Tony (James Fox) es un pijo inglés. Un pijazo pomposo y malcriado, incapaz de prepararse un huevo frito y que nació con media panadería bajo el brazo. Barrett (Dirk Bogarde), por otra parte, es un pieza. Un criado-mayordomo servil pero sutilmente insolente que entra al servicio del primero. El sirviente describe la forma en que se corrompe la relación entre ambos, en una creciente podredumbre conyugal orquestada con subterfugios por Barrett, quien para entretenerse y atizar el fuego de su rabia de clase no deja de practicar juegos jode-mentes con el memo de su amo. Entre ellos está el incorporar al servicio de la casa a su “hermana” Vera (Sarah Miles) -atención: vienen spoilers- quien al final no es su hermana sino su amante, y quien termina beneficiándose también a un confuso Tony, situado en un triángulo amoroso-pestilente que ríete tú de las novelas de Shena Mackay. Tony, al descubrirlo, pone de patitas en la calle a Barrett y a su “hermana”. Pero entonces Vera deja a Barrett, y Tony (abandonado a su vez por su prometida Susan) readmite al ponzoñoso criado, inaugurando una nueva fase en la que ambos juegan a la destrucción mutua con renovadas fuerzas. La cosa termina fatal, como se imaginan.
Considerando este argumento, es lícito preguntarse si El sirviente es un sulfúrico comentario sobre la lucha de clases y la necesidad de dominación de un hombre por otro o “va de un hombre y su criado”, como se dice que comentó Harold Pinter, su guionista. Cuando nació como noveleta en 1948 de la pluma de Robin Maugham (sobrino de Somerset) era más bien lo segundo, pero Joseph Losey contrató al dramaturgo -entonces pre-laureado, y quizás el autor de teatro con peor fama del Reino Unido- para hacer el script. Pinter lo hizo con tenazas y aguarrás, dejando tan sólo la más mínima expresión de la estructura original. En aquella, el mayordomo Barrett parecía la caricatura de uno de los Doce Sabios de Sión, pues Maugham le pintaba antisemíticamente como “un pez con los labios pintados”, describía su apariencia y voz como “aceitosas” e insinuaba -utilizando otras palabras- que su peor defecto era no ser de clase alta. Harold Pinter agarró todo esto y lo cercenó una y otra vez con su espada triunfadora, transformando mágicamente la obra en una suerte de glosa del “socialismo espontáneo” (como dijo David Caute, biógrafo de Losey).
Con todo, El sirviente no contiene traza alguna de panfletarismo, pues Losey -sin ser un sucio delator como Elia Kazan- era el menos rebotado de los americanos damnificados por la Caza de Brujas (firmó decenas de voluntarios affidávits en los que se autoexculpaba de cualquier conexión izquierdosa). A Losey lo que le interesaba era describir “la destructividad que provoca el intentar vivir bajo estándares obsoletos y falsos... Este es un filme sobre gente para quien el servilismo es una forma de vida”. Por ello, aunque el guión era de Pinter y muchas de las escenas contenían toques sugeridos por el director (en una colaboración idílico-laudatoria entre ambos que el obsesivo Losey no volvería a conseguir junto a nadie), fue Dirk Bogarde quien se llevó el gato (bolchevique) al agua. Son sus gestos de contenida irritación proletaria, su malévolo deambular alrededor del amo, sus expresiones de asco sonriente las que le dan a Barrett ese toque ai uix. Bogarde admitió en una entrevista para la revista Isis que se había metido en el papel de Barrett como si “llevase una cremallera en la espalda”. Y Harold Pinter añadiría que la constante intención carroñera de Barrett no estaba en su guión, donde las acciones del criado respondían más a un espontánea manifestación de hartazgo que a una planificada campaña de terror. Es decir, que una parte del espíritu del sirviente se debe en exclusiva a Bogarde: no hay más que ver la tensión muscular asesina que soporta su mandíbula durante la entrevista de trabajo con el señorito Tony para darse cuenta de que Barrett ya está conteniendo su ira anti-patrón. Y sólo han pasado tres minutos desde los créditos de inicio.
El sirviente triunfó en toda Europa a su estreno en 1963, le devolvió a Losey el prestigio perdido en Estados Unidos y no tuvo más que críticas celestiales en Inglaterra, donde sólo perdió el premio a Mejor Película de la SFTA porque ese mismo año también estaban nominadas (agárrense) Tom Jones (Tom Richardson), Billy Liar (John Schlesinger) y This Sporting life (Lindsay Anderson). 1963 debió ser un gran año para ir al cine.
Kiko Amat
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 30 de septiembre de 2009 con ocasión del ciclo Joseph Losey en la Filmoteca de la Generalitat)
10 de nov. 2009
Divino fracaso
Novela El desvergonzado satirista inglés Tibor Fischer publica su quinta novela sobre un impersonator de Dios en Miami
Estoy aún en la página 26 de la nueva novela de Tibor Fischer cuando me doy cuenta de que me lo estoy pasando en grande. Enganchado como un molusco a una roca, nada puede distraerme; caen balcones y pianos con crashes variados a mi alrededor. Hacia la página 28 ya me estoy tronchando, de aquella manera por la que uno sólo puede palmearse la rodilla y gesticular No con la otra mano, mientras intenta en vano recobrar el aliento y sus amigos corren a buscar ayuda médica.
