9 de jul. 2008

Las incongruencias del nacionalismo lingüístico español en el manifiesto por la lengua común

Recorto y pego de Libro de Notas el comentario más lúcido que hasta ahora hemos leído (y en castellano) sobre la obsesión neo-con castiza con la supuesta persecución del castellano. Muchas cosas podría añadir yo sobre el tema pero es que me hierve demasiado la sangre: ya hablaremos otro día sobre el hecho irrefutable de que las lenguas más minoritarias de esta península estuvieron PROHIBIDAS en su día y de que la gran mayoría de nuestros abuelos no saben ni escribir en un idioma que es el SUYO (ni oficialmente ni polladas de esas, EL QUE APRENDIERON EN CASA DE SUS PROPIOS PADRES). U.

Por Xoán Carlos Lagares

La verdad es que no quería decir nada al respecto, que estos debates lingüísticos los arma el diablo y ya me veo siendo vilipendiado en plaza pública, acusado de traición y felonía (sic), de enemigo de la concordia y de separatista. Pero es que me tiran de la lengua cuando me tiran la lengua común a la cara. Me he leído, de noche, a unos diez mil kilómetros de distancia, de un tirón y sin aliento, el manifiesto en defensa del español producido por un puñado de reputados intelectuales, y aún no me lo creo. No sé si estoy indignado o si se trata de simple y vulgar decepción.

Es como si un pequeño grupo de intelectuales hubiera decidido salir por la tangente, queriendo reventar los resortes de cualquier acuerdo posible en materia lingüística en España. Decir que las ideas formuladas son simplistas y están mal expresadas es quedarse corto, ante lo que parece un ejercicio mediocre de estilo, más propio de hooligans en estado de común excitación que de sesudos intelectuales.

Los autores empiezan reconociendo su preocupación por la situación institucional del idioma castellano en nuestro país en los últimos años. Con esa afirmación encuadran la cuestión en el ámbito de la política lingüística, pues su desazón no procede de una situación social desfavorable para la lengua que se han propuesto defender (la suya, claro), sino de su reconocimiento oficial en el actual marco jurídico. Según sus propias palabras, el idioma goza de una “pujanza envidiable y creciente en el mundo entero, sólo superada por el chino y por el inglés”. Imaginamos que el término “pujanza” hace referencia al número total de hablantes, porque todo el mundo sabe que la situación del chino es muy diferente de la del inglés. La elección de los adjetivos “envidiable” y “creciente” para modificar, calificándolo, al sustantivo “pujanza” merecería un concienzudo análisis psicoanalítico, pero no seré yo quien lo haga en estas pocas y mal trazadas líneas, dada mi ignorancia abisal en esa materia. De cualquier modo, está lanzado el guante para quien quiera recogerlo.

Pero eso no es nada. Lo para mí escandaloso es la torpeza con que los argumentos utilizados se contradicen entre sí y, al mismo tiempo, la disparidad entre estos y las propuestas que más adelante se dirigen a la consideración del Parlamento español.
Veamos. La primera premisa afirma sin rubor que todas las lenguas de España son oficiales, patrimonio cultural compartido y objeto de protección, pero que sólo una de ellas, el castellano, “es oficial en todo el *territorio* nacional” (la cursiva, la negrita y el subrayado son míos). El texto reconoce haber aquí una asimetría legal (aquí el subrayado es de ellos), que no supone ninguna injusticia (y colocan una interrogación, que imagino que quiere decir que les sorprende, o mejor, los deja confusos, como a la espera de explicaciones, que eso le pueda parecer injusto a alguien). Esa asimetría, al cabo, no hace sino elevar el castellano, que es común, a la categoría de lengua política (este subrayado también es de ellos).

Lo que tan confusamente se expone aquí, si se me permite la exégesis, es que al castellano se le aplica en el marco legal español lo que en términos de política lingüística se llama “principio de territorialidad”. Eso quiere decir que se tiene en cuenta el territorio, en este caso, toda España, para reconocer el derecho al beneficio de servicios públicos en castellano, que se considera lengua prioritaria. De ahí que sólo ella goce “del deber constitucional de ser conocida y de la presunción consecuente de que todos la conocen”.

Los términos “común” y “oficial” son usados todo el tiempo indistintamente, como si fueran sinónimos. Ese uso se basa en una creencia, un acto de fe, que consiste en entender que el castellano es lengua oficial por ser lengua común. A mí, que no soy intelectual ni nada y que me tropiezo en las palabras cada vez que me acerco a un teclado, me parece humildemente que lo razonable, lo no fundamentalista, sea cual sea la consecuencia última que extraigamos de ese hecho, es entender esa relación al contrario, el castellano es lengua común por ser lengua oficial. Lo otro supone atribuir mágicas cualidades unionistas a una lengua, provocadoras de espontáneas y libérrimas adhesiones, lo cual constituye, como mínimo, una falsedad histórica, un mito ideológico.

La situación política de las otras lenguas de España es algo más ambigua, una especie de “principio de personalidad” restringido (como dice Ninyoles, perdón), pues se le garantizan al hablante de gallego, catalán y vasco determinados servicios en su lengua. Ese “principio de personalidad” está limitado a las respectivas comunidades autónomas, donde de cualquier modo esas lenguas no son prioritarias, al no contemplarse en la Constitución Española el deber de que todos las conozcan. La cooficialidad sitúa las lenguas autonómicas un paso atrás de la oficialidad.

