futbolistas (Burberry era entonces una marca de moda entre los segundos), debió provocar en el caso mencionado un efecto copycat de imitación. Además de, por supuesto, la descontextualización de la prenda; como había pasado antes con las botas Martens o los polos Fred Perry de tenista, la ropa Burberry adoptaba ahora una nueva función de vínculo subcultural.
Futbolistas y estilistas
El mencionado intercambio entre subcultura popular inglesa e iconografía mainstream no es patrimonio del fútbol, aunque sí es en ese campo donde se han vivido algunas de las conexiones más obvias. Es indudable que la fértil cultura callejera de Inglaterra es la responsable de algunos de sus más importantes cambios sociales; de ella surgirían grupos musicales, estéticas y cultos que serían el antecedente de muchos de los que lograron ascender a la cultura mayoritaria. En pocas palabras, en Inglaterra muchos futbolistas (y actores, y músicos, y periodistas...) venían del mismo lugar, de las mismas bandas y ritos, que sus seguidores. Me dirán que aquí pasaba lo mismo, y se equivocarán; sencillamente, no es lo mismo. Quizás aquel jugador del Betis, Cardeñosa (¿Por qué habré pensado en él?) surgía del mismo terruño que muchos de los hinchas de su equipo, pero no arrastraba consigo un puñado de referenciales estéticos perfectamente identificables por los estilistas de gang de las gradas. Y, antes de que lo diga alguien, el “Amor de madre” y otras muescas del patíbulo no cuentan, señores.
Un libro que explora con bastante acierto esos campos es Football & Fashion, de Paolo Hewitt y Mark Baxter. Con un subtítulo que reza “De Best a Beckham, de mod a esclavo de las marcas”, el libro excava en la relación fútbol-moda / moda-fútbol que ha impregnado el deporte inglés desde que, a principios de los 60, la FA (Football Association) aprobó la transferencia de jugadores entre clubes y abolió el sueldo máximo. Gracias a ambos sucesos, los jugadores empezaron a vestirse como estrellas del pop y a pasear sus modelitos de uno a otro equipo, influyendo así en la estética de los hinchas y –en más casos de los que imaginan- al revés.
El libro nos habla, por ejemplo, de Gordon Smith, un futbolista del Hibernian escocés de los 50 al que los autores definen como “el primer metrosexual” por su afición a los perfumes y los peinados; de Jim Baxter, otro jugador escocés aficionado a los abrigos de cuero negro con sombreros trilby a juego, como la versión futbolística de un detective pop; del hilarante caso de Steve Perryman, de los Spurs, que se cortaba el cabello en una barbería de boxeadores y al que los skinheads consideraban “uno de los nuestros” (ésta era la época en que todos los jugadores llevaban el cabello largo); de la elegancia legendaria de Alan Hudson, compañero de Terry Venables en el Chelsea, que admite en el libro haber formado parte de la escena mod de su barrio.
También se describen con detalle dos de los iconos del futbolista elegante inglés: Bobby Moore y George Best. Al primero, estrella del West Ham y legendario capitán de la selección inglesa, se le definía a menudo como “inmaculado”, obsesivo con sus camisas e incluso “la única persona del mundo que sale del baño seca”; Moore, con sus trajes a medida y sus jerséis de cachemira, era el epítome de la elegancia formal inglesa e incluso en un momento de su vida tuvo unas cuantas boutiques bajo su nombre. George Best, que también probaría fortuna con marcas y tiendas de ropa, era su cara opuesta; aficionado al color y enemigo de los trajes enteros, Best definía su elegancia con polos y pantalones de cintura baja, cinturones y complementos, hasta tal punto que los periódicos le llamaban El Quinto Beatle. Partiendo de ambos y acabando en Beckham (al que se describe acertadamente como una percha de Versace, pero siempre a la última moda), el libro traza una línea que nos lleva a través de las marcas italianas, los mejores sastres y las estrellas del rock más futboleras, con el viejo Rod Stewart encabezando la lista. Y todo, todito, es obsesividad inglesa tan pura que hace que, por un momento, incluso el fútbol parezca algo genial.
KIKO AMAT
(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de LA VANGUARDIA del miércoles 22 de junio)
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