28 de des. 2009

Y Mammon infectó al concierto pop


Mercadeo, propaganda y alienación en el Festival Musical del siglo XXI


Yes yes yes it’s the summer festival

The truly detestable summer festival
The Campaign for Real Rock, EDWYN COLLINS

The hippie festivals (...) deliberately avoided contact with other cultures (...), were conducted in remote locations in a complacent atmosphere of mutual self-congratulation, and centred round the passive consumption of music produced by an elite of untouchable superstars.
The Style of the Mods, DICK HEBDIGGE


Ya está aquí, entre nosotros, en apariencia inamovible, y no vino del espacio exterior ni fue creado en un laboratorio de experimentación con chimpancés (aunque sí desciende por línea genealógica directa de Woodstock, aquella abominación jipi-neoliberal). Es el Festival Musical, el paisaje arquetípico de la canción del siglo XXI, el marco en que los humanos presenciamos la fabricación en directo de música popular. Los terrícolas nos hemos autoinflingido este castigo, como hicimos en los años 50 con la bomba de hidrógeno o la Talidomida, y de su mano hemos efectuado un innegable retorno a algo peor. Más mezquino, menos comunitario, mucho más alienante y meramente contemplativo, altamente corrompido por los intereses privados y -en cuanto a escenario donde gente que está viva interactúa- banalizado y estupidizado al 100% por el comercio. El Festival Musical es, lo mires por donde lo mires, una mala idea. Algo de lo que nos vamos a arrepentir, que vamos a lamentar no haber sometido a más pruebas antes de dejarlo campar a sus anchas -y sin bozal- por entre la población. Algo como el DDT, sólo que sin ser ocasionalmente gratuito.

El Festival Musical es la corporativización definitiva de la antigua Fiesta Mayor. Es la sublimación máxima de la idea de la música como máquina productora de dinero, en su manifestación física más faraónica y riefenstahliana. Es el triunfo de la voluntad, sólo que es exclusivamente la voluntad de unos cuantos empresarios. Y, como tal, da miedo.
Les aseguro que no soy un fanático, ni un asceta primitivista a lo Zerzan. Pero, miren ustedes qué excentricidad soviet la mía, para empezar creo que los ayuntamientos están obligados a invertir en oferta cultural de la que no reporta beneficios monetarios (ni electorales). En lugar de ello, los organismos públicos han pasado la patata de los festejos a unos cuantos nombres privados cuyo fin principal es -obviamente- sacar dividendos. Este viraje político por parte de la administración continúa con la tendencia a la privatización de la vida que lleva la economía mundial. La consigna es: Nada Gratis; y, desde luego, la música no es una excepción. Lo de bailar sin pagar es una demencia milenarista de Hermano del Espíritu Libre, algo totalmente passé y como que atufa a pre-revolución industrial, a glosa poética de decadente pasado de opio. ¿Danzar sin aforar? ¿Como, para divertirse? ‘Amos, anda.
Eso sí, para que usted amortice el criminal precio del ticket, la organización del festival apretujará para su deleite y disfrute a la mayor cantidad de grupos posibles en una velada. Es la concepción del Buffet Libre, pero aplicada a la música bonita: el mogollón, el supersize me, la gratificación instantánea y sin mesura, el All You Can Eat, el atracón, el enfarfegament. Nadie parece darse cuenta de que la ecuación “Si ver a 1 grupo mola, ver a 750 de golpe molará 750 veces más” no computa. En un Festival uno ve mucho pero no ve nada, y sale de allí con una indefectible sensación de bulimia sonora. Cómo no va a ser así. La naturaleza no planeó la música para ser vista de este modo, como podrían haber dicho en La extraña pareja. Tras pasar por seis cacheos, dos análisis de sangre y un examen de la cavidad rectal, y después de haber empeñado a la única hija en la puerta, uno se encuentra en el equivalente musical de un camión de transporte porcino, sólo que muy grande. Anchovado y mareado frente a un macroescenario estilo Nurenberg con nombre de marca de algo y logo sobredimensionado, observando a unos mendas anoréxicos que vocean en la lejanía mientras degusta una cerveza insípida que deben fabricar a partir de un metal precioso -pues tras pagarla no nos queda un guilder-, el fan no puede más que hacerse la célebre pregunta de Johnny Rotten en el último concierto de los Sex Pistols: ¿Alguna vez te has sentido estafado?
Si la respuesta es no, el festival solucionará eso rápidamente.