La verdad, no sé de qué me sorprendo. Me he leído todo lo que ha publicado Tibor Fischer -me leería su lista de la compra y los post-its del espejo del WC, si los dejase a mi alcance- y siempre ha sucedido lo mismo. Fischer es un mago del humor, del ritmo y del desastre peripatético. Al contrario que muchos otros escritores ingleses, que abandonaron la risa cuando empezaron a notar el calorcillo del prestigio académico, TB se ha mantenido aferrado a ella novela tras novela.
Y es que su imaginación y descaro parecen inagotables. Fischer escribe como si nadie le hubiera enseñado qué puede y no puede hacerse, elucubrando sobre temas que le parecen divertidos, sin cortarse un pelo sobre su posible falta de gravedad. En Bajo el culo del sapo contaba las aventuras de dos jugadores de básquet húngaros hacia el final de la IIª Guerra Mundial. Filosofía a mano armada iba de un gang de atracadores formado por un profesor de filosofía borrachín y un ladrón de un sólo brazo. En El Coleccionista de coleccionistas el protagonista era un jarrón Sumerio de 5000 años. Y Viaje al fondo de la habitación cuenta las aventuras de una moza que (como una moderna Des Esseintes) ha decidido no salir jamás de su casa y viajar de puertas adentro. Y ustedes se preguntarán: ¿De qué va la próxima? ¿Un torero a quien le crece un velocirraptor en una nalga? ¿Una banda de teddyboys siameses que sólo pueden desplazarse haciendo la conga? Pues no, pero casi.
Quién fuera Dios habla de Tyndale Corbett, un agente comercial cuarentón, divorciado, en la ruina y hecho una piltrafa. Un día decide suplantar a un colega suyo e irse a una convención en Miami, terminando con una vida de honradez, educación y acatamiento de normas. El nuevo Tyndale es una bestia malherida, pero dispuesta a todo: la furia hacia la imbecilidad mundial y el resentimiento por los triunfadores (Tyndale es un gafe tremendo) brotan a borbotones de su Yo. Finalmente, Tyndale urde un plan para hacerse pasar por Dios en el marco de la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado. Un loco suelto en una ciudad sin ley.
Fischer sazona el periplo de Tyndale con una galeria de coloridos secundarios: Dave el Desaprensivo (un dealer que adivina los gustos de la gente), Gamay y Muscat (dos cenutrios Diyéis convertidos a matones), el feísimo Napalm (“parece una lesbiana de doce años. Una lesbiana que le hubiese robado las barbas a un fornido lobo de mar”) y otros. Y, aunque uno se mata de risa en el proceso, nada de esto es banal: como todos los grandes satiristas, TB utiliza a esta panda de acabaos para reflexionar sobre la pereza y el esfuerzo, la mala suerte, la disciplina y la dejadez, la feura y la belleza. Fischer habla de cosas serias, pero pintándolas con cachondeo cáustico. Algunos fragmentos se leen incluso como una especie de enloquecido Zen, como cuando Tyndale se come un sabroso bocata de pollo y salta a barruntar sobre el valor, la esperanza y la fé. Parábolas chaladas para fracasados terminales, como si Juan Bautista sermoneara medio drogado a una audiencia de eunucos.
Quién fuera Dios no se lee: se engulle. Su ritmo, sus frases corrosivas (“No tiene gran mérito que los imbéciles te admiren, pero resulta agradable, como una suave brisa”, o “Hay ciertas cosas que no le convienen a uno, y punto: la cocaína, la absenta, las imagenes de tortura y la honradez”), su espíritu esperpéntico, les convertirán a ustedes en fans de inmediato. A no ser que lo sean ya de Martin Amis y el novelón como Gran Obra Metafísica; entonces van a odiar a Fischer. Pero tranquilos: TB odia a su vez las novelas de Amis, y es famoso por haberle hecho a Perro callejero la crítica más orgiasticamente letal de la década. Si ya han decidido de qué lado están, yo les doy oficialmente la bienvenida al loco mundo de Tibor Fischer. Cómo se lo van a pasar, criaturas.
Kiko Amat
Quién fuera Dios
Tibor Fischer
Tusquets Editores
289 págs.
Traducción de Victoria Alonso Blanco
(Artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 14 de octubre de 2009)
Estoy aún en la página 26 de la nueva novela de Tibor Fischer cuando me doy cuenta de que me lo estoy pasando en grande. Enganchado como un molusco a una roca, nada puede distraerme; caen balcones y pianos con crashes variados a mi alrededor. Hacia la página 28 ya me estoy tronchando, de aquella manera por la que uno sólo puede palmearse la rodilla y gesticular No con la otra mano, mientras intenta en vano recobrar el aliento y sus amigos corren a buscar ayuda médica.
La verdad, no sé de qué me sorprendo. Me he leído todo lo que ha publicado Tibor Fischer -me leería su lista de la compra y los post-its del espejo del WC, si los dejase a mi alcance- y siempre ha sucedido lo mismo. Fischer es un mago del humor, del ritmo y del desastre peripatético. Al contrario que muchos otros escritores ingleses, que abandonaron la risa cuando empezaron a notar el calorcillo del prestigio académico, TB se ha mantenido aferrado a ella novela tras novela.
