16 de març 2006

¡Aupa la cinta recopilatoria!

Cassette. La cinta de 60 o 90 minutos en su vertiente de grabación mezclada y casera sobrevive a pesar de los avances tecnológicos.

1. La tecnología avanza y, mientras lo hace, algunos nos apartamos. Como el Tom Courtenay de La soledad del corredor de fondo, nos echamos a un lado y la dejamos ganar, afectando un ademán de cortesía. El nuestro es un gesto de victoria sin victoria que, además, está diciendo: algunas cosas no necesitan ser mejoradas. Alguna tecnología no hace más que marear la perdiz sin que venga a cuento, introduciendo necesidades ficticias y árnica en aparatitos para que los necios (o los que tenían un gusto pésimo) se sientan mejor. Y ahí la tienen: CD, Ipod, MP3... Todos acercándose triunfantes a la línea de meta mientras algunos observamos, paralizados por el terror. Porque quizás el CD -como siempre me dicen todos esos conocidos a los que nunca les gustó, en realidad, escuchar discos- ganará. Quizás sustituirá a los otros soportes de audio. Pero yo les digo (levantándome y agitando el dedo al aire con indignación profética) que vamos a salir perdiendo. Y además, que se van a quedar ustedes sin cintas.

2. La cinta de cassette fue inventada por Philips en 1962, aunque no se consumió de forma masiva hasta finales de la década. Al igual que el vinilo, es un formato analógico; eso significa que, al contrario que sucede con lo digital, no es una soundwave perfecta. No es una transcripción numérica de un determinado sonido –como si un androide cantara basándose en una ecuación matemática: la + la + rung + tom2 = punk- sino el propio sonido vivo. Donde lo analógico ofrecía incertidumbre, calidez, cambio (¿No se han preguntado nunca por qué cada vez que escuchamos un LP en vinilo apreciamos nuevos tonos, o instrumentos?), lo digital ofrece exactitud de laboratorio. Pop de probeta. Como dice acertadamente Thurston Moore (del grupo de rock avanzado Sonic Youth), el CD es un “beso frío y solitario” incapaz de captar los miles de matices y sensaciones que cada beso de vinilo ofrecía.
Éste es sólo uno de los múltiples argumentos que ofrece “Mix tape: the art of cassette culture” (Universe, 05), el libro del mencionado Moore donde personajes de múltiples ámbitos reflexionan sobre la cinta grabada. Se lo he soltado primero y a bocajarro para vencerles hacia mi bando con algo de palabrería técnica, pero la verdad es que el sonido me importa un pimiento. Todos mis discos suenan a rayos, en cualquier formato; la mayoría de las veces el crepitar del vinilo recuerda más al chorizo humeante de una barbacoa que a rock’n’roll. Sobre lo que sí debo llamarles la atención es el concepto de cinta recopilatoria que explican muchos de los invitados al libro, y que comparto en casi un 100% de las veces. Un chef llamado Pat Griffin aduce que, mediante las cassettes que grabó, estaba construyendo su propia emisora de radio, “una que reprodujera mi psicosis adolescente riff a riff, hecha para ser consumida solo por mí”. Dean Wareham, del grupo Galaxie 500, declara que “hacer una cinta recopilatoria lleva tiempo. Ese tiempo empleado implica una relación emocional con el receptor; puede ser irse a la cama juntos, o compartir ideas”. “La cinta recopilatoria es una lista de citas o, de hecho, una forma poética. Un poema hecho de frases de otros poemas”, dice el crítico Matias Viegener. La cineasta Allison Anders comenta: “Es realmente una ventana hacia el alma de alguien y un gran humanizador”. Que se me caen las lágrimas, madre.
Personalmente debo decirles que nunca he dejado de grabar cintas, y que todos esos señores están en lo cierto. “Ninguna cinta recopilatoria es accidental”, explica Viegener, clavando el dardo en la diana. Una cinta recopilatoria es una forma de arte cut-up, que mezcla sonidos ordenados al gusto del hacedor para conseguir una forma final que anteriormente no existía; toda cinta es única. Arte puro al alcance de su mano. El gran ecualizador “hazlo-tú-mismo” a precio de risa: 1 euro las TDK o Sony en cualquier Todo a 100. Pero, además, una cinta recopilatoria es un mensaje, una carta. Las mías siempre han querido decir una de dos cosas: (a) Me cae usted muy bien, o ocasionalmente (b) Quiero yacer con muller.
Las cintas dicen mucho del que las hace, sí; en el fondo, no dejan de ser una forma de exponer el propio ego. El obsesivo Jonathan Lethem decía en The disappointment artist: “Deja de decir que me quieres porque si no te gusta esa película, no me quieres. Porque (...) esa película soy yo”. De modo parecido, las cassettes recopilatorias intentan –aparte de seducir o homenajear al receptor- explicar al que las hace. Cuando recibimos una mix tape, lo que ésta nos está diciendo es: “Así soy yo, ahora. Estas canciones me explican”. En ese sentido, las cintas operan también como carta fechada, como mapa de vuelo caduco para un determinado momento de nuestra vida. Un orden, un mensaje, que no funcionaría igual unos meses o años más tarde. Y además, para satisfacción de los stalinistas del pop como el arriba firmante, la dificultad que implica utilizar el botón de fast forward provoca que la cinta se escuche entera. El receptor aprende, el hacedor sonríe satisfecho y, al final, todo el mundo está contento, ¿ven?