En caso de que ni la brutal invasión empresarial de la música en directo ni el descrito marco post-nuclear en el que se desarrollará el concierto les asusten, el aterrorizador consenso a su alrededor lo hará. La resistencia o, cuanto menos, el escepticismo a la hora de aceptar el Festival Pop como modelo de celebración musical parece casi nulo. Uno está tentado de explicarlo con teorías de alucinación colectiva o de invasión de ultracuerpos alien. De una manera parecida a cómo se trata el análisis de la socialdemocracia representativa hoy en día en Europa, el debate sobre el tema ha pasado de ser “¿Son los festivales una forma deseable de disfrutar la música popular?” a “¿Cuál es el modelo más deseable de festival?”. La premisa sobre la que se sustenta este segundo debate ficticio es que ya está demostrado que la mejor manera de ver música pop es el festival musical. Ahora, como dicen los “demócratas”, sólo hace falta mejorar el sistema desde dentro. La cantidad de gente que de la duda/sospecha razonable sobre el asunto ha pasado al catenaccio acrítico pro-festival es apabullante y crece epidémicamente. No hay mejor manera de parecer loco o retrasado mental en veladas y bares que el afirmar ser festival-escéptico. La gente te mira como si hubieses dicho algo de ludita muy desfasado y fuera de onda, como si estuvieses rechazando algo que es obviamente beneficioso para la humanidad, como el tren eléctrico o la penicilina. Pero, como veremos a lo largo de este artículo, el festival dista mucho de ser un modelo perfecto y beneficioso para la humanidad; es, no hay otra forma de verlo, una gigantesca inversión de capital privado, con todo lo que ello conlleva. Una apuesta en la que algunos tipos han invertido una cantidad de dinero colosal, y respecto a la cual no están dispuestos a tolerar disensión ni contratiempos prácticos basados en absurdas ideas libertarias; sobre la deseable gratuidad de algunas cosas, por ejemplo, o la deseable meta social (no económica) del tema.

Una de las pruebas de que en esto hay mucho dinero en juego es la reacción filoempresarial a la crítica o el debate que muestran los acólitos del nuevo sistema. Cuando ocasionalmente se produce algún tipo de insinuación sobre el carácter moralmente dudoso del formato (incluso cuando se realiza en medios minoritarios o de fans, como blogs y foros), la respuesta de los Partidarios del Festival -sospechamos que en algunos casos son los mismos organizadores, convenientemente encapuchados con un alias- es furiosa, descalificadora y escandalizada, como si uno se hubiese atrevido a dudar de una iniciativa no lucrativa, filantrópica y virginal, en lugar del negocio multimillonario que realmente es. Por esto último a uno le sobreviene esa angustia física tan familiar (la de ver como te están mintiendo, en directo y ante tus atónitos ojos) cuando lee los argumentos new age de alucinado empresario ex-hippie que se vocean en la prensa y en Internet para ensalzar a los festivales como vórtices de buen rollo, filantropía y amor.

Porque, después de todo, un festival no es -como sentenciaba la malintencionada reseña de una famosa revista musical- “sólo música, idiota”. Nunca es sólo música, ni para lo bueno ni para lo malo; son muchas otras cosas. Para el que esto escribe, por ejemplo, la música es una de las razones prioritarias para no saltarse la tapa de los sesos mañana mismo. Una razón incontestable de que estar vivo en el planeta tiene algún sentido: esas canciones. Por eso cuando las veo usadas de mala manera, plantificadas y espachurradas de manera circense y megalomaníaca a precios descabellados, por puro afán de lucro empresarial y en un entorno de mazmorra medieval, me pongo de bastante mal humor. Porque no debería ser así, y la experiencia de ver a un gran grupo pop en directo debería ser algo inolvidable, hermoso, único y casi místico, raro, excepcional. En lugar de ello, tenemos esto: ese batiburrillo obsceno, indigesto y rococó, los fastos imperiales de cuatro corporaciones que han descubierto una nueva manera de canjear nuestras pasiones por monises.

¿Y los grupos? ¿Qué tienen que decir a todo esto las bandas pop de nuestro país? Pues, si juzgamos por la macroencuesta que la revista Rockdelux hizo el año 2008 a una larga lista de bandas ibéricas de múltiples estilos, bien poco. De los entrevistados, un casi invisible 1% (el grupo valenciano Estrategia Lo Capto) criticaba abiertamente al Festival Musical. De los restantes, otra discreta minoría se permitía dudar de que el festival fuese el modelo ideal para ver música en directo, aunque afirmaban ser asiduos de casi todos. El bloque restante se manifestaba unánimemente Por El Festival; todos a una, aunque -al contrario que en Fuenteovejuna- aquí se posicionaban firmemente con el Comendador.
En cuanto a los grupos extranjeros, mejor no hablar; como afirmaba el periodista musical Nando Cruz en un esclarecedor artículo para El Periódico, están empezando a pedir cachés desorbitantes para tocar aquí y, lo que es peor, esos cachés se pagan sin rechistar. El peligro añadido de esto (además de la patente obscenidad que es pagarle a un grupo indie 150.000 euros, como sucedió recientemente con The Arcade Fire) es algo que incluso los directores de festivales admiten sin reparos -sin asumir culpa alguna, como si fuese algo viral y no algo provocado por ellos-: los grupos de fuera dejarán de hacer conciertos. ¿Para qué querrían recorrer un país tocando en clubs de mala muerte y cobrando lo suficiente para vivir y beber, si en un sólo show se sacan el sueldo de un año? Al ver la ética y actitud casi nula de una gran parte de las bandas de pop actuales uno no puede más que preguntarse dónde están todos aquellos grupos de los 80 como The Specials, ferozmente opuestos al lujo, la limusina y el timo-al-fan.

Y luego, por si fuera poco, están los contratos de exclusividad, ese equivalente festivalero del derecho de pernada y el cultivo de los mansos de la época feudal. Para los pocos grupos que -por razones de actitud, ética o purito sentido común y buen rollo vital- desearían conjugar su aparición en el festival con otros conciertos por salas pequeñas de la zona, la organización tiene una sorpresa reservada: El grupo tiene que comprometerse a no tocar en tres meses en el área urbana del festival; es decir, en un radio de unos 100 Km. Si esto, dicho así, suena maligno, es porque lo es. No es que lo hayamos sacado de contexto; es así de feo y vil. Es “lo mío pa’mí y que se jodan los demás” elevado al cubo.

Uno, sin embargo, no debe jamás cometer el error de dirigir la culpa al lugar equivocado. Hemos descendido del monte y hemos visto a nuestro pueblo corrompido por el becerro de oro de los adoradores de Mammon. La primera reacción lógica sería dejar que se desate nuestro furor pugilístico contra ellos -todos ellos- y seguidamente pedirle a Jehová que el fuego los consuma. Pero tras un análisis más sosegado es inevitable llegar a otro tipo de conclusión.
Es dificil, a pesar de lo dicho en el parágrafo previo, señalar acusadoramente a los grupos pop, o al menos a aquellos compuestos de chicos jóvenes que aún no han dejado sus empleos a media jornada. Pónganse en su lugar. Por mucho que algunos se mantengan firmes en su opinión de los festivales como vertedero de la historia, sus sólidos prejuicios se desvanecerán en el aire al contemplar el triángulo mortal Súpercaché-Piscina-Backstage. Nadie es de piedra, y los músicos pop menos.
Tampoco sería justo vilipendiar al público. “Public gets what the public wants”, que decían The Jam, y cada uno tiene sus razones para hacer lo que hace. Criminalizar al usuario festivalero como colectivo maligno es una necedad elitista, una búsqueda de Enemigo Interno que no se sostiene por ninguna parte. Esos niños (o señores, en el caso del Primavera Sound) que circunvalan sin gobierno de escenario en escenario, los bolsillos en ruinas y las mandíbulas pulverizadas, deprimidos y errabundos, no pueden ser todos malos. Algunos han sido engañados. Otros han aceptado el nuevo panorama con resignación. Otros lo prefieren así, por alguna razón que se nos escapa. Pero desde luego ninguno de ellos tiene las manos manchadas por la ejecución sumarísima del concierto pop como lo conocíamos.
Los culpables, ya lo saben, son los organizadores. Ellos sí son los verdugos voluntarios del pop (y últimos beneficiarios de la deriva desde sala reducida a festival que ha efectuado el consumo de música). Si alguien debe dar explicaciones por los desmanes liberales de la escena pop corporativa, por la esponsorización omnipresente, la búsqueda constante de beneficios monetarios en todo y la reducción final de la música a asqueroso negocio, son las empresas organizadoras. Gente con nombres y apellidos y domicilios fiscales.

Así, a modo de conclusión: ¿Ha vencido la Nueva Idea, el Nuevo Orden de Conciertos Pop Movistar? ¿Hay que rendirse a la evidencia estadística de su triunfo arrasador? ¿A la ubicuidad del elogio servil en los media? En cuanto a comentarios en prensa y TV, sólo a unos pocos majaras se les ocurre sugerir el delirio de que quizás, sólo quizás, haya otras formas de presenciar la fabricación de música pop. Formas más baratas, menos centralizadas, menos masificadas, más cercanas y más humanas. Los ejemplos de estas formas alternativas, me duele reconocer, son bien pocos. El festival Faraday de Vilanova i la Geltrú, por ejemplo, es uno, así como lo era el desaparecido Serie B de Pradejón. Festivales que, por su aforo reducido, escaso o nulo protagonismo del spónsor (el Big Brother de los macrofestivales más importantes), cercanía física de los organizadores y grupos, y reducido precio de entrada, convierten el ir a un festival en una experiencia distinta.
Pero si -como sospechamos- estos ejemplos no son más que excepciones de la norma, raras manifestaciones beneficiosas prácticas de una idea que es perniciosa en su acepción universal, lo único que nos queda es reclamar su desaparición. Hacer como si nunca hubiesen existido y volver a formas previas, mejores, nuestras; a conciertos reducidos en Ateneos, espais joves, pequeñas salas independientes, regresar a la autogestión y el amor al pop por sí mismo, sin interferencias de anuncios de automóviles ni cosificación de los fans. Si para conseguir esto hay que aniquilar al festival musical, derribarlo ladrillo a ladrillo y logo corporativo a logo corporativo, así sea.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en la revista Bostezo #3)