En relación con esto, la segunda premisa es realmente graciosa, porque afirma que son los ciudadanos los que tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni las lenguas. Una clamorosa obviedad que hasta da vergüenza repetir, aunque últimamente se utilice como si fuera el GRAN ARGUMENTO contra las lenguas periféricas de las Españas. Ni el más cretino de los nacionalistas pretende que se le reconozcan derechos lingüísticos a las montañas, cabos, valles o ríos del territorio que reconoce como propio (aunque sí defienda los nombres que les han dado sus habitantes). También todo el mundo sabe, creo yo, que las lenguas no son objetos materiales, ni seres vivos que puedan venir un día a reclamar sus derechos. Pero es que, como se reconoce sin ambigüedades en la primera premisa del manifiesto, los hablantes ejercen sus derechos, precisamente, EN UN TERRITORIO, y, por tratarse de un instrumento social de comunicación, los ejercen en conjunto con otros hablantes (con los cuales ellos pretenden hablar, es obvio). ¿En qué quedamos? ¿No decían que era el castellano la lengua “oficial en todo el territorio nacional”? Entiéndase bien, TERRITORIO y NACIONAL.

La continuación del razonamiento es simplemente grouchesca, del tipo “la primera parte de la parte contratante, etc.” Los hablantes de las lenguas cooficiales tienen derecho a recibir educación en sus lenguas, pero estas, las lenguas, no tienen derecho a conseguir “coactivamente” hablantes, las muy cabronas, ni a ser prioritarias en la educación, lo que sería un “atropello”, porque la prioridad en todo el *territorio nacional* (sí, la negrita, la cursiva y el subrayado son míos) es del español. Se entiende, claro está, que no “coactivamente”, sino por la gracia de Dios. Según los manifestantes, no se debe adjetivar, ni atribuir acciones ni derechos a las lenguas cooficiales, tal como procede de forma irracional el nacionalismo periférico, pero no hay ningún problema por hacer eso con el castellano, que es crecientemente pujante, además de común y político.

La tercera premisa, y trato de acelerar, que esto se prolonga demasiado, dice que es encomiable que en las comunidades bilingües los ciudadanos sean bilingües (¡viva el razonamiento marxiano!), pero que eso debe ser alentado y no impuesto, pues es “lógico” que los monolingües en castellano quieran conocer de la lengua autonómica sólo “lo suficiente para convivir cortésmente con los demás y disfrutar en lo posible de las manifestaciones culturales en ella”. Como se puede comprobar, la posibilidad de ser “cortés” y de “disfrutar de las manifestaciones culturales” es prerrogativa exclusiva de los monolingües en castellano, que pueden, si quieren, tener la deferencia de conocer algo de la lengua de sus conciudadanos. Luego se reconoce sutilmente, sin decirlo, la existencia de coacciones económicas para el uso del español, cuyo desconocimiento, “daña especialmente las posibilidades laborales o sociales de los más desfavorecidos”. Pero eso no es abusivo, según los intelectuales firmantes, sino todo lo contrario.

Premisa cuatro. El generoso apartado tres del artículo tercero de la Constitución Española, “las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”, ya se ha cumplido. La luminosa y democrática propuesta es que se acaben el respeto y la protección, y que se abra la veda.

Las propuestas a que conducen tales premisas son las siguientes:

1) El castellano es común y oficial en todo el territorio nacional (¿pero eso no era la premisa, como puede ser también la propuesta?, ¿no era eso lo que ya decía la Constitución? ¿Qué puede hacer el Parlamento, subrayar con tinta fosforescente ese artículo de la Carta Magna?).

2) Las lenguas cooficiales autonómicas deben figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades en diversos grados de oferta, pero NUNCA COMO LENGUA VEHICULAR EXCLUSIVA O PRIMORDIAL (¿y dónde quedan los derechos de sus hablantes? ¿No se decía que eran los hablantes y no las lenguas ni los territorios los que tenían derechos? ¿Para qué gastar tanta tinta justificando sus propuestas, si después se pasan las propias premisas por el forro? ¿Es partidario ese grupo de intelectuales de promover un apartheid lingüístico en las comunidades autónomas con lengua propia, defendiendo el monolingüismo militante de sus habitantes y provocando su radical separación en dos comunidades lingüísticas que no se comuniquen?).

3) Para que no se diga que estoy en contra de todo, no me importa reconocer que estoy de acuerdo con la tercera propuesta, que “en las autonomías bilingües, cualquier ciudadano español tiene derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales”. Por ejemplo, que en una comisaría de la policía nacional en Galicia, o en las oficinas de la Delegación del Gobierno, yo tenga derecho a ser atendido en gallego, lo que raramente ocurre.

4) El castellano debe ser omnipresente en todo el territorio (no voy a tocar la misma tecla, ¿no decían que la lengua pertenece a los hablantes y no a los territorios, etcétera, etcétera?).

5) Que nadie nos toque nuestro monolingüismo, que las lenguas cooficiales se queden donde están y que, como aquellas compresas que anunciaban por la tele, no se vean, no se noten, no traspasen.

Y así hasta la incongruencia final. Inmediatamente después del lamentable manifiesto por la lengua común (eso es una tautología, todas las lenguas son comunes, no existen lenguas individuales) de este grupo de intelectuales aparece la palabra “firmas” y entre paréntesis dice “en orden alfabética”. Sólo que el primer firmante es Mario Vargas Llosa, y luego viene José Antonio de la Marina…. ¡Ya me diréis qué orden alfabética es esa!