3. Como grande finale, solo me queda recordar dos himnos dedicados a la cinta recopilatoria. Uno es “C-30, C-60, C-90 Go!” de Bow Wow Wow, el grupo de pop pirata y poliritmos tribales que se sacó de la manga el ex-manager de los Sex Pistols Malcolm McLaren. Su mensaje (reforzado por el hecho de que el álbum apareciese en formato único de cassette y a precio irrisorio) era que el disco debía ser algo útil que los adolescentes pudiesen comprar en tiendas de golosinas, no una obra de arte. El otro himno es “Ballad of a mix tape” del grupo indie Comet Gain, cuya letra llega a decir que “esas cintas recopilatorias son recuerdos de historias ocultas”. Ahí es nada.
KIKO AMAT

(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 8 de marzo del 2006)

El dúo dinámico

Astrud La pareja de pop lúcido de la Ciudad Condal celebra sus diez años con Algo cambió, su recopilatorio de rarezas y caras B

Discos no son sólo discos; siempre son otras cosas. Incluso la más escueta canción I-love-you-baby de la Tamla Motown acarrea encima un pathos, una definición y emoción imposibles de atrapar de manera tan diáfana en otras formas artísticas. Debe ser por los límites marcados. Debe ser porque las mismas vallas que cercan el formato pop -claridad, concisión- impiden su corrupción por la pomposidad. Posees tres minutos, y en ellos debes resumir lo que deseas comunicar. Esa es la belleza del pop.
Astrud, el dúo barcelonés que cumple diez años este 2006, celebran su adhesión a ese formato. Brindan desde una constricción que es liberación: tres minutos que sujetan, que evitan la deriva a lo presuntuoso, pero que son el camino ideal para su lírica. Astrud, no dejen que se me olvide, son en mi opinión el grupo más importante del país. Una entente cordiale de dos (Manolo y Genís) que concentra en sus discos quizás lo más difícil de conseguir en el pop: Inmediatez + universo referencial culto (que no pedante) + tonalidad pegadiza + ironía. Inteligencia y baile juntos de la mano, en una combinación que se antoja fácil pero en realidad es alquimia pura.
Así, discos no son sólo discos; también son pasaportes psicogeográficos a otros momentos. Las mejores canciones pop pueden llevarte con fidelidad a recuerdos archivados. Recuerdo ver a Astrud en 1997, teloneando a Magnetic Fields. Recuerdo mi mandíbula despidiéndose de mí cuando tocaron “La nostalgia es un arma”, aún mi favorita. Ahora, nueve años después, Astrud sacan un disco que recopila rarezas y caras B, y nos encontramos con ellos para hablar.

¿Cuáles eran los parámetros iniciales, el concepto de arranque del grupo?
M: Nos conocimos en un concierto de Pulp, el noviembre del 95. Yo quería hacer canciones, él música. Decidimos hacer un grupo. La próxima vez que nos vimos, en un concierto en el 96, Genís ya llevaba una hoja de prensa en la que solo faltaba el nombre.
G: El planteamiento de forma vino dado por los medios. Teníamos un teclado con samplers. Teníamos una guitarra acústica. Teníamos claro el sonido que queríamos: yo sampleaba todos los instrumentos que encontraba, sólo me faltaban las canciones.

Pero hay desde el principio un planteamiento negativo, incluso oposicional, en vuestra idea.
M: Aunque no sabíamos qué música íbamos a hacer, sí teníamos trazado lo que no queríamos que fuera el grupo. Había cosas que nos parecían feas entonces, y aún nos lo parecen ahora. Los grupos de rock con postura sexy, por ejemplo.
G: Incluso con los grupos que nos gustaban. Le Mans nos gustaban, pero habían cosas suyas que no podíamos hacer. Family nos gustaban, pero las letras nos daban risa.
M: Escribir “empapado en poesía sigue el camino de Kerouac” simplemente no puede ser. O “infinitos abedules de hermosura incomparable”. Son letras de pregonero. Y, sin embargo, crearon ese consenso absurdo que ponía al disco como referencia definitoria del pop en español. Y ese consenso se hizo realidad.