Y es que su imaginación y descaro parecen inagotables. Fischer escribe como si nadie le hubiera enseñado qué puede y no puede hacerse, elucubrando sobre temas que le parecen divertidos, sin cortarse un pelo sobre su posible falta de gravedad. En Bajo el culo del sapo contaba las aventuras de dos jugadores de básquet húngaros hacia el final de la IIª Guerra Mundial. Filosofía a mano armada iba de un gang de atracadores formado por un profesor de filosofía borrachín y un ladrón de un sólo brazo. En El Coleccionista de coleccionistas el protagonista era un jarrón Sumerio de 5000 años. Y Viaje al fondo de la habitación cuenta las aventuras de una moza que (como una moderna Des Esseintes) ha decidido no salir jamás de su casa y viajar de puertas adentro. Y ustedes se preguntarán: ¿De qué va la próxima? ¿Un torero a quien le crece un velocirraptor en una nalga? ¿Una banda de teddyboys siameses que sólo pueden desplazarse haciendo la conga? Pues no, pero casi.
Quién fuera Dios habla de Tyndale Corbett, un agente comercial cuarentón, divorciado, en la ruina y hecho una piltrafa. Un día decide suplantar a un colega suyo e irse a una convención en Miami, terminando con una vida de honradez, educación y acatamiento de normas. El nuevo Tyndale es una bestia malherida, pero dispuesta a todo: la furia hacia la imbecilidad mundial y el resentimiento por los triunfadores (Tyndale es un gafe tremendo) brotan a borbotones de su Yo. Finalmente, Tyndale urde un plan para hacerse pasar por Dios en el marco de la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado. Un loco suelto en una ciudad sin ley.
Fischer sazona el periplo de Tyndale con una galeria de coloridos secundarios: Dave el Desaprensivo (un dealer que adivina los gustos de la gente), Gamay y Muscat (dos cenutrios Diyéis convertidos a matones), el feísimo Napalm (“parece una lesbiana de doce años. Una lesbiana que le hubiese robado las barbas a un fornido lobo de mar”) y otros. Y, aunque uno se mata de risa en el proceso, nada de esto es banal: como todos los grandes satiristas, TB utiliza a esta panda de acabaos para reflexionar sobre la pereza y el esfuerzo, la mala suerte, la disciplina y la dejadez, la feura y la belleza. Fischer habla de cosas serias, pero pintándolas con cachondeo cáustico. Algunos fragmentos se leen incluso como una especie de enloquecido Zen, como cuando Tyndale se come un sabroso bocata de pollo y salta a barruntar sobre el valor, la esperanza y la fé. Parábolas chaladas para fracasados terminales, como si Juan Bautista sermoneara medio drogado a una audiencia de eunucos.
Quién fuera Dios no se lee: se engulle. Su ritmo, sus frases corrosivas (“No tiene gran mérito que los imbéciles te admiren, pero resulta agradable, como una suave brisa”, o “Hay ciertas cosas que no le convienen a uno, y punto: la cocaína, la absenta, las imagenes de tortura y la honradez”), su espíritu esperpéntico, les convertirán a ustedes en fans de inmediato. A no ser que lo sean ya de Martin Amis y el novelón como Gran Obra Metafísica; entonces van a odiar a Fischer. Pero tranquilos: TB odia a su vez las novelas de Amis, y es famoso por haberle hecho a Perro callejero la crítica más orgiasticamente letal de la década. Si ya han decidido de qué lado están, yo les doy oficialmente la bienvenida al loco mundo de Tibor Fischer. Cómo se lo van a pasar, criaturas.
Kiko Amat
Quién fuera Dios
Tibor Fischer
Tusquets Editores
289 págs.
Traducción de Victoria Alonso Blanco
(Artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 14 de octubre de 2009)
Nick Cave: Sordidez a domicilio
Cuando la disciplina de un artista vean cambiar, pongan su vergüenza ajena a remojar. O, dicho sin ripio: casi siempre que un creador ha querido dar un salto tránsfuga y pasarse a otro arte, la cosa ha acabado en lágrimas. Especialmente cuando son músicos con pretensiones literarias. Muy pocos han conseguido algo que no sea una curiosidad-con-firma porque, simplemente, escribir canciones y escribir novelas son dos actos creativos que no se parecen en nada.
Dicho esto, los defensores de tal axioma nos hemos llevado un buen chasco este 2009 con La muerte de Bunny Munro, de Nick Cave. Superada ya la fase de mimetismo principiante que exhibía en su debut And the ass saw the angel, Cave ha encontrado al fin su voz. Y su voz es una carraspera de resaca atroz con aliento insecticida que acarrea efluvios de total sordidez: costras de semen fosilizado, niños no amados y mujeres suicidándose en batín.
Por todo ello muchos críticos ingleses, al enfrentarse con la novela, han dicho “it’s too much”. Demasiado patetismo, tajadas, cocaína y cópulas deprimentes. Esos críticos, por supuesto, son una pandilla de mojigatos. Y, aunque es cierto que en Bunny Munro hay un montón de todas esas cosas, y que es un libro asqueante y deprimente, nadie dijo que estuviésemos en esto para pasarlo bien. Bunny Munro acarrea una consistente carga de dañina verdad, aunque toca puntualizar que no es la verdad de Cave; desde su publicación, el músico no ha dejado de manifestarse en contra de Bukowski y la narrativa confesional, e insiste en que esto no está basado en su experiencia. A lo que nosotros solo podemos responder: Gracias a Dios. De no ser así ya estaríamos llamando a los loqueros.
La muerte de Bunny Munro es la historia del pichabrava del mismo nombre. Un representante de productos de belleza “vencido por los fantasmas de su propio dolor”, más misógino que un franciscano del año mil y con una pasión por la taja atómica que hace que Henry Chinaski parezca un amish. A Bunny acaba de suicidársele la mujer (por culpa de sus frecuentes cornadas), y decide echarse a la carretera, hacia los domicilios de varias posibles clientas-affaires en la costa sur inglesa. Ese periplo lo hará acompañado de su hijo de nueve años Bunny Jr., quien espera en el coche mientras Munro culmina sus sórdidos asuntos.
Así que ya ven. Este es su protagonista: una basura de hombre, para qué negarlo. Por otra parte, algunos de los libros más adictivos del siglo XX se centraban en la figura del basura cirrótico (pienso en Dinero de Amis), así que eso no cuenta como handicap. Y además, Munro no es tan despreciable; es sólo que sabe que es incapaz de amar, y eso le tortura, y esa tortura sólo puede aliviarse con sexo barato y güisky peor. Cuando el pobre Bunny piensa en su “trágica y lamentable” vida, cuando rememora a su mujer y el nacimiento de su hijo (“era demasiado amor”), no vemos a un Rasputín miserable, sino a un infeliz presa de sus demonios. Alguien que desconoce el cariño, y lo suple con algo que se le parece atávicamente: el polvo deslucido y triste.
Toda la novela es un descenso al Hades, lo sabemos desde el título: Munro va a acabar mal y cada capítulo es un nuevo escalón de indignidad, miseria, alucinaciones y resacas suicidas hacia la redención final. Los únicos alivios que encontramos son el ocasional humor negrísimo que exhibe Cave y la dulce figura del hijo, todavía incondicional de ese charlatán ridículo que es su padre. Y ambas cosas hacen de La muerte de Bunny Munro un libro aún más terrible y magnífico. Hubert Selby Jr. lo habría celebrado.
Kiko Amat
NICK CAVE
La muerte de Bunny Munro
Papel de Liar
Trad. de Miquel Izquierdo
237 págs.
La mort d’en Bunny Munro
Empúries
Trad. de David Fernández
271 págs.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 21 de octubre del 2009)
Dicho esto, los defensores de tal axioma nos hemos llevado un buen chasco este 2009 con La muerte de Bunny Munro, de Nick Cave. Superada ya la fase de mimetismo principiante que exhibía en su debut And the ass saw the angel, Cave ha encontrado al fin su voz. Y su voz es una carraspera de resaca atroz con aliento insecticida que acarrea efluvios de total sordidez: costras de semen fosilizado, niños no amados y mujeres suicidándose en batín.
Por todo ello muchos críticos ingleses, al enfrentarse con la novela, han dicho “it’s too much”. Demasiado patetismo, tajadas, cocaína y cópulas deprimentes. Esos críticos, por supuesto, son una pandilla de mojigatos. Y, aunque es cierto que en Bunny Munro hay un montón de todas esas cosas, y que es un libro asqueante y deprimente, nadie dijo que estuviésemos en esto para pasarlo bien. Bunny Munro acarrea una consistente carga de dañina verdad, aunque toca puntualizar que no es la verdad de Cave; desde su publicación, el músico no ha dejado de manifestarse en contra de Bukowski y la narrativa confesional, e insiste en que esto no está basado en su experiencia. A lo que nosotros solo podemos responder: Gracias a Dios. De no ser así ya estaríamos llamando a los loqueros.
La muerte de Bunny Munro es la historia del pichabrava del mismo nombre. Un representante de productos de belleza “vencido por los fantasmas de su propio dolor”, más misógino que un franciscano del año mil y con una pasión por la taja atómica que hace que Henry Chinaski parezca un amish. A Bunny acaba de suicidársele la mujer (por culpa de sus frecuentes cornadas), y decide echarse a la carretera, hacia los domicilios de varias posibles clientas-affaires en la costa sur inglesa. Ese periplo lo hará acompañado de su hijo de nueve años Bunny Jr., quien espera en el coche mientras Munro culmina sus sórdidos asuntos.
Así que ya ven. Este es su protagonista: una basura de hombre, para qué negarlo. Por otra parte, algunos de los libros más adictivos del siglo XX se centraban en la figura del basura cirrótico (pienso en Dinero de Amis), así que eso no cuenta como handicap. Y además, Munro no es tan despreciable; es sólo que sabe que es incapaz de amar, y eso le tortura, y esa tortura sólo puede aliviarse con sexo barato y güisky peor. Cuando el pobre Bunny piensa en su “trágica y lamentable” vida, cuando rememora a su mujer y el nacimiento de su hijo (“era demasiado amor”), no vemos a un Rasputín miserable, sino a un infeliz presa de sus demonios. Alguien que desconoce el cariño, y lo suple con algo que se le parece atávicamente: el polvo deslucido y triste.
Toda la novela es un descenso al Hades, lo sabemos desde el título: Munro va a acabar mal y cada capítulo es un nuevo escalón de indignidad, miseria, alucinaciones y resacas suicidas hacia la redención final. Los únicos alivios que encontramos son el ocasional humor negrísimo que exhibe Cave y la dulce figura del hijo, todavía incondicional de ese charlatán ridículo que es su padre. Y ambas cosas hacen de La muerte de Bunny Munro un libro aún más terrible y magnífico. Hubert Selby Jr. lo habría celebrado.
Kiko Amat
NICK CAVE
La muerte de Bunny Munro
Papel de Liar
Trad. de Miquel Izquierdo
237 págs.
La mort d’en Bunny Munro
Empúries
Trad. de David Fernández
271 págs.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 21 de octubre del 2009)
Jonathan Coe: Recuperando Shropshire
En su nueva novela, Jonathan Coe (1961) deja de lado a nerds de los 70’s y tories de los 80’s, olvida luchas sindicales y aparca el humor de sus anteriores libros. La lluvia antes de caer, con su trama construida a partir de fotografías antiguas, su ambientación en la Inglaterra rural de los ‘50 y su sólida carga de melancolía, puede parecer un cambio de rumbo. Pero si se la mira de cerca sigue tejida con clásicos temas Coe: el pasado y cómo nos explica, la conciencia de la propia historia... Y la música, claro.
Jonathan Coe es un comedido, pulcro, culto e ingenioso narrador middle class que ni es callejero como Irvine Welsh ni -por fortuna- pretende aparentarlo; su artesanía y modales le asemejan más a narradores de los 50 como Kingsley Amis (el de Lucky Jim) o Keith Waterhouse que a otros ex-jóvenes del “dream team” británico de los 80’s como Kureishi o Nick Hornby. Coe es un narrador finísimo, versado en cultura pop y elegante domeñador del lenguaje y el diálogo, a quien yo había aparcado en el cajón de “Grandes tramas / Novelas Devorables” pero también “Poco Subrayables”. Esto quería decir que lo importante de sus trabajos era lo que sucedía y cómo estaba construido, no la expresión memorable de las emociones. Hasta hoy.
Si uno logra superar la falta de ironía y wit inglés de la novela -marca de fábrica de anteriores trabajos- se dará cuenta que está ante el que quizás sea el mejor trabajo de Coe. Una impresionante y poética pieza hecha de todo aquello que es importante: el deja vú, la coincidencia, los amigos perdidos, la familia, el pasado amenazante, las historias familiares ocultas y las películas de Michael Powell.
Coe, por razones que no alcanzo a explicar, aún no es muy conocido en nuestro país; y eso que Anagrama ha publicado fiel y puntualmente casi toda su producción narrativa. Aunque duela admitirlo, lo cierto es que un escritor excepcional como Coe es mucho menos leído aquí que célebres (e intocables) brasas ingleses como Salman Rushdie o Martin “Creo que soy Dios” Amis. Por eso confío en que, tras leer esta entrevista, todos ustedes hagan algo para paliar esta situación y pongan a Coe en el lugar que siempre ha merecido. Lean su libro y lloren; porque, no se engañen, van a llorar.
Uno de los temas del libro es el pasado y cómo nos moldea. Cómo las “fuerzas que nos hicieron” son más poderosas que el ADN que acarreamos.
Escribo tanto sobre el pasado porque en todas mis novelas busco desentrañar los enigmas del libre albedrío y la predestinación. Está claro que controlamos las decisiones que tomamos en nuestras vidas, pero esas decisiones tienen que realizarse en un contexto sobre el que no tenemos control. Trato de mirar a individuos en momentos muy específicos -a menudo cruciales- de sus vidas, y preguntarme: “¿Cómo llegaron aquí? ¿Podrían haber salido las cosas de otro modo?”. Al final te das cuenta de que ambos, el ADN que acarreamos y las demás “fuerzas (históricas) que nos hicieron”, son responsables en igual medida; incluso si la relación entre ellas es contradictoria.
Existen lugares que, como el Shropshire de la novela, poseen una “resonancia sobrenatural”. Y que imágenes que estaban “enterradas en nuestra conciencia” nos llevan directamente al pasado. La importancia de los lugares físicos: algunos no cambian jamás, otros sí. Otros poseen el contradictorio atributo de resultar a la vez familiares y de otro mundo. Hay algo casi místico en todo esto.
Sí, quise escribir sobre Shropshire porque, a pesar de ser uno de los lugares más mágicos, extraños y hermosos del Reino Unido, no es muy conocido. Mis abuelos vivían allí, y mis recuerdos del lugar son particularmente poderosos. La palabra “místico” es peligrosa, pero es innegable que, según envejezco, la vida parece cada vez más misteriosa e inexplicable; y son esos misterios los que trato de capturar en mis libros. Esta tendencia me está alejando del tipo de literatura que hacía en libros como ¡Menudo reparto!, por ejemplo, donde el modo imperante era la sátira y la novela entera estaba basada en certezas juveniles sobre asuntos políticos. Ya no tengo acceso a esa certeza.
Siempre te ha interesado el poder de la imaginería: de las fotografías, o de los fotogramas (como en ¡Menudo reparto!). Pero aquí dices “Qué cosa más engañosa es una foto”. Parece que hayas llegado a la conclusión de que uno no puede fiarse de las imágenes.
Creo que tenemos que establecer una distinción muy importante entre una fotografía -que es sobre lo que se basa La lluvia...- y una película. Un filme es una construcción narrativa, el producto de la interacción entre varios temperamentos creativos, y por tanto puede considerarse honesta o deshonesta dependiendo de si, debajo de todos sus trucos de ficción, dice algo emocionalmente verdadero o no. Una foto, por el contrario, es algo esencialmente engañoso porque pretende capturar algo (un momento) basándose en el cual el espectador será capaz de deducir todo tipo de hechos que pueden ser falsos. El ejemplo más obvio es cuando alguien concluye que, porque la gente sonríe en las fotografías, hay que suponer que eran felices en aquel momento.
Coincidencias y pautas: ¿Existe una estructura predefinida en las cosas que suceden, como tu personaje Gill está a punto de descubrir (y olvidar inmediatamente después)? ¿O es todo cuestión de puro azar?
No lo sé. Escribo novelas para descubrir lo que pienso sobre cuestiones como ésta. El día que lo averigüe, dejaré de escribir novelas.
Explícanos, si no te importa, cómo te vino la idea del argumento. No me refiero a los grandes conceptos subyacentes sino a los detalles prácticos: la historia de la familia, la estructura en fotografías, el ángulo lésbico, el tema del maltrato...
Lo de mirar fotografías me vino por mis hijas. Hace unos cuatro años, cuando mi hija mayor tenía siete, pasamos por una larga fase de mirar viejos álbumes familiares en casa de mis padres. Mi hija estaba completamente fascinada por esas fotos, y quería saberlo todo: dónde se tomaron, quién era toda esa gente, cual era la ocasión que se celebraba, etcétera. Me di cuenta de que, cuando le intentaba explicar todo aquello, no estaba únicamente describiendo fotografías; estaba empezando a contar historias. Las dos actividades -descripción visual y narración- se convirtieron en una sola. Allí me di cuenta de que podría escribirse una novela de este modo. Hice lesbiana a Rosamond porque quería que fuese una marginada respecto a la familia nuclear convencional; alguien que es una mera espectadora, anhelante y ansiosa, excluida por su propia sexualidad y por la moral de la época (los 50’s). El “maltrato” (que en la novela es casi por completo emocional, aunque no por ello menos dañino) se convirtió en uno de los pilares de la acción porque conozco a gente que lo ha sufrido a manos de sus padres -creo que es algo muy común- y quería dar a conocer su experiencia.
A mitad del libro pensé que ésta sería tu primera novela sin música, y justo entonces aparece “Bailero”. Y además están las dos notas iniciales sobre Michael Gibbs y Theo Travis.
Al principio no quería que apareciese nada de música. Quería que fuese distinta de las otras en ese sentido. Pero muchas de las ideas para el libro me vinieron hace años, a mediados de los 80’s, cuando acababa de descubrir “Bailero”; esa canción significa mucho para mí, así que decidí incluirla. La canción de Michael Gibbs (“The rain before it falls”) es deliciosa, pero he que admitir que fue su título lo que me inspiró (¡y que robé!) más que la melodía. Mientras estaba escribiendo el libro escuché mucho el disco Slow life del flautista Theo Travis, así que si los lectores desean escuchar la “banda sonora” del libro, ese es el álbum que tienen que conseguir.
Te dejo con una coincidencia. Las referencias a un pasado perdido y la idea de que una imagen puede trasportarte allí se parecen mucho a las de la canción “Losing Haringay” de The Clientele. ¿La conoces?
Sí, conozco bien a The Clientele porque mi buen amigo Louis Philippe escribió los arreglos de cuerda para el disco God save The Clientele. La letra de ese monólogo, tienes razón, posee un curioso parecido con los temas de La lluvia... y con mi trabajo en general.
EL NUEVO
La lluvia antes de caer (2009) Anagrama
¿Cómo puede ser bueno un libro de tan mal recomendar? “Es una saga familiar contada con la voz de una anciana que va mirando fotos, la mayoría de ellas de la Inglaterra rural de los años cincuen... ¡Eh, vuelvan aquí!”. Se lo cuento: con una carga de emoción tan potente y profunda, con una voz tan serena, que le llega a uno al alma. Esta es la historia de la familia de Rosamund, grabada en un cassette para sus herederos. En ella hay misterios, traiciones, lesbianismo encubierto, familiares desaparecidos y, sobretodo, pureza emocional. Una novela, en estilo e intención, insuperable.
UNO DE LOS PRIMEROS
Los enanos de la muerte (1990) Zoela / Fundación José Manuel Lara
Ya se intuía madera, ahí. Definido justamente como “thriller musical”, Los enanos de la muerte gira entorno a un músico de jazz que presencia un asesinato, así que ya se imaginan. Está plagado de referencias pop (citas de Morrissey al inicio de cada capítulo, sin ir más lejos), asuntos de drogas y un single rarísimo del grupo minusválido-punk The Dwarves of Death. Fresco, breve (no pasa de las 190 páginas) y casi un manual para escritores noveles.
MI HIT
El club de los canallas (2001) Anagrama
Mucha gente considera a ¡Menudo reparto! la cima de Coe, pero yo siempre he preferido éste. Los libros sobre ritos de pasaje de niños ingleses nunca fallan, y éste es uno de los mejores. Y está ambientado en los 70’s, con todo lo que ello conlleva (punk, prog, National Front, sindicalismo combativo y otras convulsiones de la época). Y el protagonista, Benjamin Trotter, es un lerdo emocional adolescente que les enamorará y exasperará a partes iguales
Kiko Amat
(Entrevista publicada anteriormente en el número de octubre de la revista Rockdelux)
Jonathan Coe es un comedido, pulcro, culto e ingenioso narrador middle class que ni es callejero como Irvine Welsh ni -por fortuna- pretende aparentarlo; su artesanía y modales le asemejan más a narradores de los 50 como Kingsley Amis (el de Lucky Jim) o Keith Waterhouse que a otros ex-jóvenes del “dream team” británico de los 80’s como Kureishi o Nick Hornby. Coe es un narrador finísimo, versado en cultura pop y elegante domeñador del lenguaje y el diálogo, a quien yo había aparcado en el cajón de “Grandes tramas / Novelas Devorables” pero también “Poco Subrayables”. Esto quería decir que lo importante de sus trabajos era lo que sucedía y cómo estaba construido, no la expresión memorable de las emociones. Hasta hoy.
Si uno logra superar la falta de ironía y wit inglés de la novela -marca de fábrica de anteriores trabajos- se dará cuenta que está ante el que quizás sea el mejor trabajo de Coe. Una impresionante y poética pieza hecha de todo aquello que es importante: el deja vú, la coincidencia, los amigos perdidos, la familia, el pasado amenazante, las historias familiares ocultas y las películas de Michael Powell.
Coe, por razones que no alcanzo a explicar, aún no es muy conocido en nuestro país; y eso que Anagrama ha publicado fiel y puntualmente casi toda su producción narrativa. Aunque duela admitirlo, lo cierto es que un escritor excepcional como Coe es mucho menos leído aquí que célebres (e intocables) brasas ingleses como Salman Rushdie o Martin “Creo que soy Dios” Amis. Por eso confío en que, tras leer esta entrevista, todos ustedes hagan algo para paliar esta situación y pongan a Coe en el lugar que siempre ha merecido. Lean su libro y lloren; porque, no se engañen, van a llorar.
Uno de los temas del libro es el pasado y cómo nos moldea. Cómo las “fuerzas que nos hicieron” son más poderosas que el ADN que acarreamos.
Escribo tanto sobre el pasado porque en todas mis novelas busco desentrañar los enigmas del libre albedrío y la predestinación. Está claro que controlamos las decisiones que tomamos en nuestras vidas, pero esas decisiones tienen que realizarse en un contexto sobre el que no tenemos control. Trato de mirar a individuos en momentos muy específicos -a menudo cruciales- de sus vidas, y preguntarme: “¿Cómo llegaron aquí? ¿Podrían haber salido las cosas de otro modo?”. Al final te das cuenta de que ambos, el ADN que acarreamos y las demás “fuerzas (históricas) que nos hicieron”, son responsables en igual medida; incluso si la relación entre ellas es contradictoria.
Existen lugares que, como el Shropshire de la novela, poseen una “resonancia sobrenatural”. Y que imágenes que estaban “enterradas en nuestra conciencia” nos llevan directamente al pasado. La importancia de los lugares físicos: algunos no cambian jamás, otros sí. Otros poseen el contradictorio atributo de resultar a la vez familiares y de otro mundo. Hay algo casi místico en todo esto.
Sí, quise escribir sobre Shropshire porque, a pesar de ser uno de los lugares más mágicos, extraños y hermosos del Reino Unido, no es muy conocido. Mis abuelos vivían allí, y mis recuerdos del lugar son particularmente poderosos. La palabra “místico” es peligrosa, pero es innegable que, según envejezco, la vida parece cada vez más misteriosa e inexplicable; y son esos misterios los que trato de capturar en mis libros. Esta tendencia me está alejando del tipo de literatura que hacía en libros como ¡Menudo reparto!, por ejemplo, donde el modo imperante era la sátira y la novela entera estaba basada en certezas juveniles sobre asuntos políticos. Ya no tengo acceso a esa certeza.
Siempre te ha interesado el poder de la imaginería: de las fotografías, o de los fotogramas (como en ¡Menudo reparto!). Pero aquí dices “Qué cosa más engañosa es una foto”. Parece que hayas llegado a la conclusión de que uno no puede fiarse de las imágenes.
Creo que tenemos que establecer una distinción muy importante entre una fotografía -que es sobre lo que se basa La lluvia...- y una película. Un filme es una construcción narrativa, el producto de la interacción entre varios temperamentos creativos, y por tanto puede considerarse honesta o deshonesta dependiendo de si, debajo de todos sus trucos de ficción, dice algo emocionalmente verdadero o no. Una foto, por el contrario, es algo esencialmente engañoso porque pretende capturar algo (un momento) basándose en el cual el espectador será capaz de deducir todo tipo de hechos que pueden ser falsos. El ejemplo más obvio es cuando alguien concluye que, porque la gente sonríe en las fotografías, hay que suponer que eran felices en aquel momento.
