Pop psicodélico Muere Syd Barret, el visionario ex-líder de Pink Floyd, tras décadas de reclusión.
1. Odio a Pink Floyd. Ya sé, ya sé, no hace falta que me lo digan: A la cola. Odiar al Grupo Más Odiable del Planeta no es la afirmación de autenticidad más aventurada que he hecho. El odio a Pink Floyd es un odio gastado, como odiar la locomotora de vapor, el rapé o a los Carlistas. Pffff. Y sin embargo, es inevitable. ¿Por qué? Supongo que por esa seriedad pedante, por esa trascendencia pirotécnica, por el urticariante The Wall, por ese aburrimiento tan suyo. Un aburrimiento cruel, que hace que a los pocos minutos de escucharles empieces a preguntarte qué pasaría si te hincaras las llaves de la moto en la aorta. La única forma de combatirles es del modo que cuenta Giles Smith en su libro Lost in Music: tras mucho escuchar Dark side of the moon a oscuras, trascendentalmente, un día un amigo suyo decidió poner el colofón al último tema con un hilarante y despeinador pedo. “Apuesto a que nadie que estuvo allí se ha molestado en escuchar Dark side of the moon de nuevo”, afirma Smith. Fijo, fijo.
2. Nada de esto concierne a los otros Pink Floyd, por supuesto, los que lideró el legendario Syd Barrett. Esos son los buenos, si me permiten una afirmación de parvulario. El fallecimiento de Barrett este pasado 7 de julio (tras décadas de conmovedor retiro del mundo; luego les cuento) ha provocado sinfín de revisiones de su obra, y la conclusión de las mismas es que Syd era un genio, y los otros cuatro unos zotes que aún estarían versioneando a Muddy Waters de no ser por él.
Roger Barrett nació en 1946 en Cambridge, en el seno de una familia de clase media. Estudiando allí conoció a David Gilmour –el escurçó negre de esta sórdida historia- y a Roger Waters, futuros miembros de la banda. Ya en la Camberwell Art School de Londres, el recientemente bautizado Syd se unió a una sucesión Spinaltapiana de grupos de R&B con nombres de risa: Sigma 6, The Tea Set y The Abdabs. Sería una encarnación de los últimos (con Rick Wright a los teclados, Nick Mason a la batería y el mencionado Waters al bajo) la que se transformaría en The Pink Floyd Sound. El nombre, si son ustedes acumuladores de trivia pop, viene de la yuxtaposición de dos músicos de blues, Pink Anderson y Floyd Council. Con Syd, el R&B de papel de lija del grupo se transformaría en un nuevo sonido aplicado a canciones propias. Y qué sonido.
Las flors i violes de la historia se acercan. En 1967 The Pink Floyd fichan con EMI, y ese mismo año ve la aparición de tres singles: Arnold Layne, See Emily Play y Apples and Oranges. Los tres son máximos exponentes de lo que sería la psicodelia inglesa, que Barrett inventó casi en solitario: una mezcla de ciencia ficción y cuento infantil, Love y Beatles, pop de cabaret, Kenneth Grahame y Jonathan Swift, efectos espaciales, armonía ácida y acento inglés. Bowie ha declarado siempre que Barrett fue la primera persona que oyó cantar con inconfundible acento británico. Indeed.
Pero dijimos ácido. Hacia esa época, Syd había empezado a cogerle gusto al LSD, una decisión atrevida para alguien de cerebro delicadillo como él. ¿Un ejemplo? Ese mismo año, en una de sus apariciones en el mítico club psicodélico UFO, nuestro hombre se tiró en la cabeza un tubo de brillantina Brylcreem mezclada con tranquilizantes Mandrax para que desde el público pareciese que se le estaba fundiendo el cráneo; lo que es posible que estuviese sucediendo de veras, pero por dentro. Aquel verano, pese a ello, aparece The piper at the gates of dawn, su primer álbum. Si no lo han escuchado nunca, les envidio; pues ese disco suena como nada, y la primera escucha es un verdadero viaje de pop interestelar, un vistazo simultáneo a la infancia y el futuro, construido con las canciones más hermosas y raras del mundo: Lucifer Sam, Pow R. Toc H, Astronomy Domine... O sea, tan solo lean esos títulos.
David Gilmour, al que desde ahora llamaremos simplemente “Esa Rata”, entra como 2º guitarrista a inicios de 1968. En abril, miren ustedes qué coincidencia, Barrett es expulsado de SU grupo. La última canción que compuso para Pink Floyd (Jugband blues) aparecería en ese petardo inhumano que es Saucerful of Secrets, el primer LP post-Syd. El combinado Expulsión + Psicotropía + Psicosis termina por aplastar a Barrett que –esto va a romperles el corazón- continúa presentándose a los conciertos del grupo, sin comprender que ha sido despedido. Con todo, la locura de Syd parece avanzar en progresión paralela a su talento: en 1970 y 1971 graba en solitario The madcap laughs (producido con grandes remordimientos por Esa Rata) y Barrett, dos alterados pero conmovedores discos de pop quebradizo. El periodista Nick Kent dijo de canciones como Effervescent elephant, Octopus o Gigolo aunt que “existían completamente dentro de su propio mundo, como insectos raros o peces exóticos”. Desgraciadamente, en 1981 -prepárense para las lágrimas- tras años de creciente locura, Roger Barrett (sin el Syd) efectúa el viaje final a Cambridge, hacia la casa de su madre. Y -Dios Santo- lo hace a pie. No hay vuelta atrás para su Pynchonada; hasta su muerte este pasado julio, sus únicas apariciones fueron en los siempre delicados tabloides ingleses (“60’S POP STAR IN DEMENTIA SHOCK!”): un señor calvo, panzudito, de mirada abisal, a millas de distancia de aquel seductor flautista Pan de su juventud.
Pero el legado Syd Barrett, reivindicado hoy por cientos de artistas (Robyn Hitchcock, Paul Weller, Julian Cope, Jim Reid de Jesus & Mary Chain y, en resumen, cualquier músico con dos dedos de frente) continúa felizmente en plena vigencia. La pregunta que nos hacía en Dark Globe (“Won’t you miss me, wouldn’t you miss me at all?”), no necesita ya contestación.
Kiko Amat
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 8 de noviembre de 2006)