¿Sigue vuestra forma de componer igual que al principio, o han habido modificaciones de método?
M: Yo cada vez tengo más manías y lo hago peor. Recuerdo al hacer “Superman” que le pedí a una amiga: “una frase de 12 sílabas que acabe en –ao”. Ese planteamiento es algo que ya no se repite. Todo es menos espontáneo, y está más programado.
G: Antes, la dinámica de trabajo nos la daba el compartir piso. Cuando empezaron a salir discos y empezamos a tener una idea clara del grupo, eso influyó en lo que estábamos haciendo. La espontaneidad real solo surge cuando trabajamos para otros.

Vuestros créditos siempre han insinuado una democracia compositiva que no sé si existe en realidad.
G: La autoría es siempre de Manolo; él trae la base y yo completo el sonido. Cuando empezamos, sólo queríamos ser un grupo pop. Pero luego la gente empezó a decirnos que lo mejor del grupo era el contraste natural entre un cantautor con guitarra y un mono detrás con maquinitas. Y nos lo creímos, y eso acabó definiendo lo que somos. Siempre tenemos ese dilema, que vamos sorteando, entre ser un grupo pop o un autor a lo Leonard Cohen, alguien que trabaja en otros campos. Pero un grupo no funciona así. Supongo que ese tira y afloja es lo que nos hace una rara avis.

Uno de los atributos más fascinantes de Astrud es esa intención de mutabilidad, de movimiento, de cambio constante.
G: Más que ir en una nueva dirección, que sería más fácil porque al menos sabríamos a dónde vamos, se trata de no querer hacer algo dos veces. Y ese es nuestro contraste. Porque un grupo de pop, en lugar de resistirse a la repetición, agarraría el punto exacto que le gustó a la gente y lo volvería a hacer.

El aprendizaje crea complejidad, pero ésta no parece asustar a vuestros fans; quizás gracias a la concisión de su envoltorio.
M: Yo creo que siempre hemos hecho pop. Nunca hemos intentado hacer progresivo. Aparte de “Miedo a la muerte estilo imperio”, todas nuestras letras pueden entenderse conociendo la lengua. No son nada crípticas. Las letras de El Canto del Loco, por otro lado, están llenas de frases que no significan nada. Eso pasa por letras sencillas, y las nuestras que son “fui allí, hice esto” son las complejas. Supongo que la gente no quiere que la molesten, no quiere nada que pueda entender.

Hubo un momento de impulso hacia 1998 en que se decía que Astrud iban a llegar incluso al Hit Parade ibérico. Pero eso no sucedió.
G: Según la prensa, éramos suficiente listos para gustar a la intelligentsia, pero teníamos canciones con potencial de 40 Principales. Y entonces llegó Mi fracaso personal, y no encajó en esa tesis, porque no éramos Pet Shop Boys. Para grupos de rock artie ya tenían a Planetas, Sr.Chinarro, y nosotros teníamos que cumplir la función de chart-pop inteligente como Pulp o St.Etienne. Estuvo bien el intento; Ordovás admite que glorifica a grupos para ver si su bluff se transforma en realidad. La Movida es otro ejemplo de eso. De tanto hablar de ella cuando no pasaba nada, al final pasaron cosas. Pero en nuestro caso era imposible, y siempre lo supimos; por como somos y por como está el mercado del disco en este país.

Después de 10 años, ¿Qué echáis de menos en Astrud? ¿Os sentís constreñidos por el formato de grupo pop?
M: Yo tengo un orgullo pequeño-burgués de poder sacar lo que hacemos y hacer conciertos cada mes. Sueños pop que tenía a los quince años, como empezar una canción con tres minutos de instrumental, los he cumplido. Eso me basta. Y tengo claro que quiero sacar un sexto disco, sin pensar en el objetivo final; porque los opus magna de un creador siempre son una mierda, como la Gran Novela Americana. Pero es curioso como, a pesar de que podríamos autopublicarnos, seguimos en el sueño pop de estar en una compañía, que nos llamen para entrevistas, que propongan hacer un yo-yó de Astrud, tonterías así. Recuerdo una mesa redonda en la que estuve en la que Lydia Lunch dijo que llegar a mucha gente era intrínsecamente malo. No lo veo así.
KIKO AMAT

(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del día 8 de marzo del 2006)