16 de set. 2005

Catorcephenia 9: El Discómano

Mis discos se multiplican por todas partes como panes y peces bíblicos, y no sé como he llegado a tener tantos. Pero miento; lo sé perfectamente. Mi devoción hacia el gospel del desafino punk, hacia el soul de la América negra, se transmuta en esas toneladas de álbumes que ocupan casa y cabeza por igual.

“¿Qué haces?”, me pregunta Naranja, que sabe de sobras lo que estoy haciendo.
Estoy sentado en el suelo mirando con ojos de Capitán Ahab la estantería Expedit llena de LPs, tratando de decidir cuáles son los prescindibles. Hace unas semanas Naranja –mi novia de calabaza, mi novia de piel mimetizada- decidió que teníamos que mudarnos, y que teníamos que deshacernos de ‘cosas inútiles’ (o sea: mis discos). Traté de postergar el momento de la purga con todo tipo de excusas hasta hoy, en que su mirada de Gremlin colorado me ha dado un par de empujones psíquicos.
“¿O es que no quieres mudarte?”, me espeta.
“Mudarme me hace tanta ilusión” -como extirparme un testículo con una cuchara de servir helados- “como a ti y lo sabes”, le digo con cara de Heidi. Decidir qué discos van a irse me hace sentir cruel como un doctor de las SS seleccionando a los que van a ser gaseados.
“No necesitas tantos discos”, me dice, acercándose a la estantería. Saca uno al azar y lo sostiene como si fuese un plato sopero lleno de vómito. “Éste, por ejemplo. ¿Lo necesitas de verdad?”.
“Cógelo bien, por favor”, le suplico.
Ella desliza el vinilo fuera de la funda y mira el sello con ojos de diseccionar ratas peludas y gordas. “¿Por qué lo necesitas tanto?”, pregunta. “¿Qué es esto?”
“Cógelo bien, por Dios” suplico por segunda vez. “Esto, como tu lo llamas, es un LP de un grupo rarísimo de pop inglés de los sesenta llamado The Koobas. Amo este disco. Lo amo con una devoción que sólo las madres de mamíferos tienen hacia sus cachorros”.
“Seguro que es una brasa”, me responde.
“Seguro. ¿Puedes cogerlo bien, por el amor de Cristo?”
Naranja lo deja caer sobre mis manos como si fuese una patata caliente. “Tiene pinta de ser una brasa”, finaliza.
Lo que Naranja define como brasa es, en realidad, un complejo universo a cuyo alrededor doy vueltas como un Sputnik de la obsesividad. Esos miles de discos son lo más importante del mundo para mí; desde luego más importantes que personas humanas. El enloquecido amor hacia esos discos es un club privado en el que, como decía Jonathan Lethem, nunca sabrás si tu solicitud ha sido rechazada. Mi beligerancia absoluta al hablar de ellos me separa de todos aquellos aficionados a los que sólo les ‘gusta’ la música. Lo que yo sufro es una obcecación inhumana, un destino, un ansia maligna. Al igual que el Roquentin de ‘La Náusea’, al igual que el anónimo protagonista del ‘Principiantes’ de McInnes, sólo esos discos me dan la paz y la excitación alternadas que mi alma reclama a aullidos. Nada es más importante que esos discos; esos discos, en pocas palabras, son yo.
“Qué tontería. Tú eres tú”, responde Naranja, que ha vuelto para encontrarme a punto de sollozar. “A ver, ¿de qué has decidido deshacerte?”
Le señalo un disco solitario, alejado de mis montones. “De ése”.
Naranja se agacha para recogerlo, y veo el vapor saliendo de sus orejas. “Pero si este disco es mío”, me dice.
“Mío, desde luego, no es”.
Kiko Amat

(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 31 de agosto del 2005)