Coincidencias y pautas: ¿Existe una estructura predefinida en las cosas que suceden, como tu personaje Gill está a punto de descubrir (y olvidar inmediatamente después)? ¿O es todo cuestión de puro azar?
No lo sé. Escribo novelas para descubrir lo que pienso sobre cuestiones como ésta. El día que lo averigüe, dejaré de escribir novelas.
Explícanos, si no te importa, cómo te vino la idea del argumento. No me refiero a los grandes conceptos subyacentes sino a los detalles prácticos: la historia de la familia, la estructura en fotografías, el ángulo lésbico, el tema del maltrato...
Lo de mirar fotografías me vino por mis hijas. Hace unos cuatro años, cuando mi hija mayor tenía siete, pasamos por una larga fase de mirar viejos álbumes familiares en casa de mis padres. Mi hija estaba completamente fascinada por esas fotos, y quería saberlo todo: dónde se tomaron, quién era toda esa gente, cual era la ocasión que se celebraba, etcétera. Me di cuenta de que, cuando le intentaba explicar todo aquello, no estaba únicamente describiendo fotografías; estaba empezando a contar historias. Las dos actividades -descripción visual y narración- se convirtieron en una sola. Allí me di cuenta de que podría escribirse una novela de este modo. Hice lesbiana a Rosamond porque quería que fuese una marginada respecto a la familia nuclear convencional; alguien que es una mera espectadora, anhelante y ansiosa, excluida por su propia sexualidad y por la moral de la época (los 50’s). El “maltrato” (que en la novela es casi por completo emocional, aunque no por ello menos dañino) se convirtió en uno de los pilares de la acción porque conozco a gente que lo ha sufrido a manos de sus padres -creo que es algo muy común- y quería dar a conocer su experiencia.
A mitad del libro pensé que ésta sería tu primera novela sin música, y justo entonces aparece “Bailero”. Y además están las dos notas iniciales sobre Michael Gibbs y Theo Travis.
Al principio no quería que apareciese nada de música. Quería que fuese distinta de las otras en ese sentido. Pero muchas de las ideas para el libro me vinieron hace años, a mediados de los 80’s, cuando acababa de descubrir “Bailero”; esa canción significa mucho para mí, así que decidí incluirla. La canción de Michael Gibbs (“The rain before it falls”) es deliciosa, pero he que admitir que fue su título lo que me inspiró (¡y que robé!) más que la melodía. Mientras estaba escribiendo el libro escuché mucho el disco Slow life del flautista Theo Travis, así que si los lectores desean escuchar la “banda sonora” del libro, ese es el álbum que tienen que conseguir.
Te dejo con una coincidencia. Las referencias a un pasado perdido y la idea de que una imagen puede trasportarte allí se parecen mucho a las de la canción “Losing Haringay” de The Clientele. ¿La conoces?
Sí, conozco bien a The Clientele porque mi buen amigo Louis Philippe escribió los arreglos de cuerda para el disco God save The Clientele. La letra de ese monólogo, tienes razón, posee un curioso parecido con los temas de La lluvia... y con mi trabajo en general.
EL NUEVO
La lluvia antes de caer (2009) Anagrama
¿Cómo puede ser bueno un libro de tan mal recomendar? “Es una saga familiar contada con la voz de una anciana que va mirando fotos, la mayoría de ellas de la Inglaterra rural de los años cincuen... ¡Eh, vuelvan aquí!”. Se lo cuento: con una carga de emoción tan potente y profunda, con una voz tan serena, que le llega a uno al alma. Esta es la historia de la familia de Rosamund, grabada en un cassette para sus herederos. En ella hay misterios, traiciones, lesbianismo encubierto, familiares desaparecidos y, sobretodo, pureza emocional. Una novela, en estilo e intención, insuperable.
UNO DE LOS PRIMEROS
Los enanos de la muerte (1990) Zoela / Fundación José Manuel Lara
Ya se intuía madera, ahí. Definido justamente como “thriller musical”, Los enanos de la muerte gira entorno a un músico de jazz que presencia un asesinato, así que ya se imaginan. Está plagado de referencias pop (citas de Morrissey al inicio de cada capítulo, sin ir más lejos), asuntos de drogas y un single rarísimo del grupo minusválido-punk The Dwarves of Death. Fresco, breve (no pasa de las 190 páginas) y casi un manual para escritores noveles.
MI HIT
El club de los canallas (2001) Anagrama
Mucha gente considera a ¡Menudo reparto! la cima de Coe, pero yo siempre he preferido éste. Los libros sobre ritos de pasaje de niños ingleses nunca fallan, y éste es uno de los mejores. Y está ambientado en los 70’s, con todo lo que ello conlleva (punk, prog, National Front, sindicalismo combativo y otras convulsiones de la época). Y el protagonista, Benjamin Trotter, es un lerdo emocional adolescente que les enamorará y exasperará a partes iguales
Kiko Amat
(Entrevista publicada anteriormente en el número de octubre de la revista Rockdelux)
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