4 d’abr. 2005

Tom Wolfe y la miseria estudiantil

Novela Tom Wolfe narra en Soy Charlotte Simmons la pérdida de inocencia de una universitaria americana en un campus plagado de nerds y jocks

“- ¿Alguna tiene cartas o algún juego de mesa?- sugirió Charlotte
- ¡Va, venga!¡Que ya no estamos en el insti! -bufó Bettina.
-¿Y una competición de chupitos, de esas que el que pierde tiene que beber?- propuso Mimi.
- ¿Chupitos de alcohol?- preguntó Charlotte, intentando tragarse el susto.”

Lo que acaban de leer es un fragmento de la última novela de Tom Wolfe; no se extrañen si ustedes también están intentando tragarse el susto. Como una condensación de Grease, las películas moralizantes de los 50’s, las telenovelas de Antena 3 y Friends, el párrafo expuesto reúne en unas pocas frases varios clichés de la vida adolescente americana. Y ello, por supuesto, inicia una controversia inevitable: Si, tal y como decía Martin Amis, toda escritura es una campaña contra el cliché, ¿desde cuándo han cambiado las tornas, y ahora la literatura es una defensa de aquel? La respuesta a esto la tiene Wolfe, como veremos, y muy especialmente la patología über-periodística que domina al escritor de New York.
Tom Wolfe es uno de los personajes que menor presentación necesitan en el mundo de la literatura. Habiendo estudiado su doctorado en Yale, el autor se hizo famoso al cambiar de rumbo y convertirse en El Cid del Nuevo Periodismo durante los años 60 y 70; como un reportero de guerra, el periodista hizo inmersión en las subculturas nacientes (surfers, bikers, mods, hippies), el arte pop, la “izquierda exquisita”, las celebridades, Vietnam y un largo etcétera, y es justo considerarle si no el mejor, sí uno de los mejores cronistas de su generación. La demencia y la rebeldía que le faltaban (y de las que Hunter S. Thompson iba sobrado), Wolfe las suplía con un gran ojo clínico, una pluma diseccionadora y una aplicada atención a los neologismos. Cuando Wolfe decidió probar suerte con la novela, su decisión lógica fue aplicar sus aptitudes al nuevo género, y eso trajo los éxitos de Elegidos para la gloria, La Hoguera de las vanidades o Todo un hombre. Las tres novelas versaban respectivamente sobre astronautas, tiburones de Wall Street y deportistas multimillonarios, y en todas ellas el autor se explayaba subrayando hasta el menor de los detalles; al fin y al cabo, eso es lo que sabía hacer.
Curiosamente, el escenario de la última novela de Wolfe no se aleja mucho de los anteriores. Su protagonista, Charlotte Simmons, es una bleda de las montañas de North Carolina que entra a una de las mejores facultades de los Estados Unidos, Dupont. La inocente, abstemia, reprimida Charlotte pasa a formar parte del ambiente universitario del campus para darse cuenta de que (¡Oh, no!) a nadie le importa un pimiento estudiar ni curtirse como persona, y que el resto de sus compañeros sólo tienen una cosa en mente: folgar, beber y darse cabezazos en las narices los unos a los otros. Difícilmente una sorpresa, se dirán, para cualquiera que haya estado atento a las frecuentes reposiciones de Porky’s, Desmadre a la Americana o al estreno de American Pie. El libro acaba de empezar y uno ya se está preguntando si es Charlotte la sorprendida o el propio Wolfe. Pero sigamos.
La mojigata estudiante conoce allí a tres chicos que representan en casi perfectos clichés los tres conocidos grupos de la universidad americana: el nerd, el jock, y el futuro banquero. Adam es el nerd, un periodista de la revista universitaria igual o más histérico que ella (“¡Sexo! ¡Sexo! ¡Estaba en el ambiente, mezclado con el nitrógeno y el oxígeno!”, pone en sus labios el escritor, sin duda ignorando que el nerd es el individuo con la actividad hormonal-autoamatoria más alta de las universidades). JoJo es el jock, un golem baloncestista que habla con monosílabos, está resentido con los jugadores negros y ansia dejar de ser un zote. Finalmente está Hoyt, el futuro broker prepotente y facha que se nos pinta como claramente dañino desde el principio. Alrededor de los cuatro se apretujan otros retratos típicos del campus yankee: el profesor ex-hippie, los negros pasotas, las groupies pendonas, el grupo de tías feas y víboras... Wolfe, con su ojo de lince, no deja ni uno solo por registrar.
Para ilustrar la historia, el autor utiliza un estilo presuntamente juvenil, lleno de frases en mayúsculas, cursivas, signos de admiración y, muy especialmente, argot; cordilleras de argot, auténticas exhibiciones de Nuevo Periodismo que hacen que uno se lo imagine apuntando ufano en su bloc la enésima aplicación de la palabra “fuck”. En ocasiones, Wolfe enloquece por su propia capacidad descriptiva y se extiende durante dos (¡2!) páginas hablando de jerga o siete (¡7!) relatando paso a paso la pérdida de virginidad de la protagonista. Pues -en efecto- como todo ejercicio voyeurístico de pérdida de inocencia juvenil, Charlotte tiene que ser engañada, medio violada, y vilipendiada por todas sus compañeras para poder redimirse.
El problema es que, cuando eso sucede, al lector le da lo mismo. Después de haber capeado los lugares comunes (el estudiante americano es un cliché con patas, así que hacia la mitad del libro uno ya no sabe si está viendo una buena descripción del sujeto o sencillamente “arte malo”, como describía Nabokov el cliché literario), el pausado ritmo de corrupción (Charlotte toma alcohol por primera vez en la página 598) y el irritante puritanismo de la protagonista (su “menopausia del espíritu”, que dirían los situacionistas), empatizar con ella no es posible. En este sentido, Soy Charlotte Simmons es el perfecto opuesto de El club de los canallas de Jonathan Coe; el grado de afecto que provocaban los personajes del segundo se replica en forma de sádica enemistad en el primero. El lector se sorprende deseándoles maldades a unos personajes que, en teoría, deberían despertar su simpatía.
¿Y por qué? Wolfe es un novelista veterano tratando por todos los medios de estar en la onda y demostrar que su ojo periodístico y su capacidad de captar a la juventud siguen en plena forma. Pero, como dicen los ingleses, “he’s trying too hard”; es decir, desea demostrar algo con tanta vehemencia que acaba resultando ligeramente embarazoso. Nadie niega que el ambiente de sus imágenes mantiene la atención al detalle de sus artículos; nadie discute que la jerga está brillantemente empleada. Y con todo, el resultado final le deja al lector un “qué más me da” en el alma que se parece mucho al que dejan las TV Movies de domingo. O quizás, sólo quizás, lo que sucede es que con el tema escogido es imposible evitar el cliché, por mucho que se intente.
Kiko Amat